El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (47 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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A mi lado, la joven gorda soltó una risita, pero a mí no me hizo ninguna gracia. Porque yo, después del
shuffling,
había empezado a experimentar molestias por culpa de algunos olores. Sin ir más lejos, al oler su agua de colonia con fragancia a melón, oía resonar unos millos dentro de mi cabeza. Si cada vez que olía algo, cambiaba mi conexión, aquello podía ser horroroso.

—Lo solucionamos intercalando unas ondas sonoras específicas entre los dígitos. Nos vimos obligados a hacerlo porque cierto tipo de olores producían reacciones semejantes a las originadas por la señal de arranque. El otro problema era que, en el caso de algunos sujetos, aunque la conexión cambiara correctamente, no se ponía en marcha el sistema de pensamiento original. Tras largas investigaciones, descubrimos que el sistema de pensamiento de los individuos en cuestión tenía un problema de origen. Su núcleo de la conciencia era inestable y poco denso. Eran hombres sanos e inteligentes, pero su identidad mental estaba poco desarrollada y estructurada. Otros mostraban una patente falta de dominio: poseían una marcada identidad, pero su indisciplina obstaculizaba el uso de su núcleo de la conciencia. En resumen, que descubrimos que la operación no bastaba para acceder al
shuffling,
sino que se precisaban otros requisitos suplementarios.

»En fin, que quedaron tres. En los tres casos, la conexión cambiaba con la señal y desempeñaban su tarea de manera eficaz y estable sirviéndose del sistema de pensamiento original congelado. Tras someterlos a repetidas pruebas durante un mes, nos dieron luz verde.

—Y después recibimos el tratamiento
shuffling,
¿no es cierto?

—Exacto. Antes de eso, para estudiar esa cuestión y tras múltiples entrevistas a casi quinientos candidatos, seleccionamos a veintiséis hombres físicamente sanos y sin antecedentes de enfermedades mentales, poseedores de una personalidad original, y capaces, además, de controlar sus propios actos y sentimientos. Una labor ingente. Hay muchas cosas que no se detectan sólo con exámenes y entrevistas. El Sistema elaboró un detalladísimo informe de cada uno de los veintiséis individuos. Su procedencia, trayectoria escolar, familia, vida sexual, hábitos en la comida y la bebida... Todo. Los estudiaron a fondo. Por eso le conozco a usted tan bien como a mí mismo.

—Hay algo que no entiendo —dije—. Según he oído, nuestro núcleo de la conciencia, es decir, la caja negra, está guardada en la biblioteca del Sistema. ¿Cómo lo consiguió?

—Calcamos íntegramente sus sistemas de pensamiento. Al acabar la reproducción, decidimos guardarla en el banco central de datos. Lo hicimos por seguridad. Por si a ustedes les sucedía algo.

—¿Y esa reproducción es exacta?

—No, claro que no. Pero dado que la zona superficial está cortada con eficacia, y calcar esta parte es bastante fácil, la reproducción se acerca bastante a la realidad. Para ser exactos, esta reproducción está hecha con un holograma y tres tipos de coordenadas planas. Con los ordenadores convencionales habría sido imposible realizar esta tarea, pero los ordenadores de última generación poseen bastantes funciones del tipo de la fábrica de formas y son capaces de adecuarse a las estructuras complejas de la conciencia. En definitiva, presenta los mismos problemas que trazar un plano, pero no creo que merezca la pena extenderse sobre ello. Dicho de un modo sencillo, el método del calcado consiste en lo siguiente: primero se introducen en el ordenador muchos patrones de descargas eléctricas procedentes de su conciencia. Cada uno de los patrones está ligeramente desplazado, debido a que los chips del interior de las líneas han sufrido una reorganización, al igual que las líneas de los haces. Entre los elementos reorganizados, algunos deben cuantificarse y otros no. Es el ordenador quien los discrimina. Los elementos sin valor son eliminados y los demás quedan grabados como patrón básico. Este proceso se repite millones de veces. Es como ir superponiendo láminas de plástico. Después, una vez que se ha comprobado que la diferencia ya no aparece, se guarda el patrón como caja negra.

—¿Está usted hablando de reproducir el cerebro?

—No, en absoluto. Reproducir el cerebro es imposible. Sólo me limité a fijar su sistema de conciencia a nivel fenomenal. Dentro de una temporalidad estable. Porque nada podemos hacer ante la ductilidad que muestra el cerebro durante el paso del tiempo. Pero yo di un paso más, ¿sabe? Logré reproducir la caja negra en imágenes. —Su mirada se posó en su nieta y luego en mí—. Sí, transformé en imágenes el núcleo de la conciencia. Nadie lo había conseguido hasta entonces. Porque era imposible. Pero yo lo hice posible. ¿Cómo cree que lo logré?

—Pues no lo sé.

—Le mostré un objeto al individuo examinado, analicé la reacción eléctrica que producía esta visión en su cerebro, la pasé a cifras y, luego, a puntos. Al principio, sólo obtuve un gráfico muy esquemático, pero a medida que fui corrigiéndolo y añadiéndole detalles, logré que en la pantalla del ordenador apareciera la misma imagen que él había visualizado. Es más complicado de lo que puede parecer y requiere mucho tiempo y esfuerzo, pero, simplificando, vendría a ser algo así. Conforme se va repitiendo, una y otra vez, el ordenador va asimilando el modelo y aprende a reproducir automáticamente las imágenes a partir de las reacciones eléctricas del cerebro. Los ordenadores son una joya. Mientras se les den instrucciones coherentes, trabajan con coherencia.

»A continuación, una vez que el ordenador ha asimilado el modelo, se le introduce la caja negra. Y entonces se obra el prodigio: aparece una representación figurativa del núcleo de la conciencia. Las imágenes son extremadamente confusas y fragmentarias, claro está, y no tienen sentido por sí mismas. Hay que montarlas, como si fuera una película. Se cortan unos elementos, se pegan otros, se eliminan algunas cosas, se combinan otras. Y se transforman en una historia con sentido.

—¿En una historia?

—No es tan extraordinario como parece —dijo el profesor—. Un buen músico plasma su pensamiento y su conciencia en la música, un pintor en los colores y las formas. Y un escritor los refleja en una historia. Pues bien, esto sigue la misma lógica. Como se trata de una conversión, no es un calco exacto, pero sí representa a grandes rasgos el estado de la conciencia. De todos modos, por preciso que sea el calco, contemplando una sucesión de imágenes confusas no se obtiene una visión global de la conciencia. Además, poco importa eso, pues esta visualización no tiene utilidad práctica alguna. En realidad, la hice como hobby.

—¿Como hobby?

—Yo, antes..., bueno, antes de la guerra..., fui ayudante de montaje cinematográfico. Por eso soy tan bueno montando. De hecho, este trabajo consiste en ordenar el caos. En fin, que me encerré en mi laboratorio y trabajé solo, sin pedir la colaboración de mi equipo. Nadie sabía a qué me dedicaba. Y los datos de la visualización que recopilé me los llevé secretamente a casa. Eran mi patrimonio.

—¿Convirtió en imágenes la conciencia de veintiséis personas?

—Sí, la de todas ellas. Les fui poniendo nombre, y ese nombre se convirtió en el título de la caja negra. A la suya la llamé «El fin del mundo».

—«El fin del mundo», sí. Siempre me ha desconcertado muchísimo que se llamara de esta forma.

—Luego hablaremos de eso —dijo el profesor—. En fin, que nadie se enteró de que había convertido en imágenes la conciencia de los veintiséis individuos. Tampoco yo se lo conté a nadie. Porque deseaba proseguir la investigación al margen del Sistema. Había coronado con éxito el proyecto encomendado, había concluido los experimentos necesarios con material humano. Estaba harto de investigar para otros. Quería volver a trabajar a mis anchas, tocando un poco esto, un poco lo de más allá, según me viniera en gana. No soy de esos científicos que se enfrascan en una única investigación. Va más con mi carácter abordar varios estudios paralelos. Por allá craneología, por aquí acústica, y, de modo simultáneo, estudios del cerebro. Y esto es imposible cuando trabajas para terceros. Por eso, en cuanto concluí esta etapa de la investigación le dije al Sistema que ya había terminado mi trabajo, que sólo faltaba algún detalle técnico y que había llegado el momento de irme. Pero no me dejaron. Porque yo sabía demasiado sobre el proyecto. Pensaban que si me unía a los semióticos, los planes del
shuffling
quedarían en agua de borrajas. Para ellos, o eres amigo o eres enemigo. Me pidieron que esperara tres meses. Y que, mientras tanto, prosiguiera mis investigaciones particulares en su laboratorio. Que no tendría que trabajar y que me darían primas extraordinarias. Que tardarían tres meses en completar un estricto programa para salvaguardar el secreto y que me quedara hasta entonces. Yo soy un hombre libre de nacimiento y me desagradó enormemente verme atado de ese modo, pero el trato era muy ventajoso. De modo que decidí quedarme tres meses más haciendo lo que me viniese en gana.

»Pero estar ocioso no trae nada bueno. Tenía mucho tiempo libre y se me ocurrió instalar en el cerebro de los sujetos (es decir, en el de usted) un circuito más en la conexión. Un tercer circuito de pensamiento. Y en este circuito 3 incorporé el núcleo de la conciencia que yo había montado.

—¿Y por qué hizo eso?

—Por un lado, porque quería ver qué efectos producía en los sujetos. Quería comprobar cómo funcionaba, dentro de sus mentes, una conciencia manipulada por otro individuo. En toda la historia de la humanidad no existe un ejemplo tan claro. También lo hice, aunque era un móvil secundario, por otro motivo: ya que el Sistema me trataba como a un objeto de su propiedad, yo también quería utilizarlos a ellos como se me antojara. Quería crear al menos una función sin que ellos lo supieran.

—¿Y sólo por eso nos embutió en la cabeza un montón de circuitos tan complejos como las líneas ferroviarias?

—No, por favor. Cuando le oigo hablar así, me avergüenzo de mí mismo. Me avergüenzo de veras. Quizá usted no lo sepa, pero la curiosidad científica es muy difícil de reprimir. Por supuesto, los experimentos con seres humanos realizados por los científicos que colaboraban con los nazis en los campos de concentración me parecen odiosos y repugnantes. Pero en mi fuero interno me digo: «Puestos a hacerlos, ¿por qué no los llevaron a cabo de un modo más hábil y eficaz?». En el fondo, todos los científicos que experimentamos con seres humanos pensamos del mismo modo. Además, yo no puse en peligro la vida de nadie. Donde había dos, añadí un tercero. Sólo eso. Un pequeño cambio del curso del circuito no representaba carga alguna para el cerebro. Se trataba sólo de formular diferentes palabras utilizando las mismas letras.

—Aun así, lo cierto es que, exceptuándome a mí, todas las personas que recibieron el tratamiento
shuffling
murieron. ¿A qué se debió?

—Ni siquiera yo sé la respuesta —contestó el profesor—. Sí, tiene usted razón. De los veintiséis calculadores que recibieron el tratamiento para el
shuffling,
murieron veinticinco. Todos murieron en idénticas circunstancias. Se acostaron, se durmieron y, a la mañana siguiente, los encontraron muertos.

—Entonces —dije—, es posible que a mí me suceda lo mismo mañana, ¿no le parece?

—No es tan simple —dijo el profesor revolviéndose, incómodo, bajo la manta—. Sus muertes se fueron produciendo en el curso de seis meses. Y ocurrió en un lapso que va desde un año y dos meses a un año y ocho meses después de concluir los experimentos. Y sólo usted, tres años y tres meses más tarde, sigue efectuando el
shuffling
sin problemas. La única explicación posible es que usted debe de poseer alguna cualidad especial que los otros no tenían.

—¿Especial? ¿A qué se refiere?

—Bueno... Por cierto, después del tratamiento
shuffling,
¿notó usted algún síntoma extraño? ¿Sufrió alucinaciones auditivas, visiones, lipotimias o algo parecido?

—No, nada —dije—. Ni tengo visiones ni alucinaciones auditivas. Sólo que me da la impresión de que me he vuelto terriblemente sensible a determinados olores. En general, a los olores de las frutas.

—Eso les sucedía a todos. El olor a ciertas frutas produce un efecto en la conexión. Ignoro por qué, pero es así. Pero eso no le ha provocado alucinaciones auditivas, visiones ni desmayos, ¿verdad?

—No —respondí.

—Hum... —El anciano reflexionó unos instantes—, ¿Y aparte de eso?

—Verá, lo he notado por primera vez hace un rato, pero me ha dado la sensación de que los recuerdos ocultos iban a volver. Hasta hoy no habían sido más que retazos de memoria y no le había dado importancia, pero, hace un rato, el recuerdo era muy nítido y se ha prolongado bastante tiempo. Sé la causa. Lo ha desencadenado el ruido del agua. Pero no ha sido una visión. Era un recuerdo real, estoy seguro.

—No, no es cierto —negó categóricamente el profesor—. Tal vez usted lo haya percibido como auténtico, pero era un puente artificial creado por usted. Es decir que, entre su propia identidad y la conciencia que yo monté y le implanté, ha surgido una divergencia, lógica y natural. Y usted está intentando tender un puente sobre esta contradicción para legitimar su propia existencia.

—No lo entiendo. Hasta ahora nunca me había sucedido. ¿Por qué ahora ha empezado de repente?

—Porque yo le he cambiado la conexión y he liberado el tercer circuito —dijo el profesor—. Pero procedamos por orden. Si no, a mí me costará explicárselo, y a usted, entenderlo.

Saqué la botella de whisky y tomé un trago. Tenía la sensación de que la historia que se disponía a contarme iba a ser más espeluznante de lo que había imaginado.

—Tras fallecer las ocho primeras personas, el Sistema me llamó para que investigara las causas de esas muertes. Para serle franco, hubiera preferido desvincularme de aquel asunto, pero aquella técnica la había desarrollado yo y se trataba de un asunto de vida o muerte, de modo que no pude mantenerme al margen. Decidí acudir y averiguar qué pasaba. Ellos me explicaron las circunstancias de la muerte de los calculadores y me mostraron el resultado de la autopsia cerebral. Tal como le he dicho, los ocho habían fallecido en circunstancias idénticas, todos por causas desconocidas. No tenían lesiones ni en el cuerpo ni en el cerebro, todos habían dejado de respirar mientras dormían pacíficamente. Parecía una muerte por eutanasia. En su rostro no se apreciaban signos de agonía.

—¿No descubrió la causa de la muerte?

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