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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (15 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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¿Pensáis que se remedie o se disminuya la avaricia de los grandes con leyes que les quiten la propiedad del suelo y la sucesión de bienes? Todo lo contrario: esas leyes irritarán su avaricia, aumentarán su codicia; cometerán vejaciones, porque no creerán verdaderamente suyo sino el oro y la plata que puedan robar y tener bien escondido.

Para que no se pierda todo, es bueno que la avidez del príncipe sea limitada por alguna costumbre. En Turquía se contenta, ordinariamente, con tomar el tres por ciento de las sucesiones de la gente baja. Pero como el Gran Señor le da a su milicia la casi totalidad de sus tierras y sigue disponiendo de ellas a medida de su voluntad, se apodera de todo lo que sus oficiales dejan al morir. Es el heredero universal porque cuando muere un hombre, aunque no sea funcionario del imperio, si no tiene hijos varones, hereda el príncipe la propiedad; las hembras no tienen más que el usufructo, y así la mayor parte de los bienes son poseídos a título precario.

Por la ley de Bantam, el rey hereda hasta la mujer, los hijos y la casa. Para eludir la más dura de las disposiciones de esta ley, no hay más remedio que casar a los hijos de ocho, nueve o diez años para que no formen parte de la herencia.

En los Estados que no tienen ley fundamental, no puede ser determinada y fija la sucesión del imperio. En ellos el monarca es electivo, unas veces en la familia. Inútil sería determinar que sucediera al déspota su hijo mayor, puesto que el padre elegiría al hijo que prefiriera. El sucesor es siempre designado, o por el príncipe o por sus ministros, o por la guerra civil. Una razón más que en las verdaderas monarquías es de perturbación y de disolución.

Todos los príncipes de la familia real tienen igual capacidad para que se les elija, de lo cual resulta algunas veces que al subir al trono hace degollar a sus hermanos, como en Turquía; o manda que se les saquen los ojos como en Persia; o que se les atormente hasta enloquecerlos, como en la Mongolia; o, si no se toman estas precauciones, cada sucesión a la Corona es una sangrienta guerra civil, como en Marruecos.

Según las constituciones de Moscovia
[33]
, el zar puede elegir por sucesor a quien mejor le parezca, sea o no de su familia. Esta manera de elegir monarca es origen de mil revoluciones y hace tan inseguro el trono como la sucesión es arbitraria. El orden de sucesión es una de las cosas que al pueblo más le interesa conocer, y el mejor es el que se ve más claro, como el nacimiento o cierta calidad. Con este régimen tienen una traba las intrigas, se apagan las ambiciones, se evitan pretensiones más o menos justificadas.

Cuando se ha establecido la sucesión por una ley fundamental, un solo príncipe es el sucesor; no tienen sus hermanos derecho alguno, real ni aparente, para disputarle la Corona. Imposible hacer valer, ni invocar, ni presumir siquiera la voluntad del padre. No hay, por consiguiente, para qué matar a los hermanos del rey ni a nadie.

Pero en los Estados despóticos, absolutistas, donde los hermanos del príncipe son a la vez sus esclavos y sus rivales, exige la prudencia que se les inutilice, que se les haga desaparecer, particularmente en los países mahometanos en que la religión considera la victoria o el éxito como un juicio de Dios; de suerte que en esos países nadie es soberano de derecho, sino sólo de hecho.

La ambición es más vehemente en los Estados en que los príncipes de la sangre saben que, si no suben al trono, han de ser asesinados o presos, que acá entre nosotros, donde los príncipes de la familia real gozan de consideraciones y ventajas, insuficientes quizá para satisfacer una ambición desmedida, pero suficientes para la satisfacción de los deseos moderados.

Los príncipes de los Estados despóticos han abusado siempre del maridaje. Toman para sí varias mujeres, sobre todo en la parte del mundo en que el despotismo se ha naturalizado, por decirlo así, que es Asia. Tienen tantos hijos, que no pueden quererlos a todos igualmente ni los hermanos quererse unos a otros
[34]
.

La familia reinante se asemeja al Estado: es demasiado débil y su jefe demasiado fuerte; parece extensa y se reduce a nada. Artajerjes exterminó a todos los hijos que conjuraron contra él. No es verosímil que cincuenta hijos conspiren contra su padre, pero menos verosímil es que se hubieran conjurado por no haber querido él cederle su concubina al hijo primogénito. Es más natural creer que todo fuera una de tantas intrigas de los serrallos de Oriente, lugares en que reinan la maldad, el artificio, la astucia bajo el secreto de la callada noche; recintos misteriosos en que el viejo soberano se torna cada día más imbécil y es el primer prisionero del palacio real.

Después de todo lo dicho, parecería natural que la naturaleza humana se revolviera con indignación y se sublevara sin cesar contra el gobierno despótico. Pues nada de eso: a pesar del amor de los hombres a la libertad y de su odio a la violencia, la mayor parte de los pueblos se han resignado al despotismo. Esta sumisión es fácil de comprender: para fundar un gobierno moderado es preciso combinar las fuerzas, ordenarlas, templarlas, ponerlas en acción; darles, por así decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerla en estado de resistir unas a otras. Es una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez y que rara vez dirige la prudencia. El gobierno despótico, al contrario, salta a la vista, es simple, es uniforme en todas partes; como para establecerlo basta la pasión, cualquiera sirve para eso.

CAPÍTULO XV
Continuación del mismo asunto

En los climas cálidos, que es donde ordinariamente reina el despotismo
[35]
, las pasiones se dejan sentir más pronto y se amortiguan antes
[36]
; el espíritu es más precoz; el peligro de disipar los bienes es menos grande; es menos frecuente el trato entre los jóvenes; los casamientos son tempranos: se puede ser mayor de edad mucho antes que en nuestros climas de Europa. En Turquía, la mayoridad comienza a los quince años
[37]
.

No puede haber cesión de bienes. En un régimen bajo el cual nadie tiene fortuna asegurada, la hipoteca es imposible; se presta a la persona más que a los bienes.

La cesión de bienes es cosa de los gobiernos moderados, singularmente de las Repúblicas, por la mayor confianza que se tiene en la probidad de los ciudadanos y por la blandura que debe inspirar una forma de gobierno que cada cual considera habérsela dado él mismo.

Si los legisladores de la República romana hubieran establecido la cesión de bienes, aquella República no hubiera pasado por tantas sediciones y luchas intestinas
[38]
; se habrían evitado muchos males, así como el peligro de ensayar tantos remedios.

La pobreza y la inseguridad de las fortunas es lo que naturaliza la usura en los Estados despóticos; aumenta el interés del dinero en proporción al peligro de perderlo. Por todos lados se va hacia la miseria en esos países desgraciados; todo falta en ellos, hasta el recurso de acudir al préstamo.

De eso proviene que un mercader no pueda hacer negocios; las operaciones comerciales son limitadísimas; si almacena muchas mercancías, pierde por los intereses del dinero más de lo que las mercancías le han de hacer ganar. Las leyes comerciales no se cumplen; se reducen a formalidades de simple policía.

El gobierno jamás podría ser injusto sin tener manos que hicieran las injusticias; ahora bien, esas manos trabajaron para sí. El peculado, por consiguiente, es natural en los Estados despóticos.

Siendo en ellos cosa corriente dicho crimen, las confiscaciones son en ellos útiles. Así se alivia al pueblo: el dinero que se saca de las confiscaciones es un tributo importante que el príncipe obtendría difícilmente de sus pobres y arruinados súbditos.

En los Estados moderados es diferente. Las confiscaciones harían las propiedades tan inseguras como en los Estados en que imperan la arbitrariedad y el despotismo; serían un despojo de hijos inocentes; por castigar a un culpable se acabaría con el bienestar de una familia entera. En las Repúblicas, las mismas confiscaciones harían el daño de destruir la igualdad, alma de aquéllas, al privar a un ciudadano de lo que necesita
[39]
.

Una ley romana quiere que no se confisque más que por crimen de
lesa majestad
. Sería muy cuerdo ajustarse al espíritu de esta ley, dejando las confiscaciones para ciertos crímenes
[40]
.

CAPÍTULO XVI
De la comunicación del poder

En el gobierno despótico, el poder se transmite o se comunica entero a la persona a quien se le confía. El visir es el déspota; cualquier funcionario es el visir. En el gobierno monárquico, el poder se aplica menos inmediatamente; el monarca no lo cede tan en absoluto y al darlo se puede decir que lo modera
[41]
. De tal suerte distribuye su autoridad, que siempre se queda él mismo con la mayor parte.

Por eso en la mayoría de los Estados monárquicos, los gobernadores de las ciudades no dependen tanto del gobernador de la provincia que no dependan más todavía del jefe del Estado; y los oficiales de las tropas no dependen tan exclusivamente del general en jefe que no dependan más aún del príncipe.

En la mayor parte de las monarquías se ha dispuesto, con acierto, que los que abarcan un mando un poco extenso no formen parte de ninguno de los cuerpos a sus órdenes; de manera que no teniendo mando sino por la voluntad particular del príncipe, se puede decir que están en servicio activo y no lo están, puesto que unas veces funcionarán y otras no, según lo que el príncipe disponga.

Esto es incompatible con la monarquía despótica, pues si en ésta hubiera algunos que sin tener empleo gozaran de títulos o prerrogativas, habría en el Estado hombres que serían grandes por sí, como si dijéramos por derecho propio, lo que no concuerda con la índole de este gobierno.

En este gobierno, la autoridad no puede ser discutida ni mermada; la del último de los magistrados es tan cabal y tan indiscutible como la del déspota. En las monarquías templadas hay una ley discreta y conocida; el más ínfimo de los magistrados puede ajustarse a ella; pero en las monarquías despóticas, donde no hay más ley que la voluntad del príncipe, ¿cómo ha de cumplirla el magistrado que ni la conoce ni puede conocerla? Ha de hacer él también su propia voluntad.

Y así es el despotismo.

CAPÍTULO XVII
De los presentes

Es de uso corriente en los países despóticos el no acercarse a un personaje de cierta elevación con las manos vacías; se hacen regalos
[42]
a los mismos reyes. El emperador del Mogol no recibe las peticiones de sus vasallos como antes no le den alguna cosa
[43]
. Estos príncipes corrompen sus propias gracias.

Todo esto debe suceder en un gobierno en que nadie es ciudadano; donde es general la idea de que el superior no debe nada al inferior; donde el primero no está obligado a nada ni hay más lazo entre los hombres que el castigo; donde, por último, es raro hacer peticiones y más todavía formular quejas.

En una República, los presentes son una cosa repugnante, porque la virtud no tiene necesidad de ellos. En una monarquía, el honor hace más odiosas aún tales ofrendas. Pero en un Estado despótico no existen el honor ni la virtud, por lo que todo se hace mirando a la utilidad y a las comodidades de la vida.

Pensando en republicano, quería Platón que se impusiera pena de muerte al que admitiera presentes por cumplir con su deber
[44]
.
No hay que tomar
, decía,
ni por las cosas buenas ni por las malas
.

Mala era la ley romana que permitía a los magistrados admitir presentes, con tal que no pasaran de una pequeña y determinada suma cada año. Aquel a quien no se le da nada, no desea nada; aquel a quien se le da algo, quiere más y luego quiere mucho.

CAPÍTULO XVIII
De las recompensas que el soberano da

En los gobiernos despóticos, en los cuales, como ya hemos dicho, lo que determina a obrar es la esperanza de las comodidades de la vida, el príncipe que recompense no puede hacerlo de otro modo si no dando dinero. En una monarquía regida por el honor, el monarca no recompensaría más que otorgando distinciones, si las distinciones que el honor ha establecido no engendraran el lujo que trae consigo mayores necesidades: recompensa, pues, con distinciones que lleven a la fortuna. Pero en una República en que la virtud es lo que impera, motivo que se basta a sí mismo y que excluye todos los demás, el Estado no recompensa más que dando testimonios de virtud.

Es regla general que la prodigalidad de recompensas en una monarquía y en una República es signo de decadencia, porque prueban que sus principios se han adulterado, se han corrompido; que la idea del honor ha perdido su poder, que la calidad de ciudadano importa poco.

Los peores emperadores romanos fueron los que dieron más, como Calígula, Claudio, Nerón, Vitelio, Comodo, Heliogábalo y Caracalla. Los mejores, como Augusto, Vespasiano, Antonino Pío, Marco Aurelio y Pertinax, no fueron nada pródigos. Con los buenos emperadores se restablecieron los principios: el tesoro del honor suplía a todos los demás tesoros.

CAPÍTULO XIX
Nuevas consecuencias de los principios de los tres gobiernos

No puedo resolverme a terminar este libro sin hacer algunas otras aplicaciones de mis tres principios.

PRIMERA CUESTIÓN. ¿Deben las leyes hacer obligatoria para los ciudadanos la aceptación de los empleos públicos? Digo que si en el régimen republicano, y que no en el monárquico. En el primero, las magistraturas son testimonios de virtud, depósitos que la patria confía a un ciudadano que se debe a ella, que debe consagrarle su vida, sus acciones y sus pensamientos; por consiguiente no puede rehusar los cargos públicos
[45]
. En el segundo, las magistraturas son patentes de honor; pero es tal la rareza del honor, que hay quien no lo quiere sino cuando le place.

El difunto rey de Cerdeña
[46]
castigaba a los que no admitían las dignidades, empleos y funciones del Estado. Sin saberlo, practicaba ideas republicanas; con todo, su manera de gobernar demuestra que no tenía semejantes intenciones.

SEGUNDA CUESTIÓN. ¿Es buena máxima la de que pueda obligarse a un ciudadano a aceptar en la milicia un empleo inferior al que ha tenido? Entre los Romanos se veía con frecuencia que un capitán pasara luego a servir a las órdenes de su propio teniente
[47]
. Como que en las Repúblicas, la virtud exige que se haga por el Estado un sacrificio continuo de la conveniencia personal; pero en las monarquías no permite el honor, verdadero o falso, lo que se llama en ellas una degradación.

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