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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (31 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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4 de septiembre de 2009

Natashya se quedó quieta un momento frente a los miembros de la seguridad del hotel mientras pensaba qué podía hacer. No quería problemas con ellos, pero tampoco podía dejar el arma sin más, porque eso los convertiría en un blanco fácil para Gallardo y sus hombres.

En ese momento, Gary salió del vestíbulo y se colocó detrás de uno de los guardias. Se inclinó hacia él y le susurró algo.

—Horst, me está apuntando con un arma, ríndete —dijo levantando las manos.

El segundo guardia dudó un momento y después levantó también los brazos.

Natashya corrió hacia ellos y les quitó las pistolas.

—¡Al suelo! —les ordenó.

Cuando lo hicieron, Gary le regaló una amplia sonrisa y le enseñó el bolígrafo que había utilizado para desarmarlos.

«Dios me libre de los norteamericanos, los británicos y sus programas de televisión para machos», pensó Natashya.

—Podrían haberte matado —le susurró.

—No esperaba que lo hicieran y no es que tuviera mucho tiempo para resolver la situación —replicó con voz quebrada.

—Sal —dijo empujándolo hacia la puerta principal. Miró por encima del hombro y vio que Gallardo salía por la puerta de la escalera de incendios.

Levantó la pistola y disparó rápidamente. Las balas dieron en la pared y la puerta, e hicieron añicos una ventana.

Gallardo se agachó y maldijo en voz alta.

Para entonces, Lourds, Leslie y Gary habían llegado a la puerta principal. Cuando Natashya los alcanzó, ya la habían cruzado. Corrieron hacia la calle e intentaron parar un taxi, pero ninguno se detuvo.

El siguiente que iba hacia ellos llevaba la luz apagada y con toda seguridad no tenía intención de detenerse. Natashya saltó en medio del asfalto, levantó la pistola que no llevaba silenciador y disparó al aire.

El seco estallido resonó en toda la calle y el destello se reflejó en el parabrisas. Después apuntó al conductor.

—¡Salga! —le ordenó en alemán.

El taxista bajó en el mismo momento en que Lourds ayudaba a Leslie a subir al asiento de atrás, aunque no se sentó a su lado, sino que lo hizo en el asiento delantero con Natashya y empezó a buscar en la guantera. Gary subió atrás.

En cuanto estuvieron todos dentro, Natashya pisó a fondo el acelerador.

—¿Dónde vamos? —preguntó Lourds.

—No lo sé —contestó Natashya.

—Al aeropuerto —propuso Leslie—. He hablado con mi supervisor y he conseguido un viaje a África Occidental.

Natashya miró a la mujer con severidad.

—¿Que has hecho qué?

—El catedrático Lourds…

«¿Ahora vuelves a lo de catedrático Lourds…? ¿Después de haberte acostado con él?», pensó Natashya.

—… dijo que había acabado con toda la información que había disponible en el Instituto Max Planck. Según él, en África hay documentación más completa sobre los objetos desaparecidos.

Lourds no prestó atención a la discusión y se concentró en ir indicando el camino al aeropuerto.

—¿Has estado hablando con tu supervisor todo el tiempo y diciéndole lo que estábamos haciendo? —preguntó Natashya mientras seguía las indicaciones de Lourds.

—Sí, tenía que hacerlo. La empresa lo ha pagado todo hasta ahora. Merecen saber lo que estamos haciendo.

Natashya miró a Lourds y no pudo dejar de pensar que, en parte, era por su culpa.

—¿Te das cuenta de que así es como nos ha localizado Gallardo? ¿Gracias a la ayuda financiera de la BBC?

Lourds puso cara de sentirse culpable, algo que decía mucho a su favor.

—No, no lo sabía.

—Pues ya lo sabes. —Natashya se concentró en conducir y en buscar algún sitio donde abandonar el taxi, demasiado enfadada como para hablar. Nada bueno podía salir de su boca en ese momento y no quería decir nada de lo que después pudiera arrepentirse o por lo que sentirse culpable. No podían ir con ese coche hasta el aeropuerto, seguramente el conductor ya había denunciado el robo. Necesitaban otro.

—La mujer ha cogido un taxi, la rastrearé por las calles.

«Hasta que lo abandonen», pensó Gallardo mientras volvía a subir corriendo los siete pisos. Le dolían las piernas por el esfuerzo, y el pánico se apoderó de él cuando creyó que no lo conseguiría.

—No —jadeó mientras se arrastraba por el último tramo de escaleras. DiBenedetto y Faruk le seguían, Pietro y Cimino estaban abajo. El ruido de sus perseguidores, sus pisadas en las escaleras, resonaban tras ellos—. Tenemos problemas más graves ahora.

Una vez en la terraza corrió agitando una linterna. El helicóptero se aproximó y permaneció inmóvil a escasos centímetros del suelo. Fue hacia la cabina y subió al lado del piloto.

—¿Y los otros? —preguntó DiBenedetto.

—Si no están, no vienen. ¿Quieres que te maten o te detengan mientras los esperamos? —Se puso los auriculares y levantó el pulgar mirando al piloto.

El helicóptero se elevó instantáneamente y se dirigió hacia el oeste. El plan de emergencia estaba claro. Habían decidido salir de la ciudad y dejar el aparato entre los árboles. El control aéreo podría localizarlos si seguían volando, pero la Policía no conseguiría atraparlos antes de que hubieran cogido los coches que habían dejado en un aparcamiento a la salida de la ciudad.

Aunque, en ese momento, a Gallardo no le preocupaba tanto dónde iban como dónde habían estado.

La puerta de la terraza del hotel se abrió y salieron dos de los hombres que había contratado para que le ayudaran. Se quedaron quietos y observaron cómo se alejaba el helicóptero.

Unos segundos más tarde, los agentes de seguridad del hotel, flanqueados por oficiales de la Policía de Leipzig, aparecieron en escena. Unos amortiguados resplandores iluminaron ligeramente la oscuridad de la noche cuando se produjo un intercambio de disparos. Al acabar el tiroteo, los dos habían muerto.

Gallardo maldijo a Lourds en voz baja. Aquel tipo estaba teniendo una suerte increíble, pero ya arreglarían cuentas. La suerte no dura siempre. Se volvió hacia DiBenedetto.

—¿Has podido registrar la habitación de Lourds?

Este asintió y le entregó la bolsa en la que había metido todos los papeles y libros que había conseguido reunir.

Gallardo la inspeccionó. La mayoría de la información parecía tener relación con África Occidental y una tribu. Sonrió. Al menos tenían un destino si Lourds desaparecía.

—Tiene razón —dijo Lourds en voz baja—. Gallardo y sus hombres no han dejado de pisarnos los talones. Seguir en contacto con tu jefe puede ser peligroso.

Leslie le lanzó una mirada feroz.

—Ya sé que tiene razón, pero yo también la tengo. Sin la ayuda de mi empresa no estaríamos aquí ni podríamos continuar, a menos que penséis que podemos ir a dedo hasta Dakar.

Cuando se sentaron en un restaurante que estaba abierto toda la noche, Leslie tenía la cara colorada.

Gary flirteaba en el mostrador con la cajera. A ésta le había gustado la camiseta del grupo alemán de heavy metal que llevaba puesta. Pensó que el cámara lo estaba pasando mucho mejor que él.

—No, no creo que podamos ir a dedo a Dakar —aseguró finalmente.

—Bueno, al menos eso es algo.

—No creo que te estuviera acusando de habernos traicionado.

—Créeme, sé cuando me están acusando, y Natashya lo estaba haciendo.

—¿De verdad piensas que cree que ibas a arriesgar tu vida diciéndole a Gallardo y a sus matones dónde estábamos?

—Quizá deberías preguntárselo a ella. Tiene respuestas para todo. A lo mejor cree que el hecho de que me disparen satisface algún tipo de perversión que tengo.

Lourds frunció el entrecejo, odiaba estar en medio de una guerra de poder entre mujeres. Por un lado, podía ser peligroso para todos; por otro, en cualquier momento, podían unir fuerzas y arremeter contra él. En muchos sentidos, aquello le preocupaba más que le dispararan.

—Quizá podrías preguntarle a tu supervisor si puede enviarnos el dinero de otra forma.

—O quizá podrías llamar a Harvard y pedir que te subvencionen el viaje a Dakar —replicó Leslie, que cruzó los brazos sobre el pecho.

Lourds tomó un sorbo de té verde y meditó sobre ello. Casi se echa a reír. Seguramente tendría más posibilidades yendo a África a dedo. Sobre todo porque no podía explicar de qué trataba esa expedición.

—No, tienes razón. —Hizo una pausa—. Estamos en un aprieto. La cuestión es saber si deberíamos continuar, sabiendo que esa gente sigue ahí intentando asesinarnos.

—¿Quieres dejarlo todo ahora? ¿Olvidarlo ahora que hemos llegado hasta aquí? ¿Tienes idea del bombazo que puede ser? —continuó Leslie en voz más baja.

—Esto no es un juego, Leslie. Esa gente asesinó a una amiga mía y casi mata a otro. Sin contar todos los cadáveres que han ido dejando a su paso. ¿Te acuerdas de cómo mataron a tu productor?

—¿Quieres que queden sin castigo? —le preguntó Leslie—. ¿Quieres que consigan todo lo que persiguen? ¿No quieres recuperar los objetos?

—Esto es muy grande para nosotros. Necesitamos ayuda.

—En Alejandría fuimos a la Policía. ¿Te acuerdas? No hicieron nada. La única Policía que parece interesada en seguir con esto es Natashya.

—Tiene un interés personal, asesinaron a su hermana.

—Igual que tú. Llevan disparándote unos cuantos días. Casi matan a tu vecino. Si no hubieses estado allí el día que robaron la campana no habríamos entendido qué estaba pasando.

—Seguimos sin saberlo.

—Entonces, ¿por qué vamos a Dakar?

Lourds no contestó. Tenía razón, pero no tenía por qué admitirlo.

—No creo que sea simplemente porque te apetezca ir a África —dijo Leslie inclinándose más hacia él—. Crees que la respuesta está allí —aseguró manteniéndole la mirada—. Lo sabes.

Al ver el deseo de saber en sus ojos, sintió que su propia necesidad de comprender todo aquello se ponía al rojo vivo.

—Quizá.

—¿Por qué crees que está allí?

—Porque la cultura yoruba es la más antigua que hemos descubierto hasta el momento y porque hay indicios de que tuvieron esos instrumentos en algún momento. Si provienen de la misma zona, es razonable que pertenecieran a la civilización más antigua que conocemos.

—Entonces tenemos que ir.

—Puede que esos hombres nos estén esperando.

—Y también pueden estar esperándote en casa —intervino Natashya.

Lourds miró por encima del hombro y la vio de pie. Ni siquiera la había oído acercarse. Otro nefasto recordatorio de que estaba completamente desvalido ante esos peligrosos delincuentes.

—Le estaba diciendo a Leslie quedeberíamos ir a la Policía.

—La Policía quiere detenernos. Hay testigos que nos han visto disparar a hombres armados. Una comisaría municipal de Policía que permitiera ese tipo de cosas no inspiraría ninguna confianza. Han dado nuestra descripción en la radio y dicen que nos están buscando.

—Pues es fantástico —gruñó Leslie—. Imagino que sabrás que si lo que dices es verdad, intentar salir del país en avión, tren, barco o autobús es totalmente imposible.

—Lo sé. Sin embargo, he conseguido un coche con el que llegar hasta Francia.

—¿Por qué Francia? —preguntó Leslie.

—Porque allí no nos buscan. La Unión Europea no tiene fronteras, si vamos conduciendo no nos pararán al entrar en el país. Desde allí podremos comprar los billetes para Dakar.

Gary se alejó del mostrador, parecía un poco nervioso.

—He estado viendo la tele. Tienes razón, salimos en las noticias.

Lourds miró el televisor que colgaba en un rincón y vio parte de la película que había grabado la cámara de vigilancia del hotel durante el tiroteo. La Policía y los encargados del hotel no daban ningún detalle, pero se había confirmado la muerte de cuatro hombres.

—Has dicho que sólo habías matado a dos —la acusó Leslie.

—Y eso es lo que he hecho.

Aquellas palabras atrajeron la atención de algunos clientes.

Lourds cogió la mochila y salió del reservado.

—Entonces, damas y caballeros, no hay nada más que decir. Creo que será mejor que nos vayamos a otro sitio, antes de que venga la Policía.

Zona restringida de la biblioteca

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

—¿El cardenal Murani? Sí, está aquí. —La voz ronca de Beppe resonó en la silenciosa biblioteca.

Sentado a la mesa, Murani miraba el dibujo del hombre que ofrecía su mano derecha mientras sujetaba un libro en la izquierda. Esa imagen llevaba años en sus pensamientos.

«No —se corrigió—, no es la imagen, sino el libro».

Oyó pasos que se acercaban.

El cardenal Giuseppe Rezzonico siguió al bibliotecario hasta allí.

—Cardenal, tiene un invitado —dijo Beppe mostrando una desdentada sonrisa.

—Gracias, Beppe —dijo haciendo un gesto hacia una silla al otro lado de la mesa.

Rezzonico se sentó. Parecía que se acababa de levantar de la cama y que no estaba muy contento.

—Cueva número cuarenta y dos —dijo, estaba al día respecto a la exploración de las catacumbas.

—Ha resultado ser una cámara funeraria. Muy grande.

Murani no pudo contenerse.

—¿Quién está enterrado allí?

—No lo sabemos. Los guardias suizos nos han enviado imágenes digitales por Internet —le explicó entregándole una cámara—. Las he descargado aquí.

Murani la cogió y empezó a mirarlas rápidamente.

—Son ellos, los atlantes. Los que vivieron en el jardín —aseguró con voz ronca.

—Quizá.

Murani no podía creerlo. Miró a Rezzonico y se llenó de cólera.

—¿Cómo puedes dudarlo? Si tu fe fuera tan firme como debería de ser, sabrías que lo es.

—Es una cámara funeraria, es lo único que sabemos.

Tras comprobar el tamaño de los archivos digitales descubrió que tenían cinco
megabytes
cada uno. Podría ampliarlos mucho.

Se levantó sin decir palabra y fue hasta la parte de atrás de la habitación. Un equipo digital de alta tecnología ocupaba una pequeña zona de las estanterías.

Se sentó en una mesa, sacó la memoria SD-RAM de la cámara y la introdujo en el lector del ordenador. Con sólo apretar unas cuantas teclas abrió las imágenes.

—No he venido aquí paraesto. Tenemos quehablar —protestó Rezzonico.

—Te escucho, pero voy a mirarlas mientras hablamos —dijo Murani mientras examinaba las imágenes una por una y seguía al padre Sebastian hasta la cripta.

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