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Authors: Francis Fukuyama
En el fondo, y comparado con Samuel P. Huntington, Fukuyama es un optimista histórico. Sería la extensión de la Ilustración, es decir, el progreso de la dignidad humana y de la racionalidad, lo que nos conduciría al liberalismo y al fin de la historia. Un ecologista, por ejemplo, no estaría tan esperanzado. Para Huntington, “el mundo se ordenará sobre las civilizaciones o no se ordenará en absoluto. Fukuyama, en cambio cree que todas las civilizaciones acabarán por seguir el modelo que ha tenido éxito (liberal y americano) por la sencilla razón de que los individuos saben que ese es el modelo que da más libertad y más progreso. El propio Fukuyama no ha tenido reparo en reconocer que lo que el mundo admira no son los valores americanos de hoy, sino los de dos o tres generaciones atrás (el del el viejo cine en blanco y negro!). Quizás, como todos los optimistas, tienda a la ingenuidad. Pero es Su derecho.
Fukuyama puede ser entendido, finalmente, como un pensador “anti-”, pero eso no nada significativo. Sencillamente, también se puede sospechar de los filósofos de la sospecha. Lo contrario sería tan absurdo como la tontería de esos padres que, por haber sido moderadamente contestatarios en algún momento del pasado, se sorprenden cuando sus hijos les contestan (también) a ellos. En la urgente tarea de olvidar a Marx, Nietzsche y Freud (cadáveres excelentes, pero cadáveres), Fukuyama tiene, tal vez, algo que decir.
Conviene “desfacer entuertos” y recordar que Fukuyama no es un liberal en el sentido más usual de la palabra (no admite la libre competencia radical, ni la neutralidad del Estado, ni –mucho menos– el individualismo moral) sino un comunitarista, es decir, un partidario de la comunidad como legitimadora de la moralidad. A un liberal, la comunidad se le presenta, generalmente, como un lamentable amasijo de hipocresías compartidas y de tópicos tradicionales. A Fukuyama, sin embargo, le parece que la comunidad ofrece el conjunto de elementos identitarios básicos, ante los cuales el ser humano es, cuanto menos, “poco libre”. La idea de la centralidad de la familia a la hora de establecer criterios de identidad es, también, vieja como el mundo. La psicología (al poner énfasis sobre el papel de la madre) y la antropología (destacando el valor económico de los vínculos familiares) han repetido hasta la saciedad ideas similares a las que encontramos en Trust. El valor que puede tener el libro, sin embargo, está en su intento de responder a las tendencias sociológicas que (de Adorno hasta finales del XX) pusieron énfasis en la decadencia de la familia y de las relaciones humanas “cálidas” que parecían poco menos que superadas y premodernas.
Para Fukuyama el motor de la historia es el resorte psicológico (con consecuencias morales) que él denomina “la lucha por el reconocimiento”. Se supone que a los humanos les gusta competir, ser reconocidos y vencer. Por eso el liberalismo –contra la tesis de Weber– sería “natural” y no dependería de ningún tipo de condición sociológica o económica previa. No es la economía, sino la forma de pensar, los hábitos y el consenso social, lo que hace que los humanos actúen como lo hacen. Por así decirlo, primero existe una “mentalidad cooperativa” y después una determinada economía. Bruto no es causa, sino consecuencia, de la liberalización. comunicaciones y el transporte, facilitan la extensión de las sociedades liberales, pero no las provocan.
Y lo mismo podría decirse de la ciencia. En palabras de Fukuyama: “la lógica de una ciencia natural moderna progresista predispone las sociedades humanas hacia el capitalismo sólo hasta cierto punto en la medida en que el hombre pueda ver claramente su propio interés económico”. Es el reconocimiento, el motor (egoísta) de la acción humana, lo que los humanos buscan a través de la economía –y no al revés. En “Trust” queda claro (tal vez es lo más comunitarista del libro) que “el reconocimiento, la religión, la justicia, el prestigio y el honor” (elementos nada utilitarios, por cierto) son cruciales para la sociedad. La economía es una consecuencia –y no una causa- de la búsqueda de reconocimiento. Fukuyama define la cultura como: “Un hábito ético heredado”, es decir, como una serie de pautas, morales cuyo cumplimiento lleva implícito el éxito social comunitario (o “reconocimiento”.
La confianza mutua sería, en ese contexto, una especie de correctivo de las tendencias nihilistas implícitas en una “lucha por el reconocimiento” que, llevada a su extremo significaría la pugna de todos contra todos, en la tradición hobbesiana. Siguiendo al autor: la confianza no reside en los circuitos integrados ni en los cables de fibra óptica”, aunque todo eso no existiría sin confianza.
El Producto Interior La tecnología, las
Textualmente, Fukuyama define así el tema: “Confianza es la expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado, honrado y de cooperación, basándose en normas compartidas por todos los miembros que la integran. Estas normas pueden referirse a cuestiones de “valor” profundo, como la naturaleza de Dios o la justicia, pero engloban también las normas deontológicas como las profesionales y códigos de comportamiento”.
En definitiva, sin “aprendizaje de la colaboración”, sin un esfuerzo de construcción del “arte asociativo”, no hay comunidad posible. Confieso que no entiendo qué tiene esa tesis de nuevo, ni de provocador, ni de contrario a los intereses de los empobrecidos de la Tierra. Más bien me parece puro sentido común. Es más, ni siquiera se puede ser individualista sin un cierto nivel de confianza en los otros individuos. Y cualquier utilitarista que no tenga una visión unilateral del mundo, aceptará que los códigos éticos exigen, para ser eficaces, una confianza en una visión del mundo compartida.
Se podrá discutir el énfasis de Fukuyama en la familia, que oculta mucha miseria y siglos de sumisión femenina, pero –una vez más– no debiera olvidarse que los humanos no somos exactamente “mónadas” leibnizianas. Aprender a trabajar juntos, sin resquemores y sin prejuicios, es una necesidad en la construcción de la sociedad del conocimiento. Y la tesis de la confianza puede ayudarnos a ello.
RAMÓN ALCOBERRO
Profesor de la Universidad de Gerona, España.
En un cómico alarde de triunfalismo, Francis Fukuyama se atrevió a asegurar que esa victoria significaba, ni más ni menos, que el "final de la Historia". El artículo que hizo famosa su tesis aún contenía una dosis de duda, expresada en forma de signos de interrogación ("¿El Final de la Historia?", The National Interest, verano de 1989). Sin embargo, algunos meses después Fukuyama suprimía los interrogantes y lo daba por un hecho consumado e irreversible: su libro
The End of History and the last man
aparecía en 1992
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. Visto desde la perspectiva que nos dan un puñado de años, resulta patético que tan pobre argumentación como la sostenida por Fukuyama (tanto en su famoso artículo como en el libro) dieran lugar a tanto revuelo: debates, seminarios, numerosísimos artículos de prensa, etc. El paso de sólo unos pocos años ha arrinconado las tesis de Fukuyama en el basurero intelectual de nuestra Historia Contemporánea.
Lo único que a mí me llamó la atención de la figura de Fukuyama y de sus tesis es que nadie parecía prestar ni el más mínimo interés a la más que reveladora biografía del personaje. Sí, se nos dijo que pertenecía a la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado norteamericano. Ya era un dato elocuente, porque nos daba el perfil de nuestro personaje como un "intelectual a sueldo" y no de cualquier institución académica, sino del todopoderoso Departamento de Estado de la mayor superpotencia mundial. No cabía imaginar que estas tesis surgieran "porque sí", como fruto de una elaboración intelectual autónoma, sino dentro de un contexto de búsqueda de argumentaciones legitimadoras, elaboradas específicamente para servir a los objetivos de la potencia hegemónica mundial, los EE.UU.
Artículo extraído de la revista "Hespérides", 8, noviembre de 1995.
Pero antes de trabajar para el Departamento de Estado, Fukuyama había sido un "analista" en la plantilla de la Rand Corporation. Y después del renombre que le dio su artículo volvió a la Rand Corporation como "asesor residente". ¿Qué es esta organización? La Rand Corporation, pese a que su nombre pueda sugerirnos que es una empresa industrial o comercial, "fue creada en 1946 por las Fuerzas Aéreas de los EE.UU. para dar continuidad a la colaboración entre científicos universitarios y jefes militares, iniciada durante la Segunda Guerra Mundial"
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.
Durante sus primeros años de andadura la Rand Corporation se centró en la realización de estudios típicamente "ingenieriles", es decir, estudios sobre la viabilidad práctica y los costes de producción de complicados artilugios termonucleares que a la sazón eran la obsesión de apasionados por la "high-tech". Pero desde principios de los años 60 "la Rand se encargó de aplicar sus conocimientos en materia de análisis de contrainsurgencia y la guerra limitada"
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. A partir de evolucionando hasta transformarse en un genuino brain trust con especialistas dedicados a aero-espaciales y armamentos los estrategas norteamericanos,
sistemas al estudio de la entonces la Rand ha ido todos los ámbitos de la Defensa, incluyendo en sus plantillas a sociólogos, antropólogos, historiadores y —por lo que se ve— hasta aprendices de filósofo. Entre las obras publicadas por la Rand uno puede encontrarse desde un manual de antropología cultural a un estudio histórico sobre las causas de la derrota de la Wehrmacht en Rusia, pasando por un análisis de costes de producción en sistemas de radares. Y también el libro El Final de la Historia que, como ingenuamente reconoce Fukuyama en el capítulo de "Agradecimientos", fue posible gracias al apoyo prestado por la Rand Corporation. Tan sugestivo organismo es financiado por órganos estatales norteamericanos (por ejemplo, las Fuerzas Aéreas) y por las grandes empresas norteamericanas. La Rand Corporation no es un caso aislado. Decenas de instituciones similares, vinculadas en muchos casos a prestigiosas Universidades, trabajan en multiplicidad de áreas al servicio de los intereses del "complejo militarindustrial" norteamericano. Y aprovecho la ocasión para señalar y recordar que la expresión de "complejo militar-industrial" no se debe a ningún visionario marxista del Tercer Mundo, ni a ningún propagandista a sueldo del Kremlin, sino al mismísimo Dwight Ike Eisenhower, ex-Comandante en Jefe de las Fuerzas Aliadas en Europa Occidental durante la Segunda Guerra Mundial y ex-Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.
En opinión de Michael T. Klare, la Rand Corporation y la miríada de instituciones afines que existen en EE.UU. son una rama más de su poderío militar: "este cuerpo de personal científico y técnico sin uniforme militar forma el Cuarto Ejército de la nación".
Teniendo en cuenta esta biografía intelectual, resulta sorprendente que alguien se tomara en serio los dislates de Fukuyama. Eran lo que eran: ideología elaborada a las órdenes del Pentágono y de las más potentes Empresas Transnacionales de capital norteamericano. Además, el final de la historia había sido ya anunciado por mentes bastante más preclaras que las de Fukuyama, incluyendo las de Hegel y Marx, sin que hasta ahora la Historia haya hecho el menor esfuerzo por cumplir tan brillantes vaticinios. En realidad, la obsesión por alcanzar el final de la Historia es una constante desde que la tradición judeocristiana impuso en Occidente su visión lineal y teleológica de la Historia.
Las tesis de Fukuyama cayeron rápidamente en un justo olvido. Pero lo más revelador es que quienes primero apoyaron este nuevo paradigma perdieron muy pronto interés por él. Resumiéndolo en su forma mínima, el argumento de Fukuyama era que la victoria de la democracia liberal y el capitalismo era ya un hecho incuestionable e irreversible. Los conflictos que el mundo pudiera seguir contemplando en los años venideros ya no serían más que patéticas escaramuzas entre las fuerzas que encarnaban antiguos valores, en fase de descomposición, y la imparable fuerza que encarnaba la posthistoria.
Era un planteamiento netamente "desmovilizador". Cualquier estudioso aficionado de estrategia sabe que hay dos formas absolutamente seguras de perder en una guerra: darla por perdida de antemano y darla por ganada de antemano.
Si la victoria ya se había producido, si su consolidación era absolutamente inevitable, ¿para qué mantener en pie el gigantesco complejo militar-industrial norteamericano? Ahora que ya hemos vencido —podrían pensar los norteamericanos de a pie— sólo nos queda como tarea importante en este mundo encontrar un rato para jugar al golf o sentarnos con una montaña de botes de cerveza ante una transmisión televisiva de la NBA.
Las ideas de Fukuyama se convertían así en objetivamente peligrosas para mantener movilizado y en tensión el cuerpo de la sociedad norteamericana. Hacía falta un nuevo paradigma. Y aquí entra en escena Samuel P. Huntington. Este intelectual es el Director del Instituto John M. Olín. Un dato en absoluto irrelevante al respecto es que la Conferencia que inspiró el tristemente famoso artículo
¿El fin de la historia?
de Fukuyama fue pronunciada precisamente en este Instituto Olín. Dicho de otra manera, el Instituto Olín forma parte del complejo entramado de instituciones académicas o para-académicas al servicio directo del complejo militar-industrial norteamericano.
Las tesis de Huntington son relativamente bien conocidas y se resumen en la afirmación de que el próximo siglo XXI será el del "choque entre civilizaciones". Huntington diseña un mundo compuesto por ocho grandes civilizaciones, a saber, la occidental o euro-norteamericana, la europeo-oriental o eslava, la islámica, la confuciana, la budista, la japonesa, la latinoamericana y la africana. Estas ocho grandes civilizaciones actuarían a manera de gigantescas "placas tectónicas" que chocaran entre sí, dando lugar a una serie de conflictos que constituirían la esencia del próximo siglo.
A la teoría del señor Huntington se le podrían oponer un sinfín de consideraciones. Para empezar, las civilizaciones en que divide a la Humanidad son bastante caprichosas y resultan más inteligibles para un conocedor de los objetivos estratégicos norteamericanos que para un sesudo especialista en Historia de las Culturas. Por ejemplo, llama la atención que se individualice como una de las grandes ocho civilizaciones del mundo a la japonesa, rechazando el incluirla en la confuciana o en la budista, lo que sería mucho más lógico desde el punto de vista de la Historia Cultural. La razón para esto no es otra que la percepción de Japón como gran amenaza para los EE.UU. En un artículo titulado "Los nuevos intereses estratégicos de EE.UU."
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, Huntington escribía que uno de los objetivos primordiales de los EE.UU. era "mantener a EE.UU. como primera potencia mundial, lo que en la próxima década significa hacer frente al desafío económico japonés (...) EE.UU. está obsesionado con Japón por las mismas razones que una vez estuvo obsesionado con la Unión Soviética: ve a aquel país como una gran amenaza para su primacía en un campo crucial del poder (...) La preocupación ya no es la vulnerabilidad de los misiles, sino la vulnerabilidad de los semiconductores (...) Los estudios se centran en cifras comparativas de EE.UU. y Japón en crecimiento económico, productividad, exportaciones de alta tecnología, ahorro, inversiones, patentes, investigación y desarrollo. Aquí es donde reside la amenaza al predominio norteamericano y donde sus gentes lo perciben".