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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (14 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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Esos magistrados tiránicos son en la aristocracia lo que la censura en la democracia, que, por su índole, no es menos independiente. En efecto, los censores no deben ser perseguidos por lo que hayan hecho durante su censura; es menester darles confianza para que nada teman. Los Romanos eran admirables; a todos los magistrados se les podía pedir razón de su conducta, excepto a los censores
[18]
.

Dos cosas resultan perniciosas en el régimen aristocrático: la pobreza extremada de los nobles y su riqueza excesiva. Para evitarles que caigan en la pobreza, debe obligárseles desde su juventud, entre otras cosas, a pagar sus deudas. Para que sus riquezas no crezcan de una manera inmoderada, hacen falta disposiciones discretas e insensibles: nada de confiscaciones, de leyes agrarias, de abolición de deudas, medidas que producen infinitos males.

Para impedir que las fortunas de los nobles aumenten de una manera excesiva, debe suprimir la ley el derecho de primogenitura; no habiendo mayorazgos, el continuo reparto de las herencias equilibra las fortunas. Igualmente deben abolirse las substituciones y las adopciones, como todos los medios inventados para perpetuar la grandeza de las familias en los Estados monárquicos.

Cuando las leyes han igualado las familias, todavía les falta mantener la unión entre ellas. Las diferencias entre los nobles deben zanjarse con la mayor prontitud; sin esto, la contienda que surja entre dos personas se transformará en peligrosa contienda entre familias. Para que no haya pleitos o para cortarlos, se debe recurrir al arbitraje.

No conviene que las leyes favorezcan las distinciones que entre familias crea la vanidad, por si la nobleza de cada una es más o menos antigua o por otras cosas de índole particular: son pequeñeces que sólo importan a los interesados.

Basta dirigir una mirada a Lacedemonia, para ver cómo los
éforos
supieron mortificar las flaquezas de los reyes
[19]
, las de los grandes y las del pueblo.

CAPÍTULO IX
Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierno en la monarquía

Siendo el honor el principio fundamental de este gobierno, las leyes deben referirse a él.

Es necesario que ellas concurran a sostener la nobleza, de la que el honor puede decirse que es el hijo y el padre.

Es necesario igualmente que la hagan hereditaria; no para que sean un límite que separe el poder del príncipe de la humildad del pueblo, sino para ser el lazo entre los dos.

Las substituciones, que conservan los bienes en las familias, serán muy útiles en este gobierno aunque no convengan en los otros.

El parentesco, el linaje, dará el derecho de recabar para las familias nobles las tierras enajenadas por la prodigalidad de algún pariente.

Las tierras nobles tendrán especiales privilegios, como las personas. Así como no se puede separar la dignidad del monarca de la del reino, tampoco se puede separar la dignidad del noble de la del feudo.

Estas son prerrogativas peculiares de la nobleza, que no se harán extensivas al pueblo para no disminuir la fuerza de la nobleza y la del pueblo, si se ha de mantener el principio de la monarquía.

Las substituciones dificultan el comercio; las apelaciones al linaje provocan una infinidad de pleitos inevitables; y todos los terrenos vendidos carecen de dueño en cierto modo durante un año. Las prerrogativas de los feudos dan un poder muy pesado para los que las sufren. Son inconvenientes particulares de la institución, que desaparecen ante la utilidad general que ella procura. Pero extendiendo al pueblo iguales prerrogativas, se falta a los principios inútilmente.

En las monarquías puede permitirse que pase a un solo hijo la mayor parte de los bienes; pero no es bueno permitirlo más que en ellas.

Es necesario que las leyes protejan todo comercio, para que puedan los súbditos, sin perecer, dar satisfacci6n a las crecientes necesidades del príncipe y de su corte.

No es menos indispensable cierto orden en la manera de imponer tributos, orden que será establecido por las leyes para que la manera de cobrarlos no sea más pesada que el tributo mismo.

El exceso en la tributación produce un exceso de trabajo; este exceso abruma; el cansancio origina la pereza.

CAPÍTULO X
De la prontitud de ejecución en la monarquía

El gobierno monárquico ofrece una gran ventaja sobre el republicano: llevando la dirección uno solo, es más rápida la ejecución. Pero como esta rapidez pudiera degenerar en precipitación, es necesario que las leyes establezcan cierta lentitud. No deben solamente favorecer la naturaleza de cada constitución, sino remediar también los abusos que pudieran resultar de aquella naturaleza.

El cardenal de Richelieu
[20]
quiere que se eviten en la monarquía las espinas de la colaboración, de la que provienen todas las dificultades. Si aquel hombre no hubiera tenido el despotismo en su corazón, lo hubiera tenido en la cabeza.

Los cuerpos que son depositarios de las leyes nunca proceden mejor que cuando van despacio, poniendo en los asuntos del príncipe la reflexión que no puede esperarse de la Corte por su desconocimiento de las leyes del Estado y la impremeditación de sus consejos
[21]
.

¿Qué hubiera sido de la más bella monarquía del mundo, si los magistrados con su lentitud, sus lamentos y sus ruegos no hubieran paralizado hasta las virtudes mismas de sus reyes, cuando estos monarcas, no consultando más que su alma grande querían premiar sin medida servicios prestados con un valor y una fidelidad igualmente sin medida?

CAPÍTULO XI
De la excelencia del gobierno monárquico

El gobierno monárquico le lleva una gran ventaja al gobierno despótico
[22]
. Estando en su naturaleza la existencia de cuerpos que se interesan por la constitución, el Estado es más fijo, la constitución más firme, la persona de los que gobiernan más asegurada.

Cicerón
[23]
cree que la creación de los tribunos en Roma fue la salvación de la República.
En efecto
, dice,
la fuerza del pueblo que no tiene jefe es más terrible. Un jefe siente su responsabilidad, y piensa; pero el pueblo en su ímpetu no conoce el peligro a que se lanza
. Puede aplicarse esta reflexión a un Estado despótico, el cual es como un pueblo sin tribunos, y a una monarquía, en la que el pueblo tiene algo equivalente en cierta manera a los tribunos.

Efectivamente, siempre se ve que en los movimientos del gobierno despótico, el pueblo, guiado por sí mismo, lleva las cosas tan lejos como pueden ir; todos sus desórdenes son extremados, en tanto que en las monarquías rara vez son llevados al exceso. Los jefes temen por sí mismos; tienen miedo de ser abandonados; los poderes intermedios no quieren que el pueblo se les ponga encima. Es raro que las órdenes y corporaciones estén enteramente corrompidas. El príncipe tiene apego a esas órdenes; y los sediciosos no teniendo ni la voluntad ni la esperanza de derribar el Estado, no pueden ni quieren derribar al príncipe.

En tales circunstancias, las gentes de autoridad y cordura se entrometen; se adoptan acuerdos, temperamentos, arreglos; se corrige lo que ha menester, y las leyes recuperan su vigor y se hacen escuchar. Así nuestras historias están llenas de guerras civiles sin revoluciones, y las historias de los Estados despóticos están llenas de revoluciones sin guerras civiles.

Los que han escrito la historia de las guerras civiles de algunos Estados, y aun los que las fomentaron, prueban de sobra hasta qué punto la autoridad que los príncipes conceden a ciertas órdenes para su mejor servicio dista de serles sospechosa; no debe serlo, puesto que, aún extraviadas, no suspiran más que por las leyes y por su deber, retardando el ímpetu de los facciosos, conteniéndolo más bien que dándole ayuda
[24]
.

El cardenal Richelieu, pensando tal vez que había rebajado mucho las órdenes del Estado, recurrió para sostenerlo a las virtudes del príncipe y de sus ministros
[25]
; exigió de ellos tantas cosas que, a la verdad solamente un ángel podía reunir tanto saber, tanta firmeza, tantas luces; y es difícil esperar que desde hoy hasta la disolución de las monarquías pueda haber ni príncipe ni ministros semejantes.

Como los pueblos que viven sometidos a un buen régimen son más felices que los que viven sin reglas, sin jefes y errantes por los bosques, así los monarcas sometidos a leyes fundamentales de su Estado son más felices que los príncipes despóticos, desprovistos de todo lo que pudiera normalizar el corazón de sus pueblos y aun el suyo.

CAPÍTULO XII
Continuación del mismo tema

No se busque magnanimidad en un Estado despótico
[26]
; el príncipe no puede dar una grandeza que él no tiene; en él no hay gloria que comunicar.

Es en las monarquías donde el príncipe comunicará a sus súbditos la gloria que él esparce alrededor de sí; es en ella donde cada uno, teniendo mayor espacio, puede ejercer las virtudes que dan al alma, no independencia, pero sí grandeza.

CAPÍTULO XIII
Idea del despotismo

Cuando los salvajes de Luisiana quieren fruta, cortan el árbol por el pie y la cogen. He aquí el gobierno despótico
[27]
.

CAPÍTULO XIV
Cómo las leyes corresponden al principio en el gobierno despótico

El gobierno despótico tiene por principio el temor: para pueblos tímidos, ignorantes, rebajados, no hacen falta muchas leyes.

Todo gira en torno de dos o tres ideas: ni hacen falta más. No hay para qué dar leyes nuevas. Cuando se quiere domesticar un animal, se evita el hacerle cambiar de amo, de lecciones, y de actitud; se le impresiona con dos o tres movimientos, y no más.

El príncipe que, encerrado, vive entregado al deleite, no puede salir de su morada sin disgustar a todos los que en ella le retienen. Les asusta la idea de que vayan a otras manos su persona y su poder
[28]
. A la guerra no suele ir en persona, y tampoco se fía de sus lugartenientes.

Un príncipe así, acostumbrado en su palacio a no encontrar ninguna resistencia, ni concibe que se la opongan con las armas en la mano; cuando la encuentra se indigna y hace la guerra guiado por la ira y la venganza, nunca por la idea de gloria, puesto que no la tiene. Así resultan las guerras en su furor primitivo y el derecho de gentes menos efectivo que en ninguna parte.

Semejante príncipe tiene tantos defectos que sería temerario dejar ver su estupidez natural. Vive encerrado y no se le conoce. Por fortuna los hombres en ese país son tales, que les basta un nombre para que los gobierne.

Carlos XII, al encontrar alguna resistencia en el Senado de Suecia, escribió que le enviaría una de sus botas para mandar. Aquella bota hubiera mandado como un rey despótico.

Si cae prisionero el príncipe, se le da por muerto; otro ocupa el trono. Todos los tratados que haya hecho el prisionero son nulos, pues el sucesor no los ratificaría. En efecto, como él es el Estado, las leyes, el soberano y todo, en cuanto deja de serlo ya no es nada; si no se le diera por muerto, quedaría el Estado destruido.

Una de las cosas que decidieron a los turcos a hacer la paz con Pedro I solamente, fue que los Moscovitas le dijeron al visir que en Suecia habían puesto un nuevo rey en el trono
[29]
.

La conservación del Estado no es más ni menos que la conservación del príncipe, o más bien la del palacio donde él se encierra. Todo lo que no amenace directamente a ese palacio o a la ciudad capital, no impresiona poco ni mucho a los espíritus ignorantes, orgullosos, mal predispuestos; y en cuanto al encadenamiento de los sucesos, no pueden seguirlo, ni preverlo, ni siquiera pensar en semejante cosa. La política, sus resortes y sus reglas tienen que ser muy limitados; el gobierno político es tan simple en un Estado despótico cual su gobierno civil
[30]
.

Todo se reduce a conciliar la gobernación política y civil con la gestión doméstica, a los funcionarios del Estado con los del serrallo.

Un Estado semejante se encontraría en la mejor situación si pudiera estar o ser mirado como solo en el mundo; si estuviera rodeado de desiertos y completamente separado de los pueblos que él llamaría bárbaros
[31]
. No pudiendo contar con la milicia, será bueno que destruya una parte de sí mismo. Como el principio del gobierno despótico es el temor, su objetivo es la tranquilidad; pero eso no es la paz, que es el silencio de ciudades expuestas siempre a ser ocupadas por el enemigo.

No estando la fuerza en el Estado, sino en el ejército que lo fundó, es preciso conservar ese ejército para sostén y defensa del Estado; pero ese ejército es una constante amenaza para el príncipe. ¿Cómo, pues, conciliar la seguridad del Estado con la del déspota?

Ved, os lo ruego, de qué industria se vale el gobierno moscovita, deseoso de salir del despotismo, para él más pesado que para los mismos pueblos. Ha licenciado una gran parte de las tropas, ha rebajado las penas señaladas para los delitos, ha constituido tribunales, se ha empezado a conocer las leyes, se instruye a los pueblos. Pero hay causas particulares que traerán de nuevo, probablemente, el mal que se quisiera suprimir.

En los Estados despóticos, la religión ejerce más influjo que en todos los demás; es un miedo más, añadido a tanto miedo. Los vasallos que no se cuidan por el honor de la grandeza y la gloria del Estado, lo hacen por la fuerza y por la religión. En los imperios mahometanos se debe a la religión principalmente el extremado, el asombroso respeto de los pueblos al príncipe. La religión es lo que corrige algo la constitución turca.

Entre todos los gobiernos despóticos, ninguno se desgarra y se agota por sí mismo tanto ni tan pronto como aquel en que el príncipe se declara propietario de la tierra, heredero de todos sus vasallos, dueño de cultivar las tierras o abandonar su cultivo. Si el príncipe es además mercader, toda especie de industria quedará arruinada.

En estos Estados nada se compone, se retoca, se mejora; no hay reparaciones y mucho menos edificaciones
[32]
; se construyen las casas para toda la vida, no se plantan árboles, de la tierra se saca todo sin devolverle nada; todo está baldío, todo está desierto.

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