—Así es, padre, la gente habla del humo de la hoguera del chico.
—¿Qué se dice?
—Que quemamos a un niño inocente.
—¿Quién propaga esos rumores?
—Se extienden como la peste —intervino Del Sarto, mirando de reojo a Tiziano y después al obispo.
—Exacto, se propagan como la peste bubónica —dijo Agostino, girando sobre sus talones—. En eso tienes razón. No obstante, sabemos que Satanás nos hizo una mala jugada. Pudimos quemar a su ramera, pero su hijo se libró. Hasta ahora no nos hemos atrevido a decir en voz alta lo que se cuchichea por las callejas. No hay razón para ocultar lo que es tema de conversación entre el panadero y el sastre. —Caminó hacia Tiziano—. Vuelves a estar ausente, capitán.
—Estoy apesadumbrado por mi equivocación, padre. Creía que habíamos apresado al niño correcto.
—No viste el plan de Satanás.
—No, no vi el plan de Satanás.
—Para el noble todo es noble. —Puso el brazo sobre el hombro del joven—. Estamos en guerra; así ha sido desde la mañana de los tiempos. Desde los días del Paraíso. El Hijo de Dios se dejó crucificar por nuestros pecados, pero Satanás dejó quemar a un sustituto. Qué vileza. Qué tragedia, disfrazada de comedia. Casi lo teníamos. Estaba en casa de su madre. Y, sin embargo, no. Porque escapó volando tocado de plumas de cuervo, justo como dicen las Sagradas Escrituras. Y yo pregunto: ¿qué asuntos pendientes tiene el hijo de Satanás con un curandero ambulante de Umbría? ¿Habrá firmado un pacto como el que siempre ha unido a cierta gente con las tinieblas? ¿No buscaba el boticario la fórmula más antigua de todas, la pócima que le concedería la vida eterna? Claro que sí. Y ¿no es acaso el evangelio de los herejes anteponer pócimas y medicinas a la palabra del Señor? Claro que sí. —Alzó la voz—. Como si las pócimas y medicinas hubieran traído otra cosa que muerte y desgracias. Porque ¿dónde está la medicina contra la peste bubónica, dónde la fórmula contra la sífilis? ¿Qué es la peste, sino el castigo de Dios? —Cerró los ojos—. Recuerdo las palabras del viejo como si fuera ayer. Aquella boca desdentada corría desbocada entre disparates y supersticiones. Pero me fijé en que de sus palabras dos partes eran mentira y una hechos. Pagamino está al servicio de Satanás, pero tenemos que estar agradecidos por haberlo encontrado. ¿Por qué? Porque él es el camino que nos conducirá hasta el que debía haberse quemado junto a su madre. Sea persona, pájaro, sapo o chivo, el fuego no lo preocupa, y si seguimos la pista del mercachifle, llegaremos hasta su amo y señor; y sonará el llanto en el infierno cuando la camada de Lucifer se abrase, pues ésa es la única obligación que tenemos: luchar contra el Maligno con todos nuestros medios. Debemos buscar día y noche, y no debemos subestimarlo jamás, porque la mano que vela por la cabeza de Pagamino es más grande de lo que creemos. Es el hueso de aceituna que tengo dentro. El dolor que se hace esperar. —Miró a Tiziano; después a Del Sarto—. Pero es tranquilizador contar con dos hombres tan fieles como vosotros, porque lo que no encuentra Tiziano de día lo busca Del Sarto por la noche, y el primero de vosotros en hallar al apóstol de Lucifer será recompensado, así en la tierra como en el cielo.
Acerca de aves de rapiña, campesinos, palomas y espigas,
una mujer de negro y un hombre de uniforme
Detuvo el caballo en la falda del monte y miró hacia el valle, donde los trigales estaban enmarcados por álamos verde oscuro. Las espigas refulgían cual oro bajo el cielo nítido como el cristal que permitía a la mirada ver el escarabajo cobrizo en la paja y las cimas de los lejanos Alpes. Allá abajo caminaban a cientos, en largas hileras de gente pequeñita, encorvada, laboriosa, meciéndose a un ritmo milenario. El sol brilla en la hoz y la despiadada guadaña, pero por lo demás el aire está inmóvil. Los viejos se disponen a almorzar a la sombra del alcornoque. Las largas mesas están dispuestas con vasos, cuencos y jarras; una de las mesas tiene un mantel blanco que reluce con un azul de atardecer bajo la frondosa copa verde.
Es junio, y el mundo está en armonía, totalmente absorto en el trabajo de ganarse el pan.
Tiziano dejó a su gente en el monte, donde habían dormido sobre un manto de azucenas entre ovejas que pastaban. Estuvo contemplando durante horas el cielo nocturno, tratando de encontrar una estrella para ella y otra para él, una pauta que pudiera explicar su misión y el deber que lo impulsaba. Pero nunca había sido experto en astrología, aunque el respeto por el universo había hecho que despertara a uno de los veteranos de la patrulla. Un hombre que gozaba de su confianza. Se trataba de Friggo, que leía en voz alta para el capitán, que no sabía leer. Pero las cartas que llevaba en el bolsillo no hacía falta que se las leyeran, porque se las sabía de memoria.
Preguntó a Friggo a ver cuánto sabían los planetas acerca del futuro.
—Toda su vida —dijo el viejo soldado— está escrita ahí, capitán, pero sólo puede leerla alguien que haya estudiado esas cuestiones; porque, como sabe, las estrellas hablan solamente a aquel que escucha. Pero creía que íbamos camino de Mirandola para asistir a la boda del capitán.
—¿He dicho yo que haya cambiado algo?
—Pero entonces, ¿qué hacemos en las montañas?
—Esta excursión tiene un objetivo —murmuró Tiziano—: es una cita con mi destino que no puede demorarse. Pero si todo está escrito ahí arriba, ¿qué puede hacer uno?
—Aceptar su sino.
—Y ¿cuál es mi sino?
—Ver y comprender. Un viejo proverbio dice que no hay que empujar al río, que fluye por sí solo.
Tiziano se tumbó de espaldas con las manos bajo la nuca.
—¿Qué ves de mí cuando miras la vorágine de estrellas?
—Veo más mirándolo a usted, capitán; creo que su lugar está en las montañas.
—¿A qué te refieres?
—¿Acaso no es eso lo que lo desasosiega?
Tiziano se levantó de golpe.
—No hay nada que me desasosiegue, eso sería decir vaguedades y ser supersticioso. La astrología… ¿Quién confía en ese tipo de cosas, aparte de los insensatos? Soy un hombre libre, no un siervo de los astros.
Cabalga a lo largo del río, pero al cabo de un rato salta del caballo y deja que el animal paste un poco. Sólo se oye el lejano balido de las ovejas. Pasa una bandada de palomas. Le irán muy bien al azor, que espera en un álamo.
Se sienta en una roca, dudando de todo, sobre todo de su plan. Hace tiempo que el sol ha alcanzado su cenit.
Tiziano se incorpora. Ha aparecido una mujer mayor. Al verla se le aceleran los latidos del corazón. Ahora ya sabe por qué está allí.
—Signore capitano
—dice ella, saludándolo con la cabeza de ese modo reservado y cortés—, ¿qué lo trae por aquí?
—Estamos patrullando,
signora.
La mujer se le acerca.
—¿Tiene agua?
—Sí, tengo agua abundante. Voy camino de Bolonia.
—Y ¿qué va a hacer tan lejos?
Tiziano baja la mirada. Nunca se había llevado bien con ella. El silencio entre los dos siempre era demasiado grande.
—Voy a visitar a mi prometida —murmura.
—Pero ¿no ha tenido que dar un gran rodeo?
—Sí, es decir, no. ¿Qué tal está Giulietta?
La mujer sacude con la mano algo de polvo de su ropa negra y se endereza el pañuelo.
—Hoy está bien.
—¿Y ayer?
—Ayer también estaba bien.
—¿Y mañana?
—Mañana estará mejor aún.
Tiziano vacila, pero finalmente se acerca a la señora.
—Y ¿qué tal crece el niño? —susurra.
Ella se queda un rato ensimismada; después da media vuelta y desciende hacia la orilla del río.
—No tiene que preocuparse; por estos parajes estamos acostumbrados a atender a esas cosas. Ni siquiera ha de mezclarse el obispo.
Tiziano corre tras ella.
—Espere,
signora
, espere. Yo no hablo del obispo, sino de mí y de Giulietta.
—Capitán —dice ella, mirándolo fijamente—, por favor váyase de aquí y no vuelva jamás. Allá donde vaya irradiará luz, y aquí no hace sino empeorar las cosas. Le ruego encarecidamente que lo comprenda.
—Sí —susurra—, lo comprendo; pero ¿y el niño? ¿Cómo le va? Bueno, tampoco sé si ha sido niño o niña.
—Y eso ¿qué importa? Pero si le importa, puedo decirle que fue un niño sano con dos brazos y dos piernas, ojos azules y piel clara. Muy parecido a su padre.
Tiziano asiente en silencio y nota un calor que se le expande por el cuerpo. Su pecho brama, y la impresión que lo había atravesado al mirar los trigales vuelve con renovada fuerza.
—¿Le han puesto nombre?
—No, no le pusieron ninguno. Lo entregaron al río, como es costumbre en esas situaciones.
Tiziano da un paso atrás para mantener el equilibrio.
—Signora
—susurra—, ¿me está diciendo que mi hijo, el hijo de Giulietta y mío…?
La mujer lo mira con atención, como si estuviera buscando algo.
Entonces Tiziano sabe lo que el silencio quiere de él, por qué era tan necesario dar aquel rodeo. La imagen de los campos centelleantes, el rítmico balanceo, el abrazo del escarabajo con la paja, la trompa de la mariposa, el olor a brea; todo ello, una condición, un destino y un sino que no pueden rechazarse. Las aves de rapiña, los campesinos, las palomas y las espigas, el río, que discurre de la montaña al mar, la mujer de negro y el hombre de uniforme. El día declina. Los pájaros cantores vuelan ante el crepúsculo y el eco que transmite la penumbra. La mujer tiene que volver al trabajo, y el soldado tiene que ir a Bolonia, donde lo esperan. Así se ha establecido, y así ha de ser.
La mujer toma la mano de Tiziano y golpea con fuerza y firmeza su dorso.
—Vaya a Bolonia —dice—, y cumpla lo que dicte su destino; aquí ya no le queda nada por hacer.
Cabalgan bajo las estrellas. Tiziano y su séquito. Hacia el norte, camino de Bolonia. Y ahora el capitán puede leer el idioma del cielo, que se refleja en las espigas plateadas meciéndose con la brisa nocturna.
Está escrito en todas partes: «Aquí ya no te queda nada por hacer.»
Acerca de la prostituta de Marruecos, el harén del emir,
la joya de El Cairo, el hombre del tonel
y un mono infeliz
Se llamaba Cádiz, sin más. Vivía en uno de los patios traseros de Bolonia. Una empinada escalera exterior conducía a los cuatro cuartitos que componían su negocio. Cuando Tiziano la vio por primera vez, pensó que tenía que ser suya; y así fue, aunque sólo un momento, porque debía compartir la propiedad con todos los demás que hacía tiempo que se habían dado cuenta de que el derecho sólo duraba una hora.
En las cornisas había un arrullo permanente de palomas en celo que volaban de un lado a otro, cuando no las perseguían los gatos del patio, cuyos fétidos orines ofrecían un fuerte contraste con la fragancia del mundo de Cádiz. Porque la fragancia era lo primero que advertía el cohibido cliente cuando retiraba la cortina. Puede que Cádiz hubiera llevado consigo los jabones y especias de la frontera entre África y Europa, porque en su casa se mezclaba todo el mundo en un aroma complejo de cuero viejo, higos dulces y rosas de Damasco secas. Un mundo de cuatro cubículos con curiosidades orientales y ornamentos árabes, jaulas con aves canoras, pajareras de loros y un mono tití que, cansado de la vida, se había comido un pie a mordiscos.
A Tiziano le encantaba Bolonia por lo diferente que era de Lucca. Allí había erudición, conocimientos y sabiduría. Se veía en las calles, en los callejones y en las plazas públicas. A la ciudad llegaba gente de toda Europa. Para estudiar, discutir, conocer a otras gentes, quedarse confusos y aturdidos, lúcidos y exaltados. La gran ciudad ofrecía transformaciones; allí se pasaba de la oscuridad a la luz y, aunque las controversias y disputas acerca de la Iglesia y el Estado tenían siempre ocupada a la metrópoli, había espacio vital y muchos escalones hasta los cuatro cuartitos donde Cádiz atendía a sus clientes.
Apareció una mujer mayor, obviamente encargada de la limpieza de la casa. Tal vez fueran las penalidades las que habían originado aquella gran joroba ladeada.
—El soldado debe esperar —dijo, tendiendo la mano, con la esperanza de que el hambre de amor del cliente lo hubiera vuelto generoso.
Tiziano no le hizo caso y volvió a llamar.
Apenas había pasado un instante cuando apareció Cádiz, hermosa como una doncella y vieja como el tiempo. Llevaba puesta una túnica roja con puntadas de oro e iba descalza, como siempre. En el tobillo izquierdo lucía una cadena que tenía su propia historia. Una vez Tiziano trató de obtener de ella tanto la cadena como la historia, y viendo su oposición comprendió lo valiosas que eran ambas para ella.
—Te compraré la cadena del tobillo. Dime cuánto quieres.
—Te costará la vida, soldado.
—¿Cómo lo sabes, prostituta?
—A mí me ha costado la mía, porque es una carrera de relevos, pero aún no te toca a ti. En cualquier caso, su historia te la contaré gratis.
Estaban tumbados en la azotea de la casa. Tiziano sonrió con expectación y volvió el rostro hacia la silueta de la ciudad.
Cádiz, por el contrario, no miraba a nada cuando empezó su relato.
—Siendo yo muy joven, me llevaron a una casa que pertenecía al emir de El Cairo. Éramos doce mujeres en su harén, y no salimos de él durante seis años. Fue una época extraña, de calma y contemplación, de negra desesperación, multitud de intrigas, y tanto lujo que una se hartaba de aquello. Yo era la concubina más joven y la preferida del emir, y por eso me odiaban las demás. Dos de ellas, que eran de Siria, planearon mi muerte. Lo descubrí a tiempo y les di de su propio veneno, pero antes de que reventaran les ofrecí el antídoto si me prometían fidelidad eterna. Claro que ¿quién no prometería en falso con la muerte en los talones? Aun así, ellas cumplieron su promesa. La semana siguiente tuvimos visita del sultán El-Nasir, a quien agradé, por lo que me pidió que bailase para él. Era un hombre indecente, y cuando me ordenó acostarme con él, me negué. Aquella noche recibí una paliza hasta el amanecer; aún conservo algunas de las cicatrices. Pero al despertar por la mañana, encontraron al emir en su aposento, muerto a golpes con los zuecos de baño, como es costumbre en Siria. Después lo desvalijamos. El emir era un hombre vanidoso que solía llevar encima muchas joyas valiosas. A mí sólo me interesaba la cadena de su tobillo izquierdo. Muchas veces nos había entretenido con su historia. Perteneció al conocido Saladino, que combatió a los cruzados que estaban bajo las órdenes del rey inglés, el cual, al perder Jerusalén, regaló a Saladino esa joya, que pasó en herencia a sus hijos y terminó en el emir de El Cairo, vapuleado hasta la muerte por once de sus esposas. Esa cadena, capitán Tiziano, fue lo único que obtuve de mi época de Egipto. No tengo ni idea de qué cogieron las demás chicas. Se fueron de El Cairo en una faluca. Yo estaba en la orilla y vi desaparecer por el Nilo la vela blanca de la embarcación. No era dueña de nada, aparte de una joya que había sido forjada para el rey de Inglaterra y regalada al sultán de Egipto, para terminar en Bolonia, en el tobillo de una prostituta.