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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (33 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Dakar, Senegal

6
de septiembre de 2009

Lourds iba en el asiento del pasajero del Land Rover que habían alquilado en el Aeropuerto Internacional Dakar-Yoff-Léopold Sédar Senghor y observaba el cálido sol de la tarde que caía sobre la ciudad. El calor hacía que el ardiente asfalto brillara, a pesar de las gafas de sol.

Dakar es la ciudad más occidental de África; iban hacia ella desde el aeropuerto. El océano Atlántico bañaba las playas de arena blanca, flanqueadas por humildes casas rodeadas por algunos arbustos que ofrecían escasa sombra. Los pescadores y los turistas hollaban sus aguas.

La ciudad es una extraña mezcla de antigüedad y modernidad. Unos altos edificios acuchillan el cielo, pero está rodeada de casas pequeñas. La mayoría de ellas no dispone de las comodidades básicas. El pasado y el futuro se encuentran cara a cara.

—Imagino que no podemos ir en coche a la isla Gorée —comentó Gary, que estaba de buen humor.

—Cogeremos el trasbordador —aseguró Lourds.

—Todavía no nos has dicho por qué vamos allí.

—La lie de Gorée, como se la conocía en tiempos, tiene un pasado infame. Era un enorme mercado de esclavos que abastecía a todo el mundo. Miles de hombres, mujeres y niños eran llevados allí a la fuerza y subastados a compradores de prácticamente todas partes. A pesar de que Inglaterra y algún otro país declararon ilegal la esclavitud en su territorio, siempre había gente dispuesta a comprarlos aquí para venderlos en América y el Caribe.

—Eso no explica por qué vamos allí.

—Durante los muchos años en los que se subastaban esclavos, Gorée también se convirtió en un depósito de documentos y objetos. Maderas de barcos, tallas y cerámica africana, joyas… Todo lo que provenía de África se exponía allí.

—Me sorprende que no lo vendieran.

—De hecho lo hicieron. Con enormes ganancias. Gran parte de lo que en tiempos existió en las tierras en las que los traficantes de esclavos diezmaron a tribus enteras ha desaparecido en la actualidad. Culturas enteras se perdieron debido al tiempo y la codicia.

Gaviotas y garcetas revoloteaban por encima de las aguas gris azuladas. Un poco más allá, algunos cruceros y barcos de pesca entraban y salían del puerto.

—Pero eso es una vieja historia —continuó Lourds—. Las civilizaciones siempre se han alzado por encima de otras. En Inglaterra, los pictos fueron derrotados y masacrados por los romanos y tuvieron que refugiarse en las tierras altas escocesas. En América fueron los indios nativos. Muchas tribus fueron exterminadas conforme los colonizadores europeos iban extendiéndose por el continente. En la actualidad, los pocos que quedan se esfuerzan por aferrarse a su identidad cultural. La destrucción cultural es completa cuando la tradición de los pueblos a los que se arrasa es oral en vez de escrita. Cuando se asesina al narrador de una tribu que no tiene tradición escrita, esa cultura muere para siempre.

—¿Y qué esperas encontrar en esa isla? ¿Narradores? —preguntó Gary.

—Quiero investigar una leyenda muy interesante que leí en el Instituto Max Planck.

—¿Qué leyenda? —preguntó Natashya en ruso.

«Ah, la barrera del lenguaje —pensó Lourds—. Las personas bilingües siempre podemos utilizarla para aislarnos de los demás y señalar las diferencias entre nosotros y ellos».

—Se trata de una antigua leyenda —contestó en inglés-sobre un grupo de cinco instrumentos: una flauta, un laúd, un tambor, una campana y un címbalo, y de cómo se repartieron entre distintas culturas después de una inundación.

—¿Nuestra campana? —preguntó Leslie.

—¿El címbalo en el que trabajaba Yuliya? —inquirió Natashya en ruso.

—¿Qué inundación? —quiso saber Gary.

—Buenas preguntas, todas ellas. No sé si son la campana y el címbalo con los que hemos tenido contacto —admitió—, pero creo que es la dirección en la que iba Yuliya cuando estaba haciendo su investigación. Recordad que sabía que el címbalo no se había fabricado en Rusia.

—Creía que lo habían llevado unos mercaderes —apuntó Natashya en inglés, que evidentemente había decidido unirse al idioma que hablaban todos, ya que Lourds no iba a contestarle en el suyo.

—Correcto.

—Sólo que no tenía sentido, porque el címbalo no tenía ningún valor.

—Correcto igualmente. —Hizo una pausa—. Técnicamente hablando. ¿Qué pasaría si esos instrumentos tuvieran un precio que no estuviera relacionado con su valor intrínseco? ¿Y si estuvieran unidos a un desastre común?

—¿La inundación?

—Uno de los arquetipos más comunes de la mitología universal, presente en todas las culturas, es el diluvio. Además del de Noé, hay historias de diluvios en los sumerios, babilonios, escandinavos, aunque éstos lo relacionaban con un diluvio de sangre provocado por el gigante de hielo Ymir, irlandeses, aztecas y en muchos otros países. Los griegos contaban que el mundo llegaría a su fin con tres diluvios.

—Incluido el que inundó la Atlántida —apuntó Gary.

—En realidad no incluyen lo que Platón contó sobre el hundimiento de la Atlántida —le corrigió—. Era otra historia completamente diferente. En ella el mundo sobrevivía, aunque no la Atlántida. La del diluvio relacionado con los instrumentos era más importante. Mucho más.

—¿Crees que los instrumentos tienen relación con el Diluvio Universal? —preguntó Natashya—. ¿El diluvio de los hebreos que Dios envió para borrar el mal y la crueldad del mundo?

—La leyenda que leí no era muy clara, no estoy seguro. Es posible, pero tanto como que pueda ser otro diluvio… El mundo, en un momento o en otro, sufrió grandes diluvios que inundaron la mayoría de las grandes masas terrestres. Gran parte de Estados Unidos estuvo en tiempos bajo el mar. Los arqueólogos encuentran constantemente pruebas de vida marina prehistórica en los desiertos y terrenos baldíos en él oeste norteamericano. También algunas partes de Europa estuvieron bajo el agua. El esqueleto de una ballena apareció en una montaña de Italia.

—Pero los instrumentos… ¿Creesque están relacionados con ese diluvio? —preguntó Leslie.

—No lo sé. Es una leyenda muy antigua, proviene de una tradición oral que casi se ha perdido. No importa si tiene relación o no. Sólo quiero confirmar el mito que habla de esos instrumentos. Si lo consigo, me gustaría averiguar si hay algo más en esa narración aparte del trozo que conozco. Creo que puede ser importante.

Sagrado Colegio Cardenalicio

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

A pesar de que Murani llegó pronto a la reunión, fue el último en entrar. Vestía los hábitos de cardenal, que le atribuían el poder de su cargo, gracias a la virtud de la armadura de Dios.

Aquella habitación subterránea era casi un secreto en el Vaticano. Sólo un reducido grupo de personas tenía las llaves de las dos puertas que permitían el acceso a la estancia. Debido al enorme laberinto excavado bajo el Vaticano durante sus cientos de años de existencia, una buena parte en mal estado, aquellas habitaciones podían existir sin que nadie las conociera. De hecho era fácil que hubiera otras de las que nadie tuviera noticia.

Seguramente no hay lugar más privado en todo el mundo.

Unos soportes de pared sostenían linternas que teñían con un resplandor amarillo las paredes de piedra y la bruñida madera de la larga mesa que había en el centro. Se notaba que alguien la había limpiado cuando había encendido las linternas. Una espesa capa de polvo cubría el suelo de piedra y había espesas telarañas en los rincones. Aquella habitación nunca se había utilizado desde que Murani había ocupado su cargo.

Los treinta y tres hombres que había alrededor de la mesa eran miembros de la Sociedad de Quirino. Aunque no todos estaban allí.

Había acudido hasta el cardenal Lorenzo Occhetto. Estaba sentado a la cabecera con sus vestiduras frágil y envejecido que parecía un cadáver bien vestido. Hizo un gesto con la mano a Murani hacia la silla que había vacía a su izquierda.

—No, gracias. Si esto va a ser un interrogatorio, prefiero estar de pie.

Aquel comentario provocó hoscas miradas por parte de los cardenales.

—Tu falta de decoro está fuera de lugar —lo reprendió Occhetto con un seco susurro.

—En realidad —replicó Murani, que había elegido mostrarse desafiante—, la falta de decoro está fuera de lugar en todas partes. Es lo que la convierte precisamente en una falta de decoro.

—No quieras divertirte a nuestra costa —le reprochó Occhetto.

—No lo hago. Estoy enfadado —aseguró juntando las manos por detrás de la espalda, y echó a andar alrededor de la mesa sin dejar de mirar desafiante a todos los presentes.

—Siéntate —le ordenó Occhetto, aunque su débil voz carecía de autoridad.

—No. —Murani seguía insolentemente de pie, en un extremo de la mesa—. Esto es una farsa que ha durado demasiado tiempo. No permitiré que continúe.

—¿Que no lo vas a permitir? —explotó el cardenal Jacopo Rota. Tenía unos cincuenta de años y era famoso por su genio. Era un hombre grandote que había realizado trabajos manuales en su juventud y que seguía teniendo la musculatura que lo demostraba. Se levantó con ademán amenazador a la derecha de Occhetto.

—No, no lo permitiré —dijo Murani con voz calmada.

—Asesinaste al pobre Fenoglio y responderás ante Dios por eso —lo acusó Rota.

—Ante Dios quizá —replicó, aunque no lo creyera—, pero no ante ti.

—Entonces, ¿lo admites? ¿Admites que lo asesinaste? —preguntó Occhetto.

—¿Es la muerte de Fenoglio la primera que ha cometido la Sociedad de Quirino para proteger sus preciosos secretos?

—No ordenamos esa muerte, nosotros no asesinamos —dijo Emilio Sraffa, que apenas tenía treinta años. Era el más joven y, en opinión de Murani, el más inocente.

—Sí, sí que lo hacemos. Aunque todavía no hayas tomado parte en ningún asesinato.

Sraffa miró al resto de los cardenales para que alguien negara la acusación. Nadie lo hizo. Ninguno de ellos apartó la mirada de Murani. Todos lo sabían.

—Las vidas que ordenamos eliminar eran… —empezó a decir Occhetto.

—Eran de quienes considerabais un obstáculo a vuestros deseos —le interrumpió Murani, que se impuso sobre sus palabras—. Podéis justificarlo como queráis. Podéis decir que sólo habéis asesinado a los hombres que no eran verdaderas almas ante Dios. No me importa. Habéis asesinado. Muchas veces.

—Mataste a un sacerdote —le acusó Rota.

—Vuestro querido papa fue el que lo puso tras de mí mientras llevaba a cabo lo que todos vosotros tenéis miedo de hacer.

—No tenemos miedo a nada —aseguró Occhetto.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué dirige la excavación el padre Sebastian en vez de uno de vosotros?

Nadie contestó.

Lleno hasta rebosar de energía, cólera y sentido del deber, Murani seguía andando alrededor de la mesa.

—Os sentáis aquí en la oscuridad como viejas asustadas, en vez de haceros con el control de la Iglesia.

—Ése no es nuestro cometido —replicó Occhetto.

—Sí que lo es —lo contradijo Murani en voz alta—. ¿A quién más se le han confiado los secretos que custodiáis? El Papa que elegisteis ni siquiera era uno de nosotros. No conocía los textos sagrados. No sabía lo que sucedió realmente en el jardín del Edén hasta que se lo dijisteis.

—No podíamos elegir a uno de nosotros —comentó el anciano cardenal—. No tenemos suficientes votos en el Sagrado Colegio. No…

—No queréis que os descubran —aseguró Murani con saña—. Os conozco. Buscáis cobijo en la oscuridad como cucarachas.

—Siempre hemos trabajado en la sombra —aseguró Occhetto—. Hemos guardado nuestros secretos durante cientos de años y con decenas de papas.

—Vuestras acciones y elecciones han debilitado a la Iglesia. No protegíais los secretos, sino vuestras vidas.

—Estás yendo demasiado lejos —intervino Rota—. O te sientas y escuchas lo que tenemos que decirte, o te siento yo.

—No. —Cuando el hombre hizo ademán de levantarse, Murani sacó una pistola del abrigo y le apuntó al pecho—. No te muevas.

Los oscuros ojos de Rota brillaron desafiantes y se quedó como estaba, a medio camino de levantarse.

—¿Necesitas una prueba de que apretaré el gatillo? Acuérdate de Fenoglio, de lo que me estáis acusando. ¿Crees que me importa un cadáver más?

Rota se sentó frunciendo el entrecejo.

Murani mantuvo la pistola en la mano. Estaba de espaldas a la puerta, pero, algo ladeado, para poder ver si se abría. Aquella reunión era secreta, pero no sabía lo que podían haber contado sus compañeros de la sociedad. La Guardia Suiza siempre estaba cerca. Ningún lugar, por secreto que fuera, estaba a salvo.

—Mientras habéis estado a salvo en la Ciudad del Vaticano, cotorreando como críos, yo he estado trabajando. He estado en el mundo real y he descifrado algunos pasajes relacionados con los textos sagrados.

Aquello los cogió a todos por sorpresa.

—Mientes —lo acusó Occhetto.

—No, es la pura verdad. Existen cinco instrumentos que abrirán la última cámara, en la que se guardan los textos secretos.

—Todos lo sabemos.

—Tengo dos de ellos.

De repente la habitación se llenó con los murmullos de los cardenales. Occhetto levantó las manos e hizo que se callaran. Poco a poco, se hizo el silencio.

Murani miró a los hombres que tenía delante. El orgullo y el miedo recorrieron su cuerpo como una corriente eléctrica. Jamás se había atrevido a decir tanto de una forma tan clara. Ninguno de ellos lo había hecho.

—¿Dónde están los instrumentos? —preguntó Occhetto.

—Guardados. Donde pueda tenerlos a mi alcance.

—No son tuyos.

—Ahora sí, y pronto el resto también serán míos. —Estaba seguro de que Lourds conduciría a Gallardo hasta el resto o que quizá podría utilizar la campana y el címbalo para localizarlos. La voluntad divina no podía negarse y estaba convencido de que actuaba por su mediación.

—No sabes lo que estás haciendo. Si tienes los instrumentos, debes entregárnoslos —exigió Occhetto.

—¿Por qué? ¿Para que podáis encerrarlos en la oscuridad y que se pierdan? ¿Otra vez?

—No pueden estar juntos. Todo lo que hemos leído dice que Dios quería que estuvieran dispersos.

—Entonces, ¿por qué no los destruyó? ¿Por qué dejó que los encontrara?

—Eso es una herejía —lo acusó Rota.

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