Authors: Col Buchanan
—Tal vez sea mejor dejarlo así —sugirió Aléas, posando una mano en el hombro de Ash.
El maestro sacudió el hombro para liberarse de la mano del aprendiz y sólo paró cuando dejó al descubierto el cadáver de su aprendiz y pudo contemplarlo a la luz de la hoguera. Inspiró con brusquedad y se tambaleó ligeramente, lo suficiente para que Aléas juzgara conveniente sujetarlo.
Los dedos de Ash acariciaron delicadamente la carne chamuscada, tropezaron con el extremo del astil de la flecha de ballesta hundida en el pecho. El anciano permaneció unos minutos inmóvil junto al cadáver.
Baracha se acercó renqueando con un leño llameante y sin solemnidad alguna lo encajó en las entrañas de la montaña de maderos y lo soltó como si alimentara un fuego ya encendido. La pira empezó a despedir humo. Los roshuns retrocedieron y unos instantes después atisbaron la primera llama.
El grandullón alhazií cogió un puñado de arena y lo arrojó a las llamas incipientes recitando una plegaria entre dientes. Aléas consoló a Serése y ambos lloraron, dando rienda suelta a su llanto por primera vez en todo el día. Las llamas crepitaron en su escalada oscilante hacia el cielo, retorciéndose al atravesar el entramado de madera que sostenía el cuerpo en la parte superior de la pira y exhibiendo una extensa paleta de colores: intensos azules, amarillos y verdes de los minerales marinos que impregnaban la madera. La hoguera escupía grasa y el hedor a carne quemada se propagaba en las ráfagas de brisa.
La pira sólo tardó unos minutos en derrumbarse y engullir a Nico.
En la distancia, muy lejos de la costa, el primer rayo de sol despuntaba en el cielo previo al alba, y las sombras de nubes todavía invisibles se deslizaban por el horizonte.
Ash recitó unas palabras en su lengua de Honshu que luego repitió en la lengua franca, quizá en un gesto hacia su joven aprendiz. Sus ojos, aunque sumidos en la oscuridad, brillaban con el reflejo de las llamas.
—Aun si este mundo fuera algo más que una gota de rocío... aun si... aun si... —entonó.
Ash les había pedido que buscaran un tarro de arcilla revestido de piel para guardar las cenizas. Con movimientos lentos y concienzudos fue barriendo la ceniza y acumulándola en un montoncito plano sobre la arena tiznada. Se quedó unos instantes mirando las partículas de polvo revoloteando alrededor de los rescoldos.
«Para su madre», pensó mientras recogía las cenizas ayudándose de un palo y las echaba en el interior del tarro. Entre el polvillo gris todavía quedaban algunos fragmentos de hueso, y sólo metió en el bote los más pequeños. Cuando el tarro estuvo lleno, lo cerró y lo guardó en su mochila de lona.
Ash tenía además otro tarro más pequeño —en realidad era un vial de arcilla de la longitud y la anchura de un dedo pulgar— con una cinta de cuero. También lo llenó con cenizas, le puso el tapón de madera y se lo colgó del cuello, de modo que le quedó suspendido como un sello a la altura del pecho; notaba en la piel el calor que todavía desprendía.
Cuando se irguió, una punzada de dolor le atravesó la cabeza y titubeó. Alguien le hablaba, pero él no veía de quién era la voz. Dio unos pasos tambaleándose hacia atrás y se desplomó.
Quedó tendido en el suelo, despatarrado, casi sin poder respirar. Unas manos lo agarraron y tiraron de él y la voz le preguntó si se encontraba bien y si podía oír. De nuevo un dolor pungente, esta vez más intenso que nunca: Ash apretó los dientes y chilló en la áspera lengua de Honshu justo antes de desvanecerse.
Las secuelas
No había escapatoria.
Todos los puertos se habían cerrado tras la muerte del único hijo de la matriarca Sasheen y había controles en las principales vías de la ciudad y en la mayoría de las calles secundarias. El cuerpo de guardia metropolitana comparaba los rostros de los viandantes con retratos robot. Por Q'os había corrido el rumor de que habían llegado roshuns —uno de ellos un extranjero de tierras remotas—, que habían matado al hijo de la matriarca y que todavía se hallaban en la ciudad. Había quien afirmaba que se trataba de un acto de venganza por la muerte en la hoguera del joven roshun en el Shay Madi.
Las patrullas deambulaban por todos los rincones de la metrópoli. Por la noche, el toque de queda era de obligado cumplimiento bajo pena de muerte. Secciones de soldados, encabezados por reguladores de semblante severo, irrumpían en los cuartos de las pensiones o registraban ilegalmente tabernas, burdeles y viviendas privadas; usaban la fuerza en los interrogatorios y se llevaban a rastras a los sospechosos, siempre a la caza de los roshuns.
Como si eso no bastara para alterar la vida cotidiana de la ciudad, las especulaciones sobre una inminente campaña militar empezaron a circular entre la población. El flujo de soldados que llegaban a la ciudad era constante desde hacía semanas y en los márgenes oriental y septentrional de Q'os habían proliferado los campamentos militares, y junto a ellos, apretujadas a su alrededor, las casuchas de sus inseparables parásitos: mercachifles, prostitutas, artesanos y vagabundos. En el Primer Puerto estaba congregándose una flota enorme, de unas dimensiones que no recordaban ni los más viejos del lugar; en su mayoría buques de guerra, aunque también había baladras y naves de transporte.
Se decía que la flota tenía como destino Lagos, donde reemplazaría al VI Ejército; pero cuando alguien afirmaba esto, se le tachaba inmediatamente de idiota y se le mandaba callar, pues todo el mundo sabía que en esa isla simplemente se necesitaba una guarnición simbólica. «Lagos» era una palabra que en ese momento sólo se pronunciaba en un susurro. Tras su fallida insurrección, la matriarca Sasheen había dado directamente la orden de arrasarla. Las historias que llegaban de la isla hablaban de un desolado campo de batalla sin un atisbo de vida, salpicado por gigantescas piras funerarias donde antes se habían alzado ciudades y pueblos; todo hombre, mujer y niño había sido quemado vivo. En las ciudades del Imperio se ofrecían parcelas de terreno en la isla para nuevos colonos, y ya habían sido miles los que se habían trasladado allí.
Las mentes más lúcidas consideraban que Cheem era un objetivo más probable para la próxima invasión. Tal vez la matriarca ya se había hartado de que las flotas comerciales sucumbieran a las acciones de los piratas que se cobijaban en esa isla. Una opción menos probable eran los Puertos Libres: se trataría, en ese caso, de una empresa arriesgada, pues su armada seguía siendo la más importante del orbe, como demostraban los diez años que llevaban resistiendo a la Armada del Imperio pese a su inferioridad numérica.
Entonces quizá se disponían a atacar Zanzahar, sugerían los inevitables graciosos que participaban en los corrillos. Esta posibilidad era objeto de bromas porque se trataba de la opción más delirante de todas.
Por lo tanto, Q'os era una ciudad que bullía de incertidumbre y, si bien aún era segura para quienes podían afirmar que habían nacido en ella, sus calles eran peligrosas para los que no podían decir lo mismo. Baracha, su aprendiz, su hija y Ash (aunque este último ahora se encontraba inconsciente), sabían perfectamente que se había desatado una cacería para atraparlos. Era vital que salieran de la ciudad sin demora.
No obstante, los puertos permanecían cerrados.
Sin otra alternativa, los roshuns buscaron un lugar donde esconderse. Decidieron esperar a que se restableciera el tráfico marítimo, lo que no podía retrasarse más allá de unas cuantas semanas. Después de todo, la supervivencia de la ciudad dependía del comercio por mar, así que no se podía prolongar indefinidamente el cese del trasvase de mercancías.
Los roshuns encontraron un almacén abandonado no muy lejos de la cala en la que habían incinerado el cuerpo de Nico. Tenía parte del armazón de madera calcinado por un incendio que había arrasado casi por completo sus fachadas norte y oeste; sin embargo, en los costados que daban al mar todavía aguantaba en pie el tejado. En los rincones de las ruinas carbonizadas encontraron algunas oficinas que permanecían relativamente intactas, y en ellas se ocultaron y esperaron, cuidando de Ash lo mejor que sabían.
El anciano roshun se había sumido en algún tipo de estado de inconsciencia prolongada. Su respiración era superficial pero regular, y no emitía ningún sonido ni se movía. De vez en cuando le temblaban los párpados, como si estuviera soñando.
Casi todos los días, Baracha permanecía sentado en el interior del almacén, oteando el exterior por una de las ventanas que daban al mar. A veces deambulaba por el espacio cerrado de la estancia maldiciendo entre dientes la pérdida de la mano. Cualesquiera que fueran los dolores que lo acosaban —que debían de ser atroces—, los guardaba para sí al más puro estilo alhazií. Al menos el muñón parecía cicatrizar bien.
Apenas si dirigía alguna mirada a Ash, cuya figura descarnada e inmóvil yacía sobre un camastro. Daba la impresión de que evitaba posar sus ojos en el anciano mientras continuara en ese estado de letargo, como si de alguna manera lo horrorizara.
—Espero no ponerme nunca enferma cuando sólo estés tú para cuidarme —le reprobó Serése una mañana, advertida de la falta de interés de su padre, que permanecía junto a la ventana en el lado opuesto de la estancia donde yacía Ash.
La muchacha estaba escurriendo el agua de un trapo empapado sobre la boca abierta del anciano, así que no vio cómo Baracha se volvía hacia ella y la miraba con los ojos hundidos en un gesto ceñudo.
«Quizá entonces era demasiado pequeña —se dijo Baracha—, y no recuerda que su madre permaneció postrada inconsciente, como ahora Ash, durante toda una semana antes de morir o quizá lo recuerda demasiado bien y simplemente ocurre que es más fuerte que yo.»
Baracha se dio cuenta de que así era. La aceptación de esta verdad lo afligió y el Alhazií desvió la mirada.
Los días se convirtieron en semanas. Los roshuns estaban agotados e inquietos, y vencidos por la congoja, que cada uno sufría a su manera. Enseguida empezaron las discusiones y a menudo tenían que interrumpir sus bruscas disputas por miedo a revelar su presencia. Reñían sobre quién había comido más o bebido más agua, sobre quién debía vaciar el balde con las deposiciones por la noche, o hacer guardia, o cocinar, o lavar, o dónde debía dormir cada uno. Incluso se peleaban en las partidas de cartas de rash, en las que apostaban tareas y comida en vez de monedas, y a veces se lanzaban acusaciones de trampas y pactos y estaban a punto de llegar a las manos; al final acababan todos enfurruñados y el perdedor, enrabietado, se aislaba en un rincón.
En mitad de una de esas riñas acaloradas en las que se chillaban con los rostros encendidos, justo cuando hacía dos semanas que se ocultaban en el almacén, procedente del otro rincón de la estancia llegó hasta ellos una voz que les pedía amablemente que se callaran.
Pertenecía a Ash, que se incorporó en el camastro con los ojos entornados con gesto de fastidio.
—¡Maestro Ash! —exclamó Aléas.
—Sí —respondió el anciano, como decidiendo que, en efecto, era él.
Con los puertos todavía cerrados y vigente el decreto que prohibía que zarparan los barcos amarrados en sus muelles, eran pocos los capitanes dispuestos a acercarse a Q'os con sus mercancías, y quienes lo hacían vendían inevitablemente sus productos por unos importes exorbitados.
En consecuencia, el precio de los alimentos alcanzó unas cotas que sólo podían permitirse las clases pudientes. El decimoquinto día del bloqueo autoimpuesto estallaron los primeros disturbios, provocados por la desesperación dada la escasez de víveres. Todo un distrito de almacenes en el norte de la ciudad quedó arrasado. Las hogueras crepitaban por todas partes y levantaron barricadas en las calles. En la plaza de los Castigos un escuadrón de caballería cargó contra un par de centenares de personas que pedían pan, la mayoría de ellas mujeres y niños hambrientos.
Al día siguiente se reabrieron los puertos.
Ese día en el Templo de Sentiate no había nadie más que sus moradores, pues se había clausurado igual que todos los centros de ocio de Q'os hasta que concluyeran los días de luto por el hijo de la matriarca.
Ché, por su parte, no consideraba la muerte de Kirkus una pérdida irreparable. Conocía perfectamente el carácter del joven sacerdote y sabía que los delirios de grandeza lo habían convertido en un patán que, mientras esperaba que su madre se quitara de en medio y le cediera el trono, causaba estragos allá por donde pasaba. ¿Quién sabía qué tipo de monstruosidades habría llevado a cabo si alguna vez hubiera alcanzado el estatus de Santo Patriarca? Si hubiera vivido lo suficiente para subir al trono, habría sido el primer patriarca nacido y criado para tal papel, pues todos los gobernantes anteriores habían trepado hasta el poder y se habían aferrado a él con uñas y dientes, pero ninguno de ellos había permanecido lo bastante como para entregar el testigo a su descendiente. Así de encarnizada era la lucha por el trono.
Ché había recibido con asombro la noticia de la muerte del joven a su regreso a Q'os. En realidad, lo que le había sorprendido no era que Kirkus hubiera muerto, sino la proeza de los roshuns de matarlo. Desde el punto de vista de un colega de profesión, sintió una tremenda admiración. ¡Un ataque directo y frontal al templo! Se había maravillado de su audacia al oír los informes sobre el asalto. Nadie había previsto una acción así, por supuesto tampoco él. Los diplomáticos imperiales eran adiestrados en métodos más sutiles; nunca se planteaban sus actuaciones en términos tan directos.
En el Templo de Sentiate, la madre de Ché había caído presa del pánico por lo que juzgaba una tragedia para el Imperio. Por extraño que pudiera parecer, se consideraba una persona que participaba activamente de los asuntos del Templo de los Suspiros, sobre todo en los que atañían directamente a la matriarca. Sin duda, como resultado de las charlas íntimas que mantenía a menudo con sus amantes sacerdotes del templo. Ché sabía que atraía a una clientela de una clase superior a la de la mayoría de sus compañeras.
—Tu piel tiene muy mal aspecto hoy —le reprendió cuando se sentaron junto a la fuente de la séptima planta del Templo de Sentiate.
—Gracias por recordármelo, madre.
—No te cuidas nada. Pareces agotado.
Ché apartó la cara para que su madre dejara de hacerle carantoñas.
—He pasado un tiempo fuera, ocupándome de asuntos de diplomacia. Ha sido complicado.