El espia que surgió del frio (2 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El espia que surgió del frio
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Ascendido a primer secretario, David Cornwell ha sido trasladado a Hamburgo, donde recibe las primeras noticias del éxito de su última obra, muy pronto best-seller en los países anglosajones y luego en todo el mundo (en España se publicó en 1964). Recibe el premio Somerset Maugham y en 1965 una película de Martin Ritt, con Richard Burton como protagonista, multiplica su popularidad.
El espía que surgió del frío,
del que hasta hoy se han vendido unos veinte millones de ejemplares, le hace en poco tiempo rico y célebre, y en 1964 gracias a «John Le Carré» David Cornwell presenta su dimisión en el Foreign Office y se dedica a escribir.

El espía que surgió del frío
es como una deliberada inversión de los recursos novelescos de Fleming; en vez de lo excepcional y vistoso, lo vulgar y anodino; en vez de la brillantez ambiental, un decorado sucio y deprimente; en vez de la deportiva exaltación del eterno triunfador, el cansancio desengañado y la derrota íntima del que sabe que perderá; en vez de la fanfarria del erotismo, un amor triste y patético entre dos almas solitarias; en vez del espía-espectáculo, la anatomía moral de un hombre del oficio; en vez del colorido suntuoso, una atmósfera perennemente agrisada.

Todo el libro está bañado en una luz indecisa, con amaneceres, nieblas, crepúsculos, medias luces, o bien reina una oscuridad que rasga de pronto un resplandor amenazante y brutal; así, cuando empieza y termina la novela, de noche, con los reflectores que persiguen a los fugitivos, y el muro berlinés, «una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino». El gris y el frío —que se anuncia metafóricamente desde el mismo título—, un universo inhóspito y lleno de asperezas con una luz extraña y casi irreal, que a veces es la vulgaridad cotidiana y otras, cuando estalla en medio de las sombras, la mensajera de la muerte.

El
suspense
y la emoción se sirven, pues, de unos materiales modestísimos, y el uso que hace John Le Carré de esos elementos pobres tal vez sea lo mejor de la novela. Prosaísmo de casi todos los personajes, de las casas, el mobiliario, las palabras que dicen, las reacciones que tienen, distintas pero igualmente triviales y a menudo de una gran chabacanería mental a uno y otro lado del telón de acero. Y sin embargo, de todo eso surge una intriga apasionante, con la consabida sorpresa final, y vemos moverse, sufrir, matar y morir a seres de carne y hueso, con una fuerza dramática que estriba en el contraste de su adocenamiento y de lo crueles y mortíferos que pueden llegar a ser.

El escenario, soberbiamente descrito —que produce la desazón de lo visto mil veces sin darle importancia, y que de pronto cobra valor de testigo de la tragedia—, y esas figuras zarandeadas por una lucha que les rebasa, son los grandes aciertos del autor. Personas y cosas se imponen como evidencias, tienen un enorme poder sugestivo. Y si a esto se añade una prosa de una singular eficacia para retener nuestra atención, habrá que convenir que John Le Carré escribió una obra maestra del género de espionaje.

La salsa moral que adereza el relato, y que suele ser la que conmueve más al lector impresionable, es más sencillita. Se elude la división en buenos y malos, pero se resbala hacia una filosofía un tanto primaria, y la idea del individuo como un resorte ciego que mueven unos intereses superiores monstruosos e inhumanos hubiera tenido que perfilarse más. Ese complicado juego de las alturas (en esta esfera Control, con su cortés «sonrisa de leche aguada» y su aire de «clérigo sanguinario», está mejor intuido que su equivalente alemán) a veces roza la puerilidad.

En la guerra de los servicios secretos todos compiten en maquiavelismo, los ingleses con una gelidez distante y un poco irónica no exenta de cinismo, los comunistas alemanes con una terca brutalidad no menos despiadada, aunque un poco más primitiva. Entre unos y otros, sin más moral que la del «buen funcionamiento», la máquina, empujada por planes de una tortuosidad diabólica, tritura a los peones de esas jugadas de ajedrez internacional. Los más sinceros y simpáticos de esos peones, un alemán y una inglesa, ambos judíos y como predestinados por ello al sacrificio, estarán del lado de las víctimas absurdas, como innumerables comparsas de ambos lados que mueren sin grandeza ni razón.

El planteamiento, que se sale de unos moldes convencionales para caer en otros casi igual de previsibles, cuidando de pegar equitativamente a derecha e izquierda, hubiese podido ser más sutil y está por debajo del soberbio dominio de la narrativa que muestra el autor. Como en el mismo oficio de espía, aquí la habilidad cuenta muchísimo más que la causa a la que se sirve.

Está finalmente un magnifico protagonista. Alec Leamas, muy bien dibujado y humanizado; sin la juventud, el atractivo y la seguridad de los héroes de la epopeya moderna, cincuentón, algo plebeyo y rudo, divorciado (otra vida matrimonial deshecha, como la de su compañero George Smiley, que cruza fugazmente por este libro), solo y sin muchas ilusiones después de haber vivido la realidad de su trabajo; no poco escéptico por lo que respecta a los fines, pero tenaz y expertísimo en los medios, también con su corazoncito, aunque un poco acorazado. Ni guapo ni joven, ni rico ni infalible, ni siquiera feliz.

Leamas, un comediante que representa su propio papel, porque lo que le hacen fingir es tal vez su verdad más íntima, más que secretos políticos o técnicos, nos mostrará lo que le pasa por dentro; con él, la novela de espías, después de cumplir admirablemente con todas las reglas del género, nos deja frente a una reflexión que lo desborda: el hombre, su soledad y su desesperanza en un mundo demasiado cruel.

Carlos Pujol

I. Puesto de control

El americano ofreció a Leamas otra taza de café, y dijo:

—¿Por qué no se vuelve a dormir? Podemos telefonearle si aparece.

Leamas no dijo nada: se quedó mirando absorto por la ventana del puesto de control, a lo largo de la calle vacía.

—No irá a quedarse esperando aquí para siempre. Quizás venga en algún otro momento. Podemos conseguir que la Polizei se ponga en contacto con la Agencia, y usted estaría aquí de vuelta en veinte minutos.

—No —dijo Leamas—. Ya ha anochecido casi del todo.

—Pero no irá a quedarse esperando aquí siempre; ya lleva nueve horas de retraso.

—Si quiere irse, váyase. Se ha portado usted muy bien —añadió Leamas—; le diré a Kramer que se ha portado estupendamente.

—Pero ¿hasta cuándo va a esperar?

—Hasta que llegue.

Leamas se acercó a la ventana de observación y se situó entre los dos policías inmóviles, que apuntaban sus gemelos hacia el puesto de control oriental.

—Esperará a que oscurezca —murmuró Leamas—; lo sé muy bien.

—Esta mañana dijo usted que pasaría con los trabajadores.

Leamas se volvió hacia él.

—Los agentes no son aviones: no tienen horarios. Éste está perdido, viene huyendo: está aterrorizado. Mundt va en su busca, ahora, en este mismo instante. No le queda más que una probabilidad. Que elija su momento.

El otro —más joven— vaciló, queriendo irse, pero sin encontrar un momento oportuno para hacerlo.

Sonó un timbre en la caseta. Se quedaron esperando, súbitamente alertados. Un policía dijo en alemán:

—Un «Opel Rekord» negro, matrícula federal.

—No puede verlo a tanta distancia y tan a oscuras: lo dice a voleo —susurró el americano, y luego añadió—: ¿Cómo llegó a saberlo Mundt?

—Cierre el pico —dijo Leamas desde la ventana.

Uno de los policías salió de la caseta y avanzó hasta la barrera de sacos de arena, a sólo un paso de la señal blanca que cruzaba el camino, como la línea límite en un campo de tenis. El otro esperó hasta que su compañero estuvo acurrucado en la barrera detrás del catalejo; entonces bajó los gemelos, descolgó el casco negro de la percha detrás de la puerta y se lo encajó cuidadosamente en la cabeza. No se sabía dónde, en lo alto, por encima del puesto de control, los focos adquirieron vida de repente, lanzando espectaculares haces a la carretera que tenían delante.

El policía empezó sus comentarios. Leamas se los sabía de memoria.

—El coche se detiene en el primer control. Sólo un ocupante, una mujer. Acompañada a la caseta de los «vopos» para la comprobación de documentos.

Esperaron en silencio.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó el americano.

Leamas no contestó. Levantando los gemelos, miró fijamente hacia los controles de los alemanes orientales.

—Concluida la revisión de documentos. Pasa al segundo control.

—Señor Leamas, ¿es ése su hombre? —insistía el americano—. Tengo que llamar a la Agencia.

—Espere.

—¿Dónde está ahora el coche? ¿Qué hace?

—Control de moneda, aduana —cortó Leamas con brusquedad.

Leamas observó el coche. Había dos «vopos» junto a la puerta del conductor, uno entretenido en charlar y el otro algo apartado y esperando. Un tercer «vopo» vagaba en torno al auto. Se detuvo junto al portaequipajes, y luego volvió al lado del conductor. Quería la llave. Abrió el portaequipajes, miró dentro; lo cerró, devolvió la llave y caminó unos treinta metros hasta la carretera, donde, a medio camino entre los dos puestos de control enfrentados, estaba quieto un solitario centinela alemán oriental; una silueta agazapada, con botas y amplios pantalones en bolsa. Los dos se reunieron para hablar, conscientes de sí mismos en el resplandor de los focos.

Con ademán rutinario, hicieron señal con la mano al coche, se apartaron y volvieron a hablar. Por fin, casi de mala gana, dejaron que siguiera cruzando la línea hasta el sector occidental.

—¿Es un hombre al que espera, Leamas? —preguntó el americano.

—Sí, es un hombre.

Levantándose el cuello de la chaqueta, Leamas salió fuera, al frío viento de octubre. Entonces se acordó del grupo. Era algo que se le olvidaba aun dentro de la caseta; ese grupo de caras desconcertadas. La gente cambiaba, pero la expresión era la misma. Era como esa multitud inerme que se reúne en torno a un accidente de circulación, sin que nadie sepa cómo ha ocurrido, y si habría que retirar el cadáver. Humo o polvo se elevaba a través de los haces de los reflectores; un velo que se mecía constantemente entre los márgenes de luz.

Leamas anduvo hasta el coche y preguntó a la mujer.

—¿Dónde está?

—Fueron a por él, y echó a correr. Se llevó la bicicleta. No es posible que hayan sabido nada de mí.

—¿Dónde fue?

—Teníamos un cuarto junto a Brandenburgo, encima de un bar. Allí guardaba unas pocas cosas, dinero, papeles. Supongo que habrá ido allí. Luego se pasará.

—¿Esta noche?

—Dijo que vendría esta noche. A los demás, les han cogido a todos: Paul, Viereck, Ländser, Salomon. No ha durado mucho.

Leamas, pasmado, la miró un momento en silencio.

—¿Ländser también?

—Anoche.

Un policía se situó junto a Leamas.

—Tendrán que marcharse de aquí —dijo—. Está prohibido obstruir el punto de cruce.

Leamas se volvió a medias.

—¡Al demonio! —replicó bruscamente.

El alemán se puso rígido, pero la mujer dijo:

—Suba. Nos pondremos en marcha hasta la esquina.

Él subió a su lado, y se movieron lentamente por la carretera adelante hasta una bocacalle.

—No sabía que tuviera usted coche —dijo él.

—Es de mi marido —contestó ella con indiferencia—. Karl no le dijo nunca que yo estaba casada, ¿verdad? —Leamas se quedó silencioso—. Mi marido y yo trabajamos para una empresa de óptica. Nos mandan a que crucemos para hacer negocios. Karl sólo le dijo mi nombre de soltera. No quería que me mezclara con… con ustedes.

Leamas sacó una llave del bolsillo.

—Necesitará algún sitio donde quedarse… —dijo. Su voz sonaba sorda—. Hay un apartamento en Albrecht—Dürer—Strasse, junto al Museo, número 28 A. Encontrará todo lo que necesite. Le telefonearé cuando llegue allí.

—Me quedaré aquí con usted.

—Yo no me voy a quedar aquí. Váyase al piso. La llamaré. De nada sirve esperar ahora aquí.

—Pero él vendrá a este punto de cruce.

Leamas la miró sorprendido.

—¿Le dijo eso?

—Sí. Conoce a uno de esos «vopos», al casero. Quizá le ayude. Por ello eligió esta ruta.

—¿Y eso se lo dijo a usted?

—Confía en mí. Me lo contó todo.

—¡Demonios!

Le dio la llave y volvió a la caseta del puesto de control, resguardándose del frío. Los policías estaban musitando entre sí cuando él entró: el más corpulento le volvió la espalda ostensiblemente.

—Lo siento —dijo Leamas—, siento haberle pegado ese grito.

Abrió una cartera desgastada y hurgó en ella hasta que encontró lo que buscaba: una media botella de whisky. Con una cabezada, el de más edad aceptó; llenó hasta la mitad las tazas de café y las completó con café negro.

—¿Adónde ha ido el americano? —preguntó Leamas.

—¿Quién?

—El chico de la Intelligence americana; el que estaba conmigo.

—Era ya hora de acostarse —dijo el de más edad, y todos se rieron.

Leamas dejó la taza en la mesa y preguntó:

—¿Cuáles son sus instrucciones en cuanto a disparar para proteger a uno que se pase, a un hombre que huya corriendo?

—Sólo podemos hacer fuego para protegernos si los «vopos» disparan dentro de nuestro sector.

—¿Eso quiere decir que no pueden disparar hasta que el hombre haya pasado la divisoria?

El de más edad dijo:

—No podemos hacer fuego para protegernos, señor…

—Thomas —contestó Leamas—, Thomas.

Se estrecharon las manos, y los dos policías pronunciaron sus nombres al hacerlo.

—No podemos hacer fuego para protegernos. Ésa es la verdad. Nos dijeron que habría guerra si lo hiciéramos.

—Estupideces —dijo el policía más joven, envalentonado por el whisky—. Si no estuvieran aquí los aliados, a estas horas ya no habría muro.

—Tampoco habría Berlín —susurró el más viejo.

—Tengo un hombre que se pasa esta noche —dijo Leamas.

—¿Aquí? ¿En este punto de cruce?

—Es muy importante que salga. Los hombres de Mundt le persiguen.

—Todavía hay sitios por donde uno puede trepar —dijo el policía más joven.

—Él no es de ésos. Se abrirá paso con algún truco: tiene documentos, si es que todavía son válidos. Tiene una bicicleta.

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