Authors: Col Buchanan
Así era, y según iba convenciéndose de ello el bochorno que le hacían sentir las burlas de los espectadores se transformaba en vergüenza ajena; de modo que comenzó a sentir vergüenza del deseo de aquella multitud de presenciar otro asesinato y deleitarse con él.
«En el fondo todos somos unos chiquillos crueles», concluyó.
Se le encendieron las mejillas. Apretó las mandíbulas y sus dientes destrozados le causaron punzadas de dolor. Entonces le asaltó la idea de que afrontar aterrorizado aquella situación, dejarse subyugar por ella, no era más que una forma de regalarle la victoria. Era mejor desafiarla con ira. Plantarle cara.
Los seis lobos emprendieron la carga.
Nico vaciló un momento, pero ocurrió algo en su interior: las habilidades que había adquirido mediante el entrenamiento se aliaron con su desesperación.
Tomó impulso y, con un gruñido, se apartó de la puerta y avanzó tambaleante al encuentro de los animales que corrían hacia él, tal como habría hecho Ash.
Uno de los animales se acercaba hacia él por su izquierda, tan rápido que bajo sus pisadas la arena salía despedida trazando arcos en el aire. Nico le estampó el escudo contra el hocico y hombre y lobo salieron rebotados por el impacto. Nico sacó fuerzas del dolor que le abrasaba la mano rota. Jadeante, descargó la espada contra otra bestia que se abalanzaba sobre él por la derecha y le rebanó el cogote.
Según se aproximaba al trío de lobos, alargó la zancada, soltó una patada al suelo hundiendo el pie en la arena y levantó una nube arenosa que chocó contra los ojos de los animales. Cegados, los lobos vacilaron unos instantes, sacudiendo las cabezas, y en un abrir y cerrar de ojos Nico ya estaba entre ellos, lanzando tajos, hundiendo su hoja y aplastándolos con el escudo; gracias a Dao, él no sentía los mordiscos y los zarpazos que le propinaban sus contrincantes.
Sumido en un frenesí exacerbado, Nico apenas se enteró de lo que ocurrió a partir de entonces. Sí fue consciente de que detenía en seco la carrera de un lobo con un aullido salvaje; de que trinchaba con su hoja a otro; de que recibía un mordisco profundo en el muslo y de que él mismo hincaba los dientes en su agresor con la misma furia, sin dejar de apuñalarle con la espada corta.
Entonces, Nico se encontró arrodillado en la arena, resollando penosamente, exhausto y con las fuerzas agotadas.
Esparcidos a su alrededor yacían los cuerpos sin vida o agonizantes de los lobos.
No se oía una mosca en todo el circo salvo los jadeos de Nico y los de un animal tirado junto a él. Una imagen de la muerte cruzó fugazmente la cabeza del joven aprendiz.
Dando la impresión de que no se había apercibido de sus heridas, levantó la vista y se topó con la mirada de la matriarca clavada en él. A pesar de la distancia que los separaba advirtió su expresión de estupefacción.
Un cántico brotó de las gradas. Nico no tenía ni idea de lo que significaba.
Atisbo a un acólito que se abría paso entre la multitud en dirección al palco de la matriarca. El soldado le gritó algo al oído y la matriarca lanzó una mirada fulminante a Nico; sacó un cuchillo con la hoja curva del cinturón y ante los ojos de Nico lo hundió hasta el fondo en el vientre del mensajero, y con una parsimonia lóbrega se volvió para encarar la arena.
—¡Quemadlo! —bramó—. ¡Quemadlo vivo!
Una estruendosa oleada de protestas se extendió por el graderío. La matriarca aguantó firme el abucheo.
De las distintas puertas que jalonaban las paredes que circundaban la arena emergieron tropas de acólitos que convergieron en Nico, con las espadas caladas hacia él para disuadirlo de que se moviera.
La verdad era que no habría podido moverse aunque hubiera querido. Dejó caer su espada corta y se tambaleó sobre la arena. Apoyó el rostro contra las rodillas y resolló. No podía pensar en otra cosa que no fuera respirar.
Cuando volvió a levantar la cabeza, había un grupo de hombres atrafagados en el montaje de una pira en el centro de la vasta arena. Guardias y soldados se turnaban para descargar montones de tablas y maderos. El público seguía expresando a pleno pulmón su disconformidad con la decisión de la matriarca y se apelotonaba alrededor del cordón de seguridad que protegía el palco imperial; algunos espectadores incluso arrojaban objetos a los soldados que lo componían.
La hoguera seguía tomando forma.
Tormenta en las montañas
Ché despertó con el resabio repugnante en la boca y el dolor de cabeza de quien había estado abusando del alcohol, aunque él no lo había hecho. Eran los efectos de la papilla de bayas que se había untado en la frente varios días atrás.
Oyó un chasquido seco en la distancia, seguido de otro: disparos de rifles. Abrió los ojos. Ya atardecía, las estrellas tempraneras ya refulgían en el cielo.
Soltó un gruñido y se obligó a levantarse. Se puso en pie tambaleante, tropezó y se estrelló de espaldas contra el suelo. Soltó otro gruñido y paseó la vista a su alrededor. El entorno le resultaba familiar.
Se encontraba en el fondo de un valle montañoso. La brisa mecía un arbusto que crecía a su lado preñado de suntuosas bayas. Ché pestañeó para desempañarse los ojos. El día declinaba a marchas forzadas, aun así todavía vislumbraba el ancho arroyo que ascendía tortuosamente por el fondo del valle. Siguió su curso con la mirada al tiempo que olfateaba la brisa y advertía el olor a pólvora y madera quemada. Sabía con qué se iban a topar sus ojos: el monasterio rodeado por el bosque de malis.
El edificio estaba ardiendo.
Mientras Ché lo contemplaba, unos destellos llameantes surcaron a toda velocidad el cielo en dirección al monasterio, procedentes de distintos lugares. Eran proyectiles de artillería que rajaban la penumbra vespertina para impactar contra los muros del edificio, que saltaban por los aires en una lluvia de fuego y escombros; también había francotiradores disparando sus rifles de cañón largo apostados sobre elevados riscos al oeste.
Las llamas se extendían rápidamente. Recortadas contra el fuego se atisbaban las figuras de los comandos, que se adentraban repartidos en secciones por el bosque de malis. Una campana repicaba.
El estómago vacío de Ché rugió estimulado por el recuerdo de sus días en el monasterio: la misma campana que ahora sonaba era la que convocaba a los roshuns para la cena.
Las nubes se deslizaban por las cimas de las montañas, ocultando una a una las estrellas.
Ché se detuvo en el filo del bosque de malis y observó el panorama que se desplegaba frente a él.
Bajo la sombra de los árboles se había desatado una lucha encarnizada. Las llamas rielaban en los aceros. Una figura envuelta en una túnica negra se abría paso a machetazos por una línea de comandos cuyo teniente bramaba que se agruparan y que acabaran con él. A la izquierda de Ché, en dirección a donde creía él que se encontraba la puerta principal, oyó el fragor de una escaramuza. El estruendo metálico del choque de aceros se superponía al chasquido más perturbador de los disparos de los rifles. Los hombres chillaban.
Se produjo una explosión descomunal que destelló en la media luz crepuscular. Ché se estremeció y levantó la vista justo cuando la parte superior de la torre —donde sabía que se encontraban los aposentos de Osho— se desintegró en una nube de polvo. Se oyó un grito en la distancia, aunque Ché no pudo discernir si era un alarido de dolor o ira. Se alejó del borde del bosque; sus ojos se negaban a seguir contemplando aquella devastación y se fijaron en el suelo que se extendía bajo sus pies, adonde a veces llegaba la luz necesaria para hacer visible la hierba estriada de sombras. Rodeó el contorno del bosque y enfiló de nuevo hacia el arroyo.
Cuando llegó a él, lo siguió curso arriba, dejando el monasterio a su espalda.
No tardó en divisarla: ahí estaba la choza del Vidente.
—Hola, Ché —le saludó el ermitaño en lengua franca, sentado en cuclillas delante de la vivienda.
Ché se alegró de que en medio de todas las mentiras que habían rodeado su estancia allí, al menos se le hubiera permitido conservar su nombre real.
Se detuvo. Escudriñó al anciano en busca de armas y luego rastreó la presencia de roshuns en el interior de la choza.
—¿Cómo estás? —le preguntó en tono afable el Vidente.
El estruendo de una nueva descarga de artillería llegó desde abajo y el suelo tembló bajo sus pies. Eso lo agitó y respondió al anciano con un simple gesto con los hombros. No sabía cómo estaba exactamente.
El anciano le hizo una indicación con la cabeza y dio unas palmadas en la hierba a su lado. Ché vaciló, como si temiera que la hierba ocultara algún agente peligroso, pero al cabo se sentó junto al Vidente y juntos contemplaron la batalla que se libraba abajo.
—Nos preguntábamos dónde te habrías metido —comentó el anciano con su voz débil—. Ahora ya lo sabemos.
Ché sintió una opresión en el pecho.
—No fue elección mía —repuso el joven.
—Ya lo sé. Si hubieras sido una persona inclinada a la traición, lo habría visto en tu interior.
Ché bajó la mirada.
—No te juzgo —continuó el Vidente, dándole unas palmaditas en la mano—. Hacemos lo que tenemos que hacer. Pero, cuéntame, por favor... ¿cómo te ha ido en todo el tiempo que ha pasado desde que tú y yo hablamos así por última vez?
Ché se rascó el cuello. Meditó la respuesta para el hombre que tan bien había conocido en otra vida. Se preguntó por un momento qué estaba haciendo allí, charlando con él con ese desenfado, como un par de amigos. Entonces reparó en el chasquido de los disparos procedentes del monasterio y recordó por qué había subido a la choza en vez de permanecer allí abajo.
—Cuando vivía aquí, todas las noches soñaba que era una persona diferente. Ahora soy esa otra persona y todas las noches sueño que soy quien era antes. Estoy partido en dos por mi pasado y no puedo escapar de él por mucho que me empeñe.
—Te equivocas en el planteamiento, Ché —repuso el Vidente—. Nadie puede escapar de su pasado. —El anciano se inclinó para acercarse al muchacho y a Ché le llegó su aliento pestilente—. Lo único que puedes hacer es permanecer sentado hasta alcanzar la quietud y esperar a que el pasado te abandone.
—Ya lo intento —suspiró Ché—. Suelo meditar como me enseñaron a hacerlo aquí, pero sigo dividido en dos.
—¿Qué me dices de tu
Chan
?—le interrogó el anciano, como si fuera una cuestión relevante—, ¿Sigue tan fuerte como lo recuerdo?
—¿Mi
Chan
?—la voz de Ché brotó cargada de indignación—. Si alguna vez tuve algo así, hace tiempo que lo destruí con mis propias manos. No soy quien tú crees que soy.
—Sé quién eres —aseveró el Vidente con rotundidad.
—Entonces, dímelo —replicó Ché.
—En el fondo eres risa.
—Esta noche no tengo tiempo para acertijos.
Las comisuras de los labios del Vidente se fruncieron. Paseó la mirada por el monasterio envuelto en llamas y apretó los labios.
—Cuando te trajeron aquí por primera vez, tu llegada me pasó desapercibida. Yo entonces no prestaba atención a esas cosas, pues los jóvenes sois como las mariposas en primavera, vais y venís continuamente. Pero había días, cuando el aire estaba quieto o el viento soplaba en la dirección adecuada, que hasta mí llegaban unas risas entrecortadas procedentes del monasterio. Verás, la mayoría de las risas que me llegan desde allí son contenidas o intencionadas. Sin embargo, la tuya era distinta y siempre me detenía a escucharla. Era... ¿cómo lo decís en vuestra lengua?... Tan natural, tan absolutamente espontánea. Como la de un niño alegre.
El Vidente asintió con la cabeza, como dando a entender que estaba de acuerdo consigo mismo.
—Entonces me pregunté... me pregunté quién sería esa persona cuya risa destacaba entre todas. Y pasé lista mentalmente de todos los roshuns y toda gente que conocía, y no encontré una respuesta. Así que esperé. Las respuestas siempre llegan si les concedes tiempo, ¿te habías dado cuenta? Y al cabo, la respuesta llegó. Un día tu maestro te trajo a mí para que mirara en el fondo de tu corazón y le dijera lo que veía. Inmediatamente supe que tú eras el responsable de esas risas. Tenías una alegría en tu interior, Ché, que ridiculizaba tus demonios.
Las llamas prendieron ahora en el tejado del ala norte del edificio. El fuego estaba calcinando el monasterio y Ché pensó en la infinidad de veces que había comido allí, charlando con sus compañeros.
—¿Cómo está mi maestro? —preguntó en un hilo de voz.
—¿Shebec? Murió.
Ché se puso rígido y notó el cuerpo entumecido por el frío.
El fuego se propagaba con celeridad y las llamas chisporroteaban salvajemente. El puñado de malis que crecía en el centro del patio interior empezó a arder. Desde la choza, Ché y el Vidente podían ver las ramas más altas de los árboles envueltas por el humo; los troncos se balanceaban impelidos por la fuerza del fuego.
—¿Ganarán los tuyos?—inquirió el Vidente—, Apenas veo con estos ojos cansados.
—Tú eres el vidente aquí.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del ermitaño de piel negra.
—Los roshuns no se lo están poniendo fácil —añadió Ché.
—Eso está bien.
—¿No vas a sumarte a ellos?
—¿Yo? Soy demasiado viejo para luchar.
Guardaron silencio. Ché contempló con ojos vidriosos el reflejo de las llamas en el vientre de las nubes bajas. «Este fue en otro tiempo mi hogar —pensó—, y creo que ha sido el único hogar verdadero que he conocido jamás.»
—Te matarán si te quedas —advirtió al anciano.
—Lo sé.
Parte del tejado se derrumbó y las llamas se avivaron.
—Y si ganan los míos, te matarán a ti —añadió el anciano.
—No sería una sorpresa —repuso Ché.
El anciano Vidente dio un chasquido seco con la lengua.
—Entonces quédate un rato más sentado aquí conmigo —dijo, dándole otra vez unas palmaditas en la mano—, y veamos qué sucede.
Llegaba demasiado tarde y lo sabía.
Ash siguió escalando, alejándose de la última hilera de asientos abarrotados, la que estaba en la posición más elevada y más alejada de la arena. Subía por una escalera de hierro oxidado fijada con pernos al muro exterior del circo y que atravesaba gárgolas cubiertas de cagarrutas de aves y estatuas de personajes célebres del Imperio. Hasta hacía unos segundos había habido soldados apostados allí abajo, pero habían tenido que sumarse a las fuerzas que trataban de controlar a las masas más enardecidas, que habían empezado a arrojar objetos y a exigir que se cumpliera a sus demandas de clemencia.