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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (11 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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Hay sin embargo una cosa que puede oponerse alguna vez a la voluntad del príncipe: la religión. Abandonará un hombre a su padre y aún lo matará si el príncipe lo ordena; pero no beberá vino aunque el príncipe quiera y se lo mande; los mandamientos de la religión tienen más fuerza que los mandatos del príncipe, como dados para el príncipe al mismo tiempo que para los súbditos. Pero no es lo mismo en cuanto al derecho natural: se supone que el príncipe deja de ser un hombre.

En los gobiernos monárquicos y moderados está el poder contenido por lo que es su resorte, quiero decir que lo limita el honor; el honor, que reina cual en monarca sobre el príncipe y sobre el pueblo. Allí no valen las leyes de la religión, porque eso parecería ridículo; se invocarán continuamente las leyes del honor. De aquí las modificaciones necesarias en la obediencia; el honor tiene rarezas y la obediencia ha de ajustarse a todas.

Aunque las maneras de obedecer son diferentes en ambas formas de gobierno, el poder es el mismo. A cualquier lado que el monarca se incline, inclina la balanza y es siempre obedecido. La única diferencia es que en las monarquías templadas es más ilustrado el príncipe y sus ministros son mucho más hábiles que en los gobiernos despóticos.

CAPÍTULO XI
Reflexiones sobre todo esto

Quedan explicados los principios de los tres gobiernos. Lo dicho no significa, ciertamente, que en toda República haya más virtudes, sino que debe haberlas. Tampoco prueba que en toda monarquía reine el honor y que en cualquier estado despótico el temor impere, sino que será imperfecta la monarquía sin honor y lo será también, sin temor, el régimen despótico.

LIBRO IV
Las leyes de la educación deben ser relativas a los principios de gobierno
CAPÍTULO I
De las leyes de la educación

Las leyes de la educación son las primeras que recibimos. Y como son ellas las que nos preparan a la ciudadanía, cada familia en particular debe ser gobernada con el mismo plan de la gran familia que las comprende a todas.

Si el pueblo, en general, tiene un principio, las partes que lo componen, esto es, las familias, lo tendrán también. Luego las leyes de la educación no pueden ser las mismas, sino diferentes en cada forma de gobierno: en las monarquías tendrán por regla el honor; en las Repúblicas tendrán la virtud por norma; en el despotismo su objeto será el temor
[1]
.

CAPÍTULO II
De la educación en las monarquías

En las monarquías, no es en las escuelas públicas donde recibe la infancia la principal educación; puede decirse que ésta empieza cuando al salir de la escuela se entra en el mundo, verdadera escuela de lo que se llama
honor
, ese maestro universal que a todas partes debe conducirnos.

Es en el mundo donde se ve y se oye decir estas tres cosas:
Que ha de haber nobleza en las virtudes, franqueza en las costumbres, finura en los modales
.

Las virtudes que la sociedad nos muestra no son tanto las que debemos a los demás como las que nos debemos a nosotros mismos; no son tanto las que nos asemejan a nuestros conciudadanos como las que de ellos nos distinguen. No se miran las acciones de los hombres por buenas sino por bellas; no por justas, sino por grandes; no por razonables, sino por extraordinarias.

En cuanto el honor ve en ellas algo de nobles, él es el juez que las halla legítimas o el sofista que las justifica.

Permite la galantería cuando se une a la idea de los sentimientos del corazón, o a la idea de conquista, y esta es la razón por la cual las costumbres no son jamás tan puras en las monarquías como en las Repúblicas.

También permite la astucia, cuando se junta a la idea de la grandeza del ingenio o de la grandeza del asunto, como en la política; hay en política ardides y habilidades que no ofenden al honor.

No prohíbe la adulación cuando persigue un objeto grande, sino cuando es hija de la bajeza del adulador.

Respecto a las costumbres, ya he dicho que la educación de las monarquías les da cierta franqueza. Gusta la verdad en los discursos; pero ¿es por amor a la verdad? Nada de eso. Gusta, porque el hombre acostumbrado a decirla parece más franco, más libre, más osado. En efecto, un hombre así parece atenerse a las cosas y no a la manera como otro las recibe.

Esto es lo que hace que se recomiende esta clase de franqueza tanto como se desprecia la del pueblo, que no tiene por objeto sino la simple verdad.

La educación en las monarquías exige cierta política en los modales. Y se comprende bien: los hombres nacidos para vivir juntos, han nacido también para agradarse; y el que no observara las conveniencias usuales entre las personas con quien vive, se desacreditaría completamente y se incapacitaría para alternar.

Pero no suele ser de tan pura fuente de donde la finura se origina. Se origina del deseo de distinguirse, del anhelo de brillar. Somos pulidos por orgullo; nos lisonjea tener modales políticos, los cuales prueban que no hemos vivido entre gentes ordinarias.

En las monarquías, la finura está en la corte como naturalizada. Un hombre excesivamente grande hace a los demás pequeños, de ahí las consideraciones que se guardan todos entre sí; de eso nace la política, lisonjera para todo el mundo, pues hace entender a cada uno que se está en la Corte o que se es digno de estar.

El ambiente de la Corte consiste en desprenderse de la grandeza propia y adquirir una grandeza prestada. Esta última satisface más a un cortesano que la suya propia. Le da cierta modestia superior que se extiende a distancia, modestia que disminuye a proporción que se aleja de la fuente.

Se encuentra en la Corte una delicadeza de gusto para todo, que proviene del uso continuo de las superfluidades inherentes a una gran fortuna, de la variedad y abuso de los placeres, de la multiplicidad y aún confusión de caprichos, los cuales son siempre bien recibidos cuando son agradables.

Por todas estas cosas, la
educación cortesana
, llamémosla así, tiende a formar lo que se llama
un hombre correcto, fino y pulido
, con todas las virtudes exigibles en esta forma de gobierno (la monarquía moderada).

El honor, que en esta clase de gobierno se mezcla en todo y se encuentra en todas partes, entra por consecuencia en todas las maneras de pensar y de sentir e influye hasta en los principios.

Ese honor extravagante hace que las virtudes no sean como él las quiere; introduce reglas suyas en todo y para todo; extiende o limita nuestros deberes según su fantasía, lo mismo los de origen religioso que los de orden político o moral.

En la monarquía no hay nada como las leyes; la religión y el honor prescriben tan terminantemente la sumisión al príncipe y la ciega obediencia a lo que él mande, pero el mismo honor le dicta al príncipe y nos dice a todos que un monarca no debe mandarnos nunca un acto que nos deshonre, puesto que, deshonrados, estaríamos incapacitados para su servicio.

Crillón se negó a asesinar al duque de Guisa, pero le ofreció a Enrique III que se batiría con él. Después de la noche de San Bartolomé, les escribió Carlos IX a los gobernadores de todas las provincias diciéndoles que hicieran matar a los hugonotes; y el vizconde de Orte, que mandaba en Bayona, le escribió al rey:
Señor: no he encontrado aquí, ni entre los habitantes ni entre los hombres de guerra, más que dignos ciudadanos y valientes soldados; ni un solo verdugo. Por lo tanto, ellos y yo suplicamos a vuestra majestad que emplee nuestros brazos y nuestras vidas en cosas hacederas
. Aquel grande y generoso valor miraba la cobardía y el asesinato como cosas imposibles.

Lo primero que el honor prescribe a la nobleza es servir al príncipe en la guerra; en efecto, la militar es la profesión más distinguida, porque sus trances y riesgos, sus triunfos y aún sus desgracias conducen a la grandeza. Pero esta ley impuesta por el honor, queda al arbitrio del honor; si en la guerra se le exige lo que le repugne, el mismo honor exige o permite la retirada al hogar.

El honor quiere que se pueda, indistintamente, aspirar a los empleos o rehusarlos; y tiene en más esta libertad que la fortuna.

El honor tiene sus reglas, y la educación está obligada a conformarse a ellas. Los principios fundamentales son:

Primero, que podemos hacer caso de nuestra fortuna, pero no de nuestra vida.

Segundo, que cuando hemos alcanzado una categoría, no debemos hacer nada que nos haga parecer inferiores a ella.

Tercero, que las cosas prohibidas por el honor han de sernos más rigurosamente prohibidas cuando las leyes no concurren a la prohibición; como asimismo las que el honor exige son más obligatorias si no las pide la ley.

CAPÍTULO III
De la educación en el gobierno despótico

En las monarquías, la educación procura únicamente elevar el corazón; en los Estados despóticos, tiende a rebajarlo; es menester que sea servil. La educación servil es un bien en los Estados despóticos, aun para el mando, ya que nadie es tirano sin ser a la vez esclavo.

La obediencia ciega supone crasa ignorancia, lo mismo en quien la admite que en el que la impone. El que exige una obediencia extremada no tiene que discurrir ni que dudar: le basta con querer.

En los Estados despóticos es cada casa un reino aparte, un imperio separado. La educación que consiste principalmente en vivir con los demás, resulta en consecuencia muy limitada: se reduce a infundir miedo y a enseñar nociones elementales de religión.

El saber sería muy peligroso, la emulación funesta; en cuanto a las virtudes, ya dijo Aristóteles
[2]
que no cree que puedan tener ninguna los esclavos; lo que limita aun más la educación en esta clase de gobierno.

Quiere decir que donde existe el régimen despótico la educación es nula. Es preciso quitarlo todo para después dar algo; hacer lo primero una mala persona para hacer de ella un buen esclavo.

¿Y para qué esmerar la educación, formando un buen ciudadano que tomará parte en la común desdicha? Si se interesaba por la cosa pública, sentiría tentaciones de aflojar los resortes de gobierno: lográndolo, se perdía; no lográndolo, se exponía a perderse él, a perder al príncipe y a acabar con el imperio.

CAPÍTULO IV
Diferentes efectos de la educación en los antiguos y entre nosotros

La mayor parte de los pueblos antiguos vivían en regímenes que tenían por principio la virtud; y cuando ésta alcanzaba su máximo vigor, hacían cosas que ahora no se ven y que asombran a nuestras almas ruines. Su educación tenía otra ventaja sobre la nuestra: no se desmentía jamás. Epaminondas, al final de su existencia, hacía, decía, escuchaba, veía las mismas cosas que en la edad en que empezó a instruirse.

Hoy recibimos tres educaciones diferentes o contrarias: la de nuestros padres, la de nuestros maestros, la del mundo. Lo que nos enseña la última destruye todas las ideas aprendidas en las otras dos. Esto viene, en parte, del contraste que vemos entre las enseñanzas de la religión y las del mundo: contraste que no conocieron los antiguos
[3]
.

CAPÍTULO V
De la educación en el gobierno republicano

En el régimen republicano es en el que se necesita de toda la eficacia de la educación. El temor en los gobiernos despóticos nace espontáneamente de las amenazas y los castigos; el honor en las monarquías lo favorecen las pasiones, que son a su vez por él favorecidas; pero la virtud política es la abnegación, el desinterés, lo más difícil que hay.

Se puede definir esta virtud diciendo que es el amor a la patria y a las leyes. Este amor, prefiriendo siempre el bien público al bien propio, engendra todas las virtudes particulares, que consisten en aquella preferencia.

Y es un amor que sólo existe de veras en las democracias, donde todo ciudadano tiene parte en la gobernación. Ahora bien, la forma de gobierno es como todas las cosas de este mundo: para conservarla es menester amarla.

Jamás se ha oído decir que los reyes no amen la monarquía ni que los déspotas odien el despotismo. Así los pueblos deben amar la República; a inspirarles este amor debe la educación encaminarse. El medio más seguro de que sientan este amor los niños es que lo tengan sus padres.

El padre es dueño de comunicar sus conocimientos a los hijos; más fácilmente puede transmitirles sus pasiones.

Si no sucede así, es que lo hecho en el hogar paterno lo han destruido impresiones recibidas fuera del hogar.

La generación naciente no es la que degenera; si se corrompe, es que los hombres maduros estaban ya corrompidos.

CAPÍTULO VI
De algunas instituciones de los griegos

Los antiguos griegos, penetrados de la necesidad de que los pueblos que tenían gobierno democrático se educaran en la virtud, se la inspiraron creando instituciones singulares. Cuando veis en la vida de Licurgo las leyes que dio a los Lacedemonios, creéis estar leyendo la historia de los Sevarambos
[4]
. Las leyes de Creta sirvieron de pauta a las de Lacedemonia y las de Platón las corrigieron.

Ruego que se fije la atención en el alcance del genio que necesitaron aquellos legisladores para ver que, poniéndose en contradicción con todas las usanzas admitidas y confundiendo los vicios con las virtudes, mostrarían al universo toda su sabiduría. Al mezclar y confundir Licurgo el robo con el sentimiento de justicia, la más penosa esclavitud con la mayor libertad, la dureza de alma con la moderación, le dio a la ciudad la estabilidad que perseguía
[5]
.

Creta y Laconia fueron gobernadas por estas mismas leyes. Creta
[6]
fue la última presa de Roma. Los Samnitas, que tuvieron las mismas instituciones, dieron mucho que hacer a los Romanos
[7]
.

Las cosas extraordinarias que se veían en las inst1tuciones de los Griegos las hemos visto en la corrupción moderna. Un moderno y honrado legislador ha formado un pueblo cuya probidad parece tan natural como la bravura entre los Espartanos
[8]
; Penn es otro Licurgo. Aunque el primero se proponía la paz y el objetivo del segundo era la guerra, se asemejaban en la vía que adoptaron uno y otro, en el ascendiente que lograron, en las preocupaciones que vencieron, en las pasiones que supieron domeñar.

El Paraguay puede suministrarnos otro ejemplo. Se ha criticado a la
Sociedad
[9]
por diferentes razones; pero siempre será una bella cosa el gobernar a los hombres haciéndolos felices. Es una gloria para ella el haber llevado a aquellos países, con la idea de religión, la idea de humanidad. Enmendaron la plana a los conquistadores, que habían sembrado allí la desolación inexorable.

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