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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (34 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Es la voluntad de Dios. Soy su fuerza divina para devolver el poder a la Iglesia.

—¿Cómo vas a hacerlo? —inquirió Occhetto.

—Con el poder de los textos sagrados.

Los cardenales protestaron en voz alta, pero Murani no les prestaba atención.

—Esos textos ya destruyeron el mundo en una ocasión y podrían volver a hacerlo —apuntó Occhetto.

—No lo harán, me ayudarán a rehacer el mundo. Le conferirán un poder a la Iglesia como no se ha visto nunca. Los encontraré y no podréis detenerme.

—Podemos hacerlo, no lo olvides —le recordó Rota.

Murani sonrió ante el corpulento cardenal.

—¿Te refieres a la Guardia Suiza?

Nadie dijo nada.

—Los miembros que escogisteis cuidadosamente han estado haciéndoos el trabajo sucio durante cientos de años. Un asesinato más en nombre de la Sociedad de Quirino no importaría demasiado, ¿verdad?

—No será un asesinato, sino justicia lo corrigió Rota.

—Ninguno de los que estáis sentados en esta habitación tenéis las manos limpias. Todos habéis estado involucrados en algún tipo de traición o muerte.

Sraffa parecía preocupado, era más débil de lo que Occhetto había pensado. Todavía tenía conciencia. No lo dejaba todo en manos del Creador.

—En asesinatos no —aseguró Occhetto.

—Entonces, si hubierais ordenado que me mataran, ¿eso no habría sido un asesinato?

—No —replicó Occhetto—. Sería un homicidio justificable, una eutanasia en nombre de la Iglesia.

—Quizá —Murani se dirigió al cardenal—. También sería algo insensato, te destruiría y provocaría una herida en la Iglesia que tanto amas.

Occhetto tembló y cerró los ojos. Murani supo que tenía miedo.

—Os diré por qué. Tengo una lista con todos vuestros nombres; tengo grabaciones y documentos que lo prueban todo. Sois unos estúpidos por haber guardado grabaciones de algo así; de esta manera habéis encubierto mi encuentro con Fenoglio. Ahora estáis todos involucrados en el crimen, sois cómplices de un asesinato. He dado estas pruebas a un hombre que las enviará por correo electrónico a las autoridades que correspondan y a la prensa en caso de que me ocurra algo. ¿Creéis que la Iglesia podrá manejar un escándalo como éste después de todo lo que ha salido a la luz en los últimos años? ¿Pensáis que el Papa o vuestras sotanas rojas os protegerán? —Un grito ahogado en la habitación confirmó la información que había pagado—. Sí, conozco muy bien vuestros secretos y los compartiré con el mundo si algo me sucede.

—No puedes hacer algo así, Murani —protestó Occhetto, ultrajado.

—Ya está hecho —replicó con voz fría—. Si me tocáis, os destruiré.

Se produjo un profundo silencio.

—Así es como vamos a tratar esta situación —continuó con voz suave y siniestra—. Os vais a apartar de mi camino, o haré que os maten.

—Estás loco —dijo Occhetto.

—No, soy un hombre defe yde convicciones. Dios me ha revelado lo que he de hacer ylo haré. Todos queremos, ansiamos, esos textos sagrados. Soy elhombre que logrará que nadie los consiga.

Miró a todos los cardenales y después fijó la vista en Rota. Sin vacilar, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Nadie le siguió.

Cogió la linterna que había utilizado para llegar allí y deshizo el camino andado por el laberinto subterráneo. Estaba seguro de que la Sociedad de Quirino no había acabado con él, pero habían conseguido un respiro.

Le temían y no actuarían contra él.

Todo estaba saliendo según sus planes, y los de Dios.

Gorée

Dakar, Senegal

6 de septiembre de 2009

Lourds vio a Ismael Diop en el embarcadero, desde el transbordador. Lo reconoció por las fotos que había encontrado en Internet.

Era negro y estaba flaco hasta el borde de la escualidez. Tenía unos setenta años y, según la biografía que había leído, seguía acudiendo a convenciones sobre la historia africana y en especial sobre la trata de esclavos en el Atlántico. Publicaba regularmente, a pesar de estar jubilado. Era profesor emérito de la Universidad de Glasgow.

Llevaba pantalones cortos de sarga, de color blanco, una camisa caqui a la que le había quitado las mangas y un ajado sombrero Panamá, festoneado con cebos para pescar. Mostraba una canosa barba de por lo menos tres días.

Detrás de él había una pintoresca vista del puerto. De hecho, parecía una postal. Piraguas y pequeñas canoas surcaban las aguas llevando turistas, adolescentes y pescadores. Las casas de alegres colores destacaban en el azul del cielo y la blanca arena. Algunos toldos daban sombra cerca de la playa para los turistas y vendedores. Los papayos y las palmeras compartían espacio con los limeros y árboles del Diablo. Los reconoció gracias a la documentaciónque había estudiado relativa a Gorée.

Cuando el transbordador llegó al muelle, Lourds esperó hasta que se quedó quieto, lo amarraron y bajaron la pasarela. Después bajó al muelle. Leslie iba detrás de él, y Gary y Natashya en segundo término.

Diop se acercó a ellos; cuando ofreció la mano, una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.

—Catedrático Lourds.

—Catedrático Diop —contestó éste.

—No, por favor, llámame Ismael —pidió el anciano haciendo un gesto con la mano.

—Me recuerda una famosa cita —observó Lourds sonriendo.

—Sí, lo sé, créeme, la he oído muchas veces. —La voz del anciano era suavemente melódica, y tenía un ligero acento británico.

Diop estrechó la mano a todos los demás cuando Lourds se los presentó.

—El calor y la humedad hacen insoportable hablar aquí fuera. Me he tomado la libertad de reservar mesa en una taberna cercana, si os parece bien.

—¿Cerveza fría? Me apunto —dijo Gary, que estaba secándose el sudor de la cara con una toalla.

—Sí, por aquí. Está cerca, la isla no es muy grande.

Lourds siguió a Diop por un estrecho callejón bordeado de arbustos y buganvillas. Aquellas flores moradas, rojas y amarillas alegraban aquella zona. Las flores del mango aumentaban la paleta de colores y su sombra proporcionaba un gran alivio al agotador deslumbramiento del sol.

—Es muy bonito —comentó Leslie.

—Lo es. Tenemos colores todo el año, pero me temo que eso también significa que tenemos que sufrir el calor —dijo Diop.

Al final del callejón se dieron de bruces con un edifico de color rosa, con dos amplias escaleras que se curvaban la una hacia la otra. Encima de ellas había unpequeñobalcón sobre una amplia puerta de madera.

—¿Es una casa de esclavos? —preguntó Gary alejándose un poco para grabarla con la cámara.

—Sí —dijo Diop, que se paró y esperó pacientemente—. Los franceses la llamaban
Maison des Esclaves
. Pasaban por la puerta de abajo, llamada «La puerta sin retorno», y esperaban encadenados dentro hasta que los sacaban y los vendían.

—Espantoso —comentó Gary frunciendo el entrecejo y guardando la cámara.

—Mucho. Si esas paredes pudieran hablar, os horrorizarían —dijo Diop mirando el edificio—. Con todo, de no haber sido por la trata de esclavos, nadie habría considerado esta zona lo suficientemente importante como para conservarla. Se habría perdido mucha de la información que tenemos, —hizo una pausa—, incluida la que has venido a buscar, Thomas.

—Siempre resulta fascinante comprobar la forma en que los huesos de la historia se conservan más tiempo cuando hay culpa presente.

—Y lo rápido que se olvida la verdad —comentó Diop haciendo un gesto con la cabeza hacia unos niños que jugaban en un descampado—. La gente joven de aquí conoce la historia, pero, para bien o para mal, es algo que les queda muy lejos. No tiene un verdadero impacto en sus vidas.

—Excepto por el hecho de que pueden ganar dinero con los turistas —intervino Natashya.

Lourds la miró disgustado y pensó que quizás había violado las normas de la cortesía.

—En mi país pasa lo mismo. Los occidentales llegan a Moscú y quieren ver cómo vivían los comunistas y dónde estaba la KGB. Como si fuera el escenario de una película y no una cuestión de vida o muerte durante casi un siglo en Rusia.

—Imagino que han visto demasiadas películas de James Bond —dijo Diop sonriendo.

—Demasiadas. No teníamos intención de ser un estereotipo, pero creo que acabamos siéndolopara los forasteros. Sobre todo para los occidentales. Quizás ese edificio representa lo mismo.

—Creo que tienes razón dijo Diop asintiendo.

Las cervezas llegaron tan frías a la mesa que había hielo en el cristal, aunque se deshizo inmediatamente. Unas anchas rodajas de lima bloqueaban el cuello, pero sólo temporalmente.

Lourds quitó una y dio un buen trago.

—Yo no lo haría —comentó Diop.

Lourds iba a preguntarle a qué se refería, cuando el cerebro casi le estalla. Cerró los ojos y pasó el mal rato.

—¡Uf! Ya veo. La próxima vez iré más despacio.

Diop soltó una suave risita.

—Os he traído aquí porque la cerveza está fría y la comida es excelente. No sé si habéis comido.

—No, y me muero de hambre —dijo Leslie.

—Quizá podamos hablar mientras comemos. Cocina tradicional, ¿de acuerdo? Compartir el pan con los amigos.

Todos aceptaron.

Mientras tomaba cerveza con más cuidado, Lourds se fijó en que Natashya se había sentado de espalda a la pared. Siempre en guardia. «Como un pistolero del viejo Oeste», pensó.

La taberna era pequeña. El suelo de madera mostraba las cicatrices de décadas de uso y abuso. Las mesas y las sillas estaban desparejadas. Unos ventiladores de aspas de mimbre giraban lentamente en el techo, aunque sólo conseguían remover el cargado ambiente. Había buganvillas en jarrones de cerámica y macetas. Sus fragantes flores llenaban el aire de perfume.

Diop llamó a una joven y pidió rápidamente en francés. Lourds sólo prestó atención cuando abrió el documento de Word de su agenda electrónica en el que había anotado las preguntas que quería hacerle.

La camarera trajo otra ronda de cervezas y se fue rápidamente.

Diop se quitó el sombrero y lo lanzó hacia la percha que había en la pared. El Panamá voló elegantemente y aterrizó en uno de los colgadores.

—Buen tiro —lo alabó Gary.

—O eres muy bueno, o éste es tu bar preferido —comentó Lourds.

—Es mi bar favorito —dijo Diop, que pasó sus largos dedos por la afeitada cabeza—. Y ese sombrero y yo llevamos muchos años juntos. —Hizo una pausa y miró a Lourds—. Siento mucho lo que le pasó a la doctora Hapaev.

—¿La conocías? —preguntó rápidamente Natashya.

—No, aparte de habernos enviado algún correo electrónico.

—Era mi hermana.

—Mi más sincero pésame.

—Gracias. —Natashya se inclinó ligeramente hacia la mesa—. No sé si Lourds te ha comentado por qué hemos venido exactamente.

—Me dijo que buscabais información sobre el címbalo en el que estaba trabajando la doctora…, tu hermana.

—También estoy buscando a sus asesinos —dijo sacando su identificación del bolsillo y dejándola sobre la mesa.

Diop la cerró rápidamente.

—Este no es buen lugar para enseñar placas. Mucha de la gente que hay aquí sigue haciendo negocios prácticamente ilegales. Y hay mucha más a la que no le gusta tratar con representantes de la autoridad. ¿Lo entiendes?

Natashya asintió, pero Lourds pensó que sabía perfectamente a lo que se había arriesgado. Guardó la identificación.

—Mientras estés aquí es mejor que olvides que eres policía. En tierra firme podrías conseguir que te mataran, aquí sería peor.

18
Capítulo

Casa de madame Loulou

Gorée, Dakar, Senegal

6 de septiembre de 2009

Q
ué sabes de la campana y el címbalo? —preguntó Diop, con las fotos de los dos instrumentos en las manos. Se había puesto unas gafas para verlas de cerca.

—Mucho. Forman parte de una colección de cinco instrumentos. Los que todavía no han aparecido son una flauta, un laúd y un tambor.

Diop lo miró por encima de las gafas un momento.

—¿Sabes dónde están?

—No, sé dónde estuvieron dos de ellos.

Le contó rápidamente la historia de la campana y del címbalo, y cómo se los habían robado.

Durante ese tiempo la joven volvió con plátanos fritos y pasteles, una pasta de estilo portugués rellena y frita. También llevó más cervezas. Natashya pidió agua y Lourds supo que era porque no quería marearse. Dudó de que en alguna ocasión se permitiera relajar aquel control.

—Patrizio Gallardo —dijo Diop mientras pensaba. Después meneó la cabeza—. Hay unos cuantos comerciantes de objetos, unos legales y otros del mercado negro, tanto aquí como en el continente. El pasado siempre está a la venta para los coleccionistas.

—¿Sabes de alguien que haya estado buscando los instrumentos? —pregunto Lourds.

—No —contestó devolviéndole las fotografías.

—He leído tus trabajos. ¿Qué has oído de ellos? —continuó Lourds mientras guardaba las fotos en la mochila.

—Hay una vieja leyenda yoruba acerca de los cinco instrumentos. Quizá son los mismos que estáis buscando. No lo sé. Me he ocupado más de la historia de este sitio que de las fábulas de las diferentes culturas que han pasado por aquí.

—Pero ¿la conoces? —inquirió Leslie.

—Sí, no es muy distinta de muchos otros mitos de creación —respondió encogiéndose de hombros.

—¿Puedes contárnosla? —pidió Lourds.

—Hace mucho, mucho tiempo, el Creador, llamadlo como queráis, de acuerdo con vuestras creencias religiosas, se enfadó con sus hijos en este mundo. En aquel tiempo sólo vivían en una tierra.

—¿Cuál? —preguntó Gary.

—La leyenda no lo dice. Simplemente la denomina como «el lugar de origen». Una vez, invité a unas cervezas a varios estudiosos que insistieron en que podría haber sido el jardín del Edén. O quizá la Atlántida, Lemuria o cualquier otra de las innumerables tierras de fantasía que desaparecieron en lo más recóndito del tiempo.

—Si lo cuentas así suena a paparruchas —comentó Leslie.

Lourds miró a la joven. ¿Estaba verdaderamente perdiendo la fe en lo que buscaban o lo decía solamente por pincharle? Quizás era para desafiarlo. No lo sabía. Intentó no enfadarse, pero no lo consiguió del todo.

Evidentemente, Diop no se ofendió, sino que sonrió.

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