Dio un pisotón en el suelo.
—¡Mírame, Dios! —gritó—, ¿no nos parecemos? Estoy creado a tu imagen y semejanza. Quizá también tú huelas a zorro. Pero tal vez estoy molestando. Ah, el Señor está observando frescos.
Dios no se cansa de mirar encalados húmedos con acuarelas de colores desvaídos. Cuando llega la noche, examina los recién hechos, distribuidos por el suelo como las hojas de un almanaque. Menudo pasatiempo. Una ocupación estupenda para un anciano. Entre las imágenes de los apóstoles, querubines y el pedorro de Lucifer, se ve un fresco ocre oscuro, que tras un examen más atento revela a un monje en una madriguera de zorro. Fijándose bien, uno se da cuenta de que el hombre no es un monje en absoluto, de hecho es más zorro que monje. Eso divierte a Dios, quien, animado por la visión, deja resbalar la mirada hasta el siguiente fresco, que representa al mismísimo flagelante, echado en el suelo como si fuera carroña. Está, como ya se ha dicho una vez, gordo en las zonas inadecuadas y flaco donde debería tener carne. Pero no está muerto, aunque así lo parece; simplemente lo simula. Eso agrada a Dios, que tiene debilidad por el teatro. Los dramas son algo que nunca falta, pero el mejor es el de un solo acto, con Caín y Abel; el momento preferido es cuando Caín golpea en la cabeza a su hermano y éste cae muerto sobre la tierra marrón. Menuda tragedia. De los que no se cansa uno.
Eva llama a sus hijos. La comida está en la mesa. Van a tomar cordero lechal.
—Cordero lechal —susurra Giuseppe—. Casi noto el sabor a tomillo.
Adán sale por ellos y no ve a Caín con la estaca sanguinolenta.
Dios se muerde el pulgar; la emoción es insoportable.
—¿Has visto a Abel? —pregunta Adán a su hijo.
—No, padre —responde Caín.
La primera mentira de la historia. Desde el cielo se oyen abucheos y silbidos. El público siempre quiere más de este drama, y noche tras noche se venden todas las entradas de las filas baratas, una y otra vez Caín le da un trompazo en la mollera a su hermano, y al final el mensaje queda grabado hasta en las mentes más torpes.
—Magnífica función —dice con un suspiro el Creador, amante de placeres.
Pero en adelante hay muy pocas cosas por las que alegrarse, porque sólo quedan Adán y Eva, y el turbio Caín. A decir verdad, no es mucho comparado con una eternidad de tiempo, y Dios, de puro aburrimiento, ordena que el mar crezca.
—Dios se regodea viendo cómo desaparece el mundo en el océano —dice Giuseppe en voz alta—, porque siente predilección por la muerte por ahogamiento. De eso saben mucho los egipcios. —Rueda sobre el estómago, tose de ira y camina a cuatro patas mientras escupe las palabras—. ¿Deseas algo más? —grita—. No tienes más que decirlo, hacemos lo que se nos dice y mandamos a nuestros hijos a la hoguera, incluso llegamos a quemar ciudades enteras por ti, y los que deciden estudiar para adquirir sabiduría son despedazados y reducidos a astillas por los teólogos o excomulgados por el Papa. Y el que se embarcó para darnos un nuevo atlas termina de viejo demente en la cárcel de Venecia, porque nadie se cree la historia de Kublai Kan, Persia y China, porque, como se sabe, en el Árbol de la Ciencia madura sólo el fruto prohibido, y a la verdad se le hacen oídos sordos, como siempre. Pregunta, si no, en Lucca.
Se acurruca y hace como Dios: ver imágenes con su mirada interior.
Giuseppe y Arturo van sentados al pescante. El maestro enseña a su alumno. No hay límite para los conocimientos del profesor, cuya boca se mueve como castañuelas. Arturo es todo oídos, y finalmente el monólogo llega hasta el mar.
—Nuestra vida —predica el maestro— es como las olas del mar que golpean la playa, mueren y desaparecen. ¿Alcanzas a comprender esas palabras, cretino?
Giuseppe mira a su alumno, callado y reservado, hasta que por fin dice que las olas nunca se mueren porque nacen continuamente.
Fin de la conversación.
Giuseppe llega al río, que ha absorbido el crepúsculo. Rápidamente se quita el hábito y se mete en el agua fresca, da un par de brazadas y siente que el agua se introduce en grietas y cicatrices. Siente dolor y alivio a la vez.
Después se tumba de espaldas, extiende los brazos y ve su blancura flotando a la deriva como una caballa muerta.
—¿Por qué tiene tanto miedo a la muerte el que siempre se pelea con la vida? ¿No debería considerarse acaso una liberación? ¿Es tal vez el precio que debo pagar por haber pasado tanto tiempo con los muertos?
El viejo Pagamino, el padre de Giuseppe, jamás perdió ocasión de asustar a su pequeño habiéndole de los suplicios del purgatorio. Aquella antesala del infierno, le explicaba su padre, era algo para lo que se iban haciendo méritos ya desde niño. Era una manera refinada de disciplinar a su hijo. Cuando el cinturón ya no escocía y el hoyo de la tierra se tornaba demasiado pequeño, el viejo recurría a historias acerca de la tortura después de la muerte. Las descripciones eran atroces, porque era un hombre con imaginación. Y, aunque el pequeño Giuseppe nunca se dejó impresionar, siempre se llevaba los gritos de los infieles a la cama, donde surgían llamas que se convertían en dedos de un rojo ardiente, que se retorcían en torno al dormido como hiedra venenosa. «Todos hemos de morir», rezaban las palabras del patriarca; poco podía saber que diez años más tarde su hijo menor iba a estar bajo una carpa negra como el azabache en medio del desierto dorado, donde un viejo beduino ponía en duda aquellas palabras, puesto que existía una fórmula, se decía, conocida por muchos pero que nadie poseía, fórmula que podía adquirirse en las callejas estrechas de Damasco. Pero a poquísimos se les otorgó el poder realizarla, pues exigía grandes sacrificios, enormes sacrificios. Giuseppe se acurrucó. Había estado muy cerca, más cerca que los demás. Era lo suficientemente presuntuoso para creerlo. Y se había sacrificado, había terminado en una mazmorra, después en una madriguera de zorro, porque la vida que había tratado de volver eterna estaba ahora perseguida y condenada a muerte. Qué ironía.
Se sumerge, abre los ojos, escucha el agua que tiene en los oídos, suelta una burbuja de aire y bucea hasta el fondo del río, hunde los dedos en la arena y ve cómo sube arremolinada en pequeñas nubes. Empuja el fondo con los pies, saca la cabeza por encima del agua y sonríe.
—Me encanta la vida —susurra—. No hace falta nada más, ofrecedme un río, y floto en la superficie de puro agradecimiento. Pero los intestinos se quejan. El hambre me ha mermado. Aunque el bosque debe de estar lleno de conejos. Por desgracia, soy demasiado viejo para cazarlos. Se me van a reír en la cara. Una vez tuve un carro en el que, además de pomadas y ungüentos, cargaba con un amplio surtido de trampas. Ahora sólo tengo las dos manos, y trabajo les cuesta encontrar dónde pica.
Sube a gatas la orilla del río y se mete el hábito por la cabeza.
—Y no puedo buscar cobijo en ningún lugar, porque han puesto sobre aviso a todos los pastores. Quizá Del Sarto haya prometido alguna recompensa. No hace falta que sea elevada; me rebanarían el pescuezo por un puñado de guisantes.
Cuando llega la oscuridad, aún está junto al río. No le quedan fuerzas en las piernas, y cuando sus dedos arañan la tierra en busca de raíces, tiemblan de fiebre. El hambre lo ha cubierto de sudor frío, está echado de espaldas y escucha a los animales de la noche: la cacería ha comenzado.
En el bosque viven las brujas.
Se endereza con un sobresalto y mira fijamente al bulto negro que está de cuclillas frente a él. Es incomprensible cómo ha podido acercarse tanto la mujer sin que él se diera cuenta. Ella lo mira con ojos desvariados y boca sonriente. Pero no emite ningún sonido.
Giuseppe retrocede como un cangrejo y tropieza con un árbol.
—Largo —sisea.
La mujer se mete dos dedos en la boca y lanza un silbido profundo. La boca desdentada se abre en una amplia sonrisa. Se aproxima a cuatro patas, no porque no pueda andar erguida, sino porque eso la divierte. Lleva un saco a la espalda y un cuchillo en la mano. Giuseppe no lo ha visto hasta entonces. La vieja acaricia su filo. Irradia demencia, como la luz de abril colándose por la rendija de la puerta.
—¡Largo, vieja! —exclama, tratando de sonar autoritario.
Ella no reacciona, y sigue acariciando el arma. Pero de pronto da un salto, cae sobre Giuseppe y le asesta una cuchillada.
Él suelta un berrido. La hoja le ha hecho un rasguño en la mejilla. La mujer está sentada a horcajadas sobre él, tratando de arrancar el cuchillo que se ha clavado en un tronco. La vieja apesta. A tierra y mierda.
Giuseppe mira fijamente al cuchillo que sobresale del árbol.
La rama está en el suelo, pesada y negra.
La mujer saca el cuchillo. Rueda por tierra, ágil como un mono; se pone en cuclillas y se queda mirando a Giuseppe, que levanta la rama por encima de la cabeza.
Con el primer golpe no acierta; el segundo cae sobre el hombro de la vieja, pero ella se levanta y permanece medio arrodillada contemplando la rama, que cae de nuevo, pesada y con fuerza. La golpea en mitad de la cara. Ella se desploma boca abajo.
Giuseppe vuelve a alzar la estaca y la descarga con todas sus energías. Tres veces. El tercer y último golpe es innecesario. La mujer yace inmóvil, le sangra la cabeza, y cuando él le da la vuelta, sabe que está muerta.
Nota las palpitaciones del cuerpo y se derrumba, extenuado. Extenuado y asustado. Lo peor es la angustia posterior. Habita en la mala conciencia y asoma como las hormigas de un hormiguero. Después arroja sobre la muerta ramas, tierra y hojas, abre el saco de la mujer y encuentra cortezas de pan, tocino rancio y un pedazo de salchicha ahumada. Se lo mete todo dentro. Lo que podía comer la otra puede comerlo también él. Aparte de que ella no va a comer nunca más.
La registra en busca de joyas, pero no lleva nada.
Da una patada al cuerpo inerte.
—En la noche había sitio para los dos —murmura—, y nadie se ha muerto por unas maldiciones, ni ha vivido por unas bendiciones.
Por la zona del Éufrates dicen algo así, y los beduinos deberían saberlo bien. No vale la pena imitar su forma de saciarse. Pero ahora tiene el estómago lleno y, aunque la comida no era nada especial, se siente más a gusto.
Gira el cuchillo entre los dedos. Es nuevo, le habrá costado sus buenos florines, aunque seguro que es robado. El mango es hermoso, hecho con hermosas tiras de piel curtida. Giuseppe no ha poseído nunca un cuchillo tan fino.
—Para el río —dice con un suspiro, y lo arroja—. No hay que ser avaro cuando te ha acompañado la suerte.
Mira a lo alto el cielo nocturno. Las nubes se desplazan.
Empieza a caminar a lo largo de la orilla. La dirección es norte-noreste. Lejos de Lucca. De vuelta a la vida.
Se describe el uso del hierro plano.
Al final, Giuseppe conoce a una doncella en peligro
y renace como Alberto el Venerable
La tapa del ataúd cedió.
Giuseppe se secó los mocos. Por el olor podía ver que no se trataba de un cadáver reciente; la carne llevaba tiempo roída, y los que se habían atiborrado con los restos habían ido ya a otros comederos. Los familiares y amigos habían forrado el ataúd con ramilletes aromáticos y especias secas. Una señal prometedora que aumentaba más aún el gozo de quitar las mortajas.
Era una mujer de edad mediana. De corta estatura, con un cráneo parduzco que mostraba los rasgos típicos de la sífilis, alteraciones en el hueso frontal y una violenta infección en las encías, provocada por un tratamiento de mercurio fallido.
Giuseppe se dijo que habría sido guapa en vida. Aunque sólo quedaban los huesos, perduraba aún un resto de feminidad.
—Como que es la única mujer a la que puedes desvestir, viejo cabrón.
—Haz el favor de respetar a los muertos.
—Vaya, ahora nos habla de moral. Desde luego, es el mundo al revés.
—Todo trabajo conlleva cierta ética; deberías saberlo, Rinaldo.
—Y lo dice uno que profana la paz de las tumbas.
—Cuando los rateros se ponen a predicar moral, hasta el mendigo hace oídos sordos.
—Desde luego, eres incorregible, viejo.
—¿Quién puede dorar una vasija de oro?
—Descarado y presuntuoso. Tú mamaste la mentira con la leche materna.
—Haz el favor de no mezclar a mi madre en esto.
—Llevas el embrutecimiento en la médula, viejo; no hay esperanza para ti.
—Y aun así sobrevivo. Eso debe de asombrarte, Rinaldo.
—Me estremece.
—Calla, por favor, que tengo trabajo que hacer.
Por desgracia, la familia había sido más generosa con las especias que con las joyas. Giuseppe gimió, decepcionado. Uno no abre una tumba familiar para olisquear la lavanda. Examinó los huesos de las manos y emitió un suspiro de disculpa cuando la muñeca se soltó. Después levantó la cadera y divisó una bolsa de algodón rojo. Desató con cuidado el lazo y vació la bolsa. Un anillo con una piedra azul clara salió rodando. Giuseppe emitió un silbido contenido. No era experto en piedras preciosas, pero reconocía un zafiro en cuanto lo veía.
—Ah, Rinaldo —susurró—,
usus est optimus magister
. La experiencia es el mejor maestro.
Amortajó cuidadosamente el cadáver con los ropajes medio podridos, colocó la mano izquierda como prolongación del brazo izquierdo, se disculpó por su torpeza y volvió a poner la tapa.
Muchos años antes conoció a un herrero en Nápoles que, a cambio de un frasco de gotas para la nariz, le hizo tres pequeñas herramientas siguiendo sus instrucciones. No eran mayores que un cuchillo y podían guardarse en el interior de un hábito. Giuseppe los llamaba sus hierros universales, y siempre los llevaba encima. Cuando un ataúd ofrecía demasiada resistencia, metía el mayor de los hierros planos entre la caja y la tapa y lo golpeaba con una piedra. Una vez que la tapa se había aflojado, podía soltarla con las herramientas menores. Era tan sencillo como genial y, además, resultaba que los tres hierros planos tenían otras posibilidades de empleo, algunas de ellas totalmente inocentes.
Tardó tres semanas en traspasar la cadena montañosa y, aunque no le faltó comida, porque la gente de aquellos parajes era tan pobre como generosa, tampoco fue un lecho de rosas. El miedo a volver a estar frente a frente con Del Sarto lo había convertido en una fiera acosada. Cuando al fin caía dormido, despertaba de inmediato bañado en sudor, despertado por su propio grito, y la noche en que unos niños lo encontraron roncando en el olivar y él abrió los ojos sobresaltado, los niños huyeron llorando al ver a aquel loco.