Estaba sentado en el pórtico, esperando ser recibido en audiencia. Aún no había cantado el gallo. Había visto a Del Sarto apeándose del caballo en el patio. El gigante había vuelto a Lucca solo. Lo que buscaba se había esfumado una vez más. Se le notaba en el andar, y también en la voz cuando les gritaba las órdenes a los mozos de cuadra.
Se abrió una puerta.
Tiziano se alisó la ropa y entró en la enorme estancia iluminada por una luz dorada. El obispo estaba bajo la ventana, descansando la barbilla en una mano. Su piel era del mismo color que la luz del sol. Los niños que lo habían lavado y vestido desaparecieron, como ratones por el zócalo.
—Excelencia… —dijo Tiziano, haciendo una reverencia.
El obispo alzó la mirada y estudió su rostro en un espejo de mano. Una leve sonrisa le arrugó los delgados labios. Se tomó su tiempo. Era conocido como un hombre vanidoso que empleaba horas en su aseo. A solas con su espejo se miraba a los ojos y entablaba un diálogo con los aspectos fuertes y débiles de su carácter. Igual que un comediante, había aprendido a controlar su expresión, que con el tiempo fue puliéndose y modelándose a medida de sus deseos. Una mirada significaba más que muchas palabras. En cuanto a la coquetería, era en honor de sus muchos admiradores, pero sobre todo en honor del espejo. Y como su fe y su posición no permitían el trato con mujeres, tenía una inclinación insaciable por las historias de amor. Sabía cuanto ocurría a su alrededor, sus oídos atrapaban hasta las menores insinuaciones, los primerísimos signos entre un hombre y una mujer. El amor más hermoso y pleno era resultado de una planificación sensata. El obispo disfrutaba dando consejo a las familias, y muchos matrimonios se llevaron a cabo gracias a su intermediación. De ese modo, el padre Agostino conocía los muchos aspectos del amor, y enseguida identificaba a quien estuviera aquejado de profundo pesar.
Dejó el espejo a un lado e inspeccionó a Tiziano más de cerca.
—Pareces muy triste —dijo, suspirando—; no es conveniente en un hombre de tu edad, y menos aún en un hombre que está prometido con la joven más bonita al norte de Roma. Además —añadió, soltando un poco de aire entre los labios—, es espantosamente rica. Siéntate, joven Tiziano. —Tomó la jarra y se sirvió un vaso de zumo—. Los amantes y las abejas viven una vida dulce. Háblame de tu prometida. Tengo que conocerla mejor, al fin y al cabo voy a casaros. ¿Te hace reír, Tiziano?
—¿Que si me hace reír, excelencia? Mi prometida me escribe cartas con mucho humor; parte del humor escuece, y otra parte no la comprendo.
—Eres un soldado, Tiziano. ¿Qué saben los soldados del humor de las mujeres? —repuso, posando las manos en los hombros del joven—. Disfruta —susurró—, disfruta cada segundo. No mires atrás.
—Yo no miro atrás, padre.
—Entonces, ¿qué haces en las montañas?
Tiziano retrocedió; su tono de voz se tornó evasivo.
—Mi cerebro disfruta cuando se encuentra en la garganta de Midranno.
—Buen lugar para una mente dividida. ¿Así está la tuya?
—Fue su excelencia quien me llevó allí por primera vez…
—Para que vieras a qué tormentos conduce una mente dividida, no para que te obsesionaras.
—Pero fue el venerable padre quien dijo: «Hace falta mucho valor para superar el abismo.»
—Exactamente —afirmó el obispo bajando la voz—. Pero esa forma de valor es la consecuencia del tedio de la vida. Mantente lejos de las montañas, Tiziano, y mantente lejos de Midranno. Ya he visto a otros jóvenes caer presas de la melancolía. Qué pérdida. En tu caso, casi lo llamaría pecado. —Giró sobre sí mismo—. No te entiendo, capitán: no necesitas superar abismos, sino superar algo que es más grande y más importante, es decir, a ti mismo. Eres un icono, amado y respetado por cuantos lugares pasas. Hasta tus enemigos adoran el suelo que pisas. ¿Es acaso eso lo que tanto te entristece?
—Perdone el señor obispo si parezco triste; verdaderamente, tengo todas las razones posibles para ser el hombre más feliz del mundo.
—Pero ¿lo eres? Ah, mi mirada te atraviesa como atraviesa el agua clara, pero no comprendo qué es lo que te atormenta.
Tiziano miró a lo lejos.
—Me atormenta no haber podido resolver la misión que me ha encomendado el venerable padre. Me atormenta día y noche.
—Tu preocupación te honra. Tú y yo no tenemos nada que temer, siempre que contemos con la confianza del otro. La confianza es la madre de todas las virtudes. Mira al niño, que confía en el mundo sin saber por qué. La desconfianza, por el contrario, es cosa de Satanás, que la emplea con generosidad. Eres una persona modesta; eso es importante, porque sólo los modestos son incorruptibles. Eso lo noté pronto. No obstante, veo en tus ojos una sombra, como si hubiera algo que hayas perdido de forma irreparable. Si tal fuera el caso, no lo lamentes, porque lo que has perdido hará sitio para algo diferente y más grande. La renuncia es algo con lo que debemos aprender a vivir. ¿A qué crees que da más valor Del Sarto? ¿Al ojo que le queda o a los dos que tenía antes?
—Yo no he perdido nada, excelencia, y lo que me aqueja es pasajero.
El obispo sonrió.
—Mujeres —suspiró, haciendo un gesto de rechazo con la mano.
Tiziano bajó la mirada, pero Agostino le levantó la barbilla para mirarlo a los ojos.
—¿Qué sabrá el obispo de Lucca de mujeres? Pues lo sabe todo acerca de las mujeres, capitán. Son la raíz de la desgracia y la fuente de la paz del hombre, y hablando de paz… —Se dirigió a la ventana y apoyó la espalda en el alféizar—. El Papa está en Aviñón rodeado de sus médicos de cámara. No sé si lo que lo asusta son los enfermos de peste bubónica o los sanos. Puede que ambos. Vivimos tiempos agitados. ¿Recuerdas la habitación cerrada que te enseñé? Un cuartito cuadrado con un ventanuco en lo alto de la pared, no mayor que la mano de un hombre. Ni siquiera un niño podría escurrirse por ese agujero, pues así está hecho, para que sólo la luz y el aire puedan traspasarlo. ¿Me sigues con atención, amigo?
Tiziano asintió en silencio y pensó en las cartas que llevaba en el bolsillo. Una estaba escrita con caligrafía perfecta, largas frases elegantes, giros filosóficos, humor y esperanza. Una mano segura. La otra contenía tan sólo cuatro líneas y estaba casi borrada por los labios del receptor.
Llamaron a la puerta.
El obispo tomó asiento y miró expectante a Tiziano.
—El que está esperando fuera no es de tu agrado —dijo en un siseo.
Tiziano desvió la mirada.
—Ah, pero es al menos tan celoso como tú en su trabajo, y os necesito a los dos. Hay muchos asuntos de los que te ves liberado gracias a él. De todos modos, sois enemigos. Me gusta que sea así. De lo contrario tendría que hacer cambios. ¿Qué te atormenta, Tiziano?
—Sólo una cosa: que por culpa de mi trabajo tengo que aplazar mi boda.
En la estancia luminosa se hizo el silencio.
El obispo caminó en torno al joven con pasos cortos y medidos.
—De modo que se ha aplazado. Y ¿ya se lo has dicho a tus suegros y al distinguido mecenas que la ha costeado?
—Aún no, pero pienso hacerlo tan pronto pueda.
—¿Están los preparativos muy avanzados?
—Más avanzados no podían estar.
El obispo se levantó.
—De modo que, en realidad, has venido a decirme que tendré que suspender mis planes de viaje debido a la boda. Que doscientos invitados se han desplazado hasta Emilia en vano, y que la novia puede volver a casa con su vestido y su dote, porque tienes mucho trabajo en Lucca. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
Tiziano no respondió.
—¿Qué locura se ha apoderado de ti, capitán?
—¿Locura, padre?
—¿Crees que no tengo ojos en la cara? Termina con eso. Olvídalo.
—Ya lo he intentado, padre.
—No lo bastante, Tiziano, no lo bastante. Lo tienes todo y vas a tener más aún. Mientras la mayoría debe conformarse con una pizca, tú tienes de todo a espuertas. Todos quieren estar cerca de ti. ¿Por qué? Porque eres el preferido del cielo y de la tierra. Sólo has de extender la mano para que caiga la fruta del árbol, tan sólo para satisfacer tu paladar. No hay maestro de obras que no sueñe en construir una casa para ti, ni pintor que no tenga guardado su mejor lienzo para hacerte un retrato. Estaba escrito cuando naciste. El mundo no va a renegar de su favorito; pero dos mujeres son demasiado para uno.
—Ya lo sé.
—Vaya, lo sabes.
—Sólo tengo un corazón, claro que lo sé.
—Pero ¿crees de verdad que eres el primero que se enfrenta a ese problema? ¿Te imaginas que eres el único al que oigo hablar de eso? Capitán, he conocido a docenas de jóvenes que han dudado de pronto a las puertas del matrimonio. Aquellos que reflexionaron y aceptaron un consejo bienintencionado son hoy día padres de varios hijos, abuelos de toda una prole, auténticos pilares de la sociedad, maridos cariñosos que se encuentran en la plaza con gente con quien comparten edad y puntos de vista. ¿De qué hablan, puesto que ríen con tantas ganas? Hablan de las trampas que evitaron de jóvenes. —Bajó el tono de voz—. Pero los que dudaron están aún en el umbral de la puerta y nunca saldrán de ahí, porque la incertidumbre ha arraigado en su alma. No han logrado nada. ¡Nada! Ni familia, ni hijos, ni prestigio. Sólo desarraigo. ¿Qué quieres poner en juego por una aventura ocasional? ¿Tu lugar en la sociedad, tu puesto, la confianza de la Iglesia? —Tomó el pelo de Tiziano y lo acarició con la misma austeridad que el joven conocía desde la niñez—. Ahora estás oyendo la voz del obispo de Lucca, y te ruego que prestes atención, pues es más importante que nunca. He sabido de tus escapadas, de tus viajes, de tus salidas nocturnas, y he visto la melancolía que te invadía después. Pero te digo que tu problema no existe ya. Ha quedado atrás, se acabó, listo, eres un hombre libre. Ya no existe la cadena que llevabas al cuello. Gracias a los consejos y la decisión de mujeres maduras. No tienes más obligaciones en esa cuestión y no has de superar a Midranno: puedes dar el salto aquí y ahora. ¡Mírame! Tu futura esposa aguarda. El futuro aguarda. Salta, Tiziano. Hazlo ahora, que te vea yo. Si no, vas a perder más de lo que crees.
—Ya he elegido, padre. He pasado al otro lado.
—Y ¿qué ves allí?
Tiziano inclinó la cabeza.
—Mi vida, padre, mi vida futura.
Agostino bajó la mirada y el tono de su voz.
—Así me gusta. Verás, he conocido a muchos jóvenes que han desafiado a Midranno, que trataron de superarse a sí mismos, o a lo que fuera, saltando sobre la garganta. Ninguno de ellos ha vuelto. Capitán, existen cosas que son más grandes que nosotros, y eso es lo que nos recuerda la garganta. —Se recostó en la silla y estuvo un rato con los ojos cerrados—. Deja entrar al
signore
Del Sarto —susurró al cabo.
Tiziano abrió la puerta y saludó con la cabeza al hombre que había allí, el cual hizo una reverencia a Agostino y le besó el anillo.
—Esta mañana he comido una aceituna —dijo el obispo, levantándose y caminando por la estancia—. Era normal, marrón. Pero en cuanto le he hincado el diente, he notado que en su sabor, aunque por una parte era igual al de las demás aceitunas, había un deje de algo ajeno, que no tiene que ver con la aceituna. Durante un breve instante he temido por mi vida; el sabor se propagaba desde la boca a la garganta y, aunque he tratado de sacarla tosiendo, ha desaparecido en mi estómago. Mi médico me ha recomendado que beba muchos litros de agua. También me ha propuesto que tomara unos polvos. Aún no he sentido ningún dolor, pero sé que va a llegar. Esperar al dolor es mucho peor que sentirlo. Del Sarto, has estado fuera varios días. ¿Has logrado resultados?
—Unos resultados excelentes. Estoy muy cerca ya.
El obispo adelantó el brazo, solícito.
—Somos todo oídos.
El verdugo miró ceñudo a Tiziano.
—Hay una abadía humilde en las montañas, a unos días de viaje de aquí. Franciscanos. Yo acababa de visitar a una mujer llamada Monna Tesser, conocida por su lengua desbocada.
—No sería aquella Monna Tesser, ¿verdad? —dijo el obispo, dando la espalda a Del Sarto y mirando fijamente a Tiziano, como si quisiera asegurarse de que el capitán prestaba atención.
—La misma, padre. Lo único que puedo decir es que esa lengua ya no hablará jamás.
Agostino se inspeccionó las uñas.
—La vejez puede llegar a ser una carga —murmuró.
—Pero la mujer —continuó Del Sarto— había recibido la visita de un fraile, que resultó un simple sirviente de la cocina de esa abadía junto al río. Un sirviente entrometido, ansioso por saber. Me dirigí rápidamente al convento y llegué en medio de la noche; desperté al abad, porque me daba la impresión de que antes ya había tenido al mismo pez en el anzuelo.
El obispo se sirvió otro vaso de zumo.
—Era él, padre.
—No te estarás refiriendo al humilde pero sumamente pretencioso
signore
Pagamino, ¿verdad? —dijo Agostino sonriendo—. La piltrafa que desapareció por un agujero más pequeño que la mano de un hombre. Ahora estaba contándoselo al capitán. Un infiel bien podría inclinarse a pensar que el Todopoderoso no tiene la exclusiva de hacer milagros.
—Exactamente —refunfuñó.
—¿Se te ha vuelto a escapar?
Del Sarto desvió la mirada.
—¿Otro milagro? —siseó el obispo.
El verdugo movió la cabeza de un lado a otro, pensativo.
—De eso nada, excelencia, el viejo se escurrió por una madriguera de zorro. Pero esté tranquilo, padre: el rastro es reciente y mis hombres están pisándole los talones.
—Hay algo en ese hombre que halaga mi sentido del humor —dijo Agostino, dejando vagar la mirada por la estancia—. ¿Puede ser su modo de tratar con la verdad? ¿O la ausencia total de orgullo? Ante un hombre que se arrastra como ése, Del Sarto, hay que tomar precauciones. Un hombre así guarda siempre un cuchillo en la manga. Yo no temo a la gente que miente, porque conoce la verdad. Pagamino no miente porque no conoce la verdad. Está en venta. Es un pobre diablo al que hace tiempo traicionaron por un altramuz. Belcebú ha encendido un cirio en su nombre.
El obispo miró de soslayo a Tiziano y se permitió una ligera sonrisa, que desapareció enseguida. Estuvo un rato inmerso en sus pensamientos.
—A veces —murmuró al fin— recibo visitas divinas: es como una luz potente que me atraviesa. La presencia de Dios es tan inexplicable como repentina. Después necesito tiempo para recuperarme, porque la luz de Dios pesa mucho sobre los hombros. Suele ser completamente distinto cuando es el Anticristo quien me visita. No hay luz ni carga alguna; me seduce con su labia y no veo más allá de su aspecto harapiento. Satán te cuenta lo que quieres oír, para él la vida es un carnaval. Le encanta disfrazarse, ora de gato, ora de sapo, de pronto de andrajoso y justo después de bufón. Quemamos a su meretriz en la hoguera allá por mayo, pero el Príncipe de las Tinieblas no se contenta con una, tiene a muchas de ese jaez. Aunque es del humo de la otra hoguera de lo que habla la gente, ¿verdad, Tiziano?