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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (16 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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En los gobiernos despóticos, en los que se abusa del honor, de los empleos y de las categorías, lo mismo se hace de un magnate un empleado que de un perdulario un príncipe.

TERCERA CUESTIÓN. ¿Son compatibles en una misma persona los empleos civiles y militares? Es necesario unirlos en la República y separarIos en la monarquía. En las Repúblicas sería muy arriesgado hacer de las armas una profesión particular, una clase aparte de los que desempeñan funciones de orden civil; y no sería menos peligroso, en las monarquías, dar a la misma persona ambas funciones.

En la República no se toman las armas para otra cosa que defender las leyes, en calidad de defensor de las mismas y de la patria; precisamente por ser ciudadano se hace un hombre soldado temporalmente. Si se distinguiera una clase de la otra, se haría ver al que toma las armas creyéndose ciudadano, que no es más que un soldado.

En las monarquías, la gente de guerra no busca más que la gloria, el honor y la fortuna; por eso ha de evitarse el dar los empleos civiles a los hombres de armas; al contrario, es menester que los tengan a raya los magistrados civiles para que no suceda que los mismos hombres tengan al mismo tiempo la confianza pública y la fuerza para abusar de aquélla
[48]
.

En una nación en que la República se esconde bajo la forma de la monarquía, ved cuánto se teme que haya una clase particular de hombres de guerra y cómo el guerrero es siempre ciudadano, y aún magistrado, para que estas cualidades sean una garantía.

La división de magistraturas civiles y militares hecha por los Romanos después de la República, no fue una cosa arbitraria; fue consecuencia del cambio de constitución, constitución de índole monárquica. Lo que fue comenzado en tiempo de Augusto
[49]
, se vieron obligados los emperadores siguientes a acabarlo para templar un tanto el gobierno militar.

CUARTA CUESTIÓN. ¿Conviene que los cargos públicos se vendan? No puede convenir en los Estados despóticos, donde es necesario que los súbditos puedan ser empleados o desempleados en cualquier instante por el príncipe. Es conveniente en los Estados monárquicos, porque en ellos se da a las familias lo que debiera darse al mérito; perpetuando las funciones en las familias, se da más permanencia a las clases del Estado. Con razón dijo Suidas
[50]
que Anastasio había hecho del imperio una especie de aristocracia al vender todas las magistraturas.

Platón no admite esa venalidad
[51]
.
Es lo mismo
dice,
que si en un barco se hiciera piloto a alguno por su dinero. ¿Y cómo es posible que lo malo para otros menesteres sea bueno solamente para conducir una República?

Pero Platón habla de una República fundada en la virtud y nosotros hablamos de una monarquía. Ahora bien, cuando en una monarquía no se organiza y reglamenta la venta de los destinos públicos, los venderá de todos modos la codicia de los cortesanos. Por último, el hacer carrera por las riquezas fomenta la industria
[52]
, de lo que tiene gran necesidad esta clase de gobierno.

QUINTA CUESTIÓN. ¿En cuál gobierno son necesarios los censores? En la República, porque el principio fundamental de este gobierno es la virtud. Y la virtud no la destruyen únicamente los crímenes, sino también los descuidos, las negligencias, las faltas, la tibieza en el amor a la patria, los malos ejemplos, simiente de corrupción; no ya lo que sea ilegal, sino todo aquello que sin ir contra las leyes, las elude; no lo que las destruya, sino lo que las debilite o las anule haciéndolas olvidar. Todo esto debe ser corregido por los censores.

Nos asombra el castigo impuesto a aquel areopagita que había matado un gorrión cuando, perseguido éste por un gavilán, había buscado refugio entre sus brazos. No nos extraña menos que el Areópago mandara matar a un niño que le había sacado los ojos a un pobre pájaro. Hay que fijarse en que no se trata de una condena por determinado crimen, sino de juicio de costumbres en una República fundada en la moral.

En las monarquías no hacen falta los censores: se fundan en el honor; y la naturaleza del honor es tener por censor a todo el universo. Todo hombre que falta al honor queda sometido a la censura, aun de los que no lo tienen.

En las monarquías, los censores serían minados por los que habían de ser objeto de las censuras. Contra la corrupción de una monarquía no podrían nada; pero podría mucho contra ellos la misma corrupción.

En los gobiernos despóticos, desde luego se comprende que los censores no tienen cabida. El ejemplo de China parece desmentir la afirmación; pero ya veremos en el curso de esta obra las razones singulares por las que allí los tienen
[53]
.

LIBRO VI
Consecuencias de los principios de los gobiernos respecto a la simplicidad de las leyes civiles y criminales, forma de los juicios y establecimiento de las penas.
CAPÍTULO I
De la simplicidad de las leyes civiles en los diversos gobiernos

El gobierno monárquico no admite leyes tan simples como el despótico. Necesita tribunales. Estos tribunales dictan decisiones. Las decisiones de los tribunales deben ser conservadas, deben ser aprendidas, para que se juzgue hoy como se ha juzgado ayer y para que la propiedad y la vida de los ciudadanos tengan en las decisiones precedentes fijos, tan fijos y seguros como la constitución fundamental del Estado.

En una monarquía, la administración de una justicia que no solo decide de la vida y de la hacienda, sino también del honor, exige pesquisas más escrupulosas. La delicadeza y parsimonia del juez aumentan a medida que es más grande el depósito y mayores los intereses dependientes de su decisión.

No es extraño, pues, que las leyes tengan en los Estados monárquicos tantas reglas, tantas restricciones, tantas derivaciones que multiplican los casos particulares y convierten en arte la razón misma. Las diferencias de clase, de origen, de condición, que tanto importan en el régimen monárquico, traen consigo distinciones en la naturaleza de los bienes; las leyes relativas a la constitución del Estado pueden aumentar el número de los distingos. Así ocurre entre nosotros que los bienes son propios, por diversos títulos; dotales o parafernales; paternos o maternos; muebles o inmuebles; vinculados o libres; nobles o plebeyos; heredados o adquiridos. Cada clase de bienes se halla sujeta a reglas particulares y hay que seguirlas para resolver: lo que disminuye la simplicidad.

En nuestros gobiernos, los feudos se han hecho hereditarios. Ha sido necesario que la nobleza disfrute de alguna propiedad, es decir, que los feudos tengan cierta consistencia para que su propietario se halle en estado de servir al príncipe. Esto ha debido producir no pocas variedades; por ejemplo: hay países en que los feudos son divisibles entre hermanos; otros en que los segundones han podido tener siquiera la subsistencia segura.

Conocedor el monarca de todas sus provincias, puede establecer leyes diversas o respetar las diferentes costumbres, las usanzas de cada una de ellas. Pero el déspota no entiende de esas cosas ni atiende a nada; quiere la uniformidad en todo; quiere nivelarlo todo; gobierna con una rigidez que es siempre igual. Según se multiplican, en las monarquías, las sentencias de los tribunales, quedan sentadas jurisprudencias a veces contradictorias; los tribunales deciden en los casos de contradicción, la cual proviene de que los jueces que van sucediéndose no piensan todos lo mismo; o de que los casos, aún siendo semejantes, no son idénticos; o de que los mismos casos no siempre son bien defendidos; o por una infinidad de incidentes y de abusos que se ven en todo lo que pasa por las manos de los hombres. Es un mal inevitable que el legislador corrige de tiempo en tiempo, como contrario al espíritu de los gobiernos constitucionales. Cuando hay necesidad de recurrir a los tribunales de justicia, es invocando la constitución y no las contradicciones y la incertidumbre de las leyes.

En los regímenes que suponen la existencia de distinciones entre las personas, ha de haber necesariamente privilegios. Esto disminuye más todavía la simplicidad y trae mil excepciones.

Uno de esos privilegios es el de comparecer y litigar ante un determinado tribunal; de aquí nuevas cuestiones, pues ha de resolverse qué tribunal ha de entender en cada caso.

Los pueblos de los Estados despóticos están en un caso muy diferente. No sé, en tales países, sobre qué puede el legislador estatuir o el magistrado juzgar. Perteneciendo todas las tierras al príncipe, casi no hay leyes civiles relativas a la propiedad del suelo. Del derecho a suceder que tiene el soberano, resulta que tampoco hay leyes relativas a las sucesiones. El monopolio que ejerce en varios países, hace inútiles también todas las leyes sobre el comercio. Contrayéndose allí los matrimonios con hijas de esclavos, no hacen falta leyes civiles acerca del dote de la contrayente. Existiendo tan prodigiosa multitud de esclavos, son pocos los individuos que tengan voluntad propia y la consiguiente responsabilidad para que un juez les pida cuenta de su conducta. La mayor parte de las acciones morales, no siendo más que la voluntad del padre, del marido, del amo, éstos las juzgan y no los magistrados.

Olvidaba decir que, siendo punto menos que desconocido en los Estados despóticos lo que llamamos
honor
, lo que al honor se refiere, que tiene entre nosotros un capítulo tan grande, no exige en esos Estados legislación alguna. El despotismo se basta a si mismo, lo llena todo, y a su alrededor está el vacío. Por eso los viajeros que describen esos países en que el despotismo reina, rara vez nos hablan de las leyes civiles.

Desaparecen las ocasiones de disputar y de pleitos. Eso explica lo mal mirados que son en tales países los pocos litigantes: queda a la vista la injusticia o la temeridad de sus reclamaciones, porque no las encubre o las ampara una infinidad de leyes.

CAPÍTULO II
De la simplicidad de las leyes criminales en los diversos gobiernos

Se oye decir a todas horas que la justicia debiera ser en todas partes como en Turquía. ¿Pero es posible que el pueblo más ignorante del mundo haya visto más claro que los otros pueblos en lo más importante que hay para los hombres?

Si examináis las formalidades de la justicia y veis el trabajo que le cuesta a un ciudadano el conseguir que se le dé satisfacción de una ofensa o que se le devuelva lo que es suyo, diréis que aquellas formalidades son excesivas; al contrario, si se trata de la libertad y la seguridad de los ciudadanos, os parecerán muy pocas. Los trámites, los gastos, las dilaciones y aun los riesgos de la justicia, son el precio que paga cada uno por su libertad.

En Turquía, donde se atiende poco a la fortuna, al crédito, al honor y a la vida de los hombres, se terminan pronto y de cualquier manera todas las disputas. Que acaben de una manera o de otra es cosa indiferente, con tal que acaben. El bajá, rápidamente informado, hace repartir a discreción entre los litigantes muchos o pocos bastonazos en las plantas de los pies y asunto concluido
[1]
.

Sería muy peligroso que aparecieran las pasiones de los litigantes
[2]
, las cuales suponen un deseo ardiente, una acción constante del espíritu, una voluntad y el tesón de mantenerla. Todo esto hay que evitarlo en un gobierno en el cual no ha de haber otro sentimiento que el temor, en el que de repente surgen de cualquier cosa las revoluciones imposibles de prever, de lo que hay tantos ejemplos. Todos comprenden que a ninguno le conviene hacer sonar su nombre, que lo oiga el magistrado, pues la seguridad de cada uno estriba en su silencio, en su insignificancia o en su anulación.

Pero en los gobiernos moderados, en los que el más humilde de los ciudadanos es atendido, a nadie puede privársele de su honor ni de sus bienes sin un detenido examen; a nadie puede quitársele la vida si la patria misma no lo manda, y aun dándole todos los medios de defensa.

Cuanto más absoluto se hace el poder de un hombre
[3]
, más piensa el mismo hombre en simplificar las leyes. Se atiende más a los inconvenientes con que tropieza el Estado que a la libertad de los individuos, de la que realmente no se hace ningún caso.

En las Repúblicas se necesitan, a lo menos, tanta formalidades como en las monarquías. En una y otra forma de gobierno, aumentan las mismas formalidades en razón directa de la importancia que se da y la atención que se presta al honor, la fortuna, la vida y la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos.

Los hombres son todos iguales en el régimen republicano; son iguales en el gobierno despótico: en el primero porque ellos lo son todo; en el segundo, porque no son nada.

CAPÍTULO III
En cuáles gobiernos y en qué casos debe juzgarse por un texto preciso de la ley

Cuanto más se acerca la forma de gobierno a la República, más fija debe ser la manera de juzgar; y era un vicio de la República de Lacedemonia que los magistrados juzgaran arbitrariamente, sin que hubiera leyes para dirigirlos. En Roma, los primeros cónsules juzgaban de igual manera, hasta que se notaron los inconvenientes y se hicieron las leyes necesarias.

En los Estados despóticos no hay leyes: el juez es guía de si mismo. En los Estados monárquicos hay una ley; si es terminante, el juez la sigue; si no lo es, busca su espíritu. En los Estados republicanos, es de rigor ajustarse a la letra de la ley. No se le pueden buscar interpretaciones cuando se trata del honor, de la vida o de la hacienda de un ciudadano.

En Roma, los jueces declaraban solamente si el acusado era culpable o no; la pena correspondiente a su culpa estaba determinada en la ley. En Inglaterra, los jurados deciden si el hecho sometido a ellos está probado o no; si está probado, el juez pronuncia la pena correspondiente al delito, según la ley; para esto, con tener ojos le basta.

CAPÍTULO IV
De la manera de enjuiciar

Resultan de aquí las diferentes maneras de enjuiciar. En las monarquías, los jueces toman la manera de los árbitros: deliberan juntos, se comunican sus pensamientos y se ponen de acuerdo; cada uno modifica su opinión hasta conciliar con la del otro; en todo caso, los que estén en minoría se adhieren al parecer de los más. Esto no está en la índole de la República.

En Roma y en las ciudades griegas, los jueces no se comunicaban entre si ni necesitaban conciliarse: cada uno emitía su juicio de una de estas tres maneras: absuelvo, condeno, aclárese
[4]
. Se suponía que juzgaba el pueblo; pero el pueblo no es jurisconsulto; las modificaciones y temperamentos de los árbitros no son para él: hay que presentarle un solo objeto, un hecho, un solo hecho, para que vea solamente si debe condenar, absolver o aplazar el juicio.

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