Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Por la mañana, al abrir los ojos, vi que aquel prodigioso tiempo soleado que se había prolongado a lo largo de tres días había llegado a su fin. El cielo estaba cubierto de una capa uniforme de oscuros nubarrones, y los rayos de sol, que a duras penas lograban atravesarlos y alcanzar la tierra, habían perdido ya su tibieza y su brillo. Envueltos en aquella luz helada fundida en gris, los árboles tendían al aire sus ramas peladas, desprovistas de hojas, recortándose en el cielo como si fueran grietas, y el río dejaba oír su gélido murmullo por los alrededores.
El cariz del cielo presagiaba nieve de un momento a otro, pero no nevaba.
—Hoy no nevará —me explicó el anciano—. Estas nubes no son de nieve.
Abrí la ventana y, una vez más, miré el cielo, pero fui incapaz de discernir cuáles podían dejar caer nieve y cuáles no.
El guardián estaba sentado ante una gran estufa de hierro, descalzo, calentándose los pies. La estufa era del mismo modelo que la de la biblioteca. En la parte superior tenía una superficie plana, donde cabían una tetera y una olla, y, en la inferior, un cajón para recoger la ceniza. La parte frontal tenía forma de escritorio, con una gran asa metálica. El guardián estaba sentado en una silla, con los pies apoyados en el asa de la estufa. Debido al vapor que exhalaba la tetera y al olor del tabaco de pipa barato —imagino que se trataba de un sucedáneo—, la atmósfera era húmeda y pegajosa. Seguro que el tufo a pies también tenía algo que ver. Detrás de la silla donde estaba sentado había una gran mesa de madera y, encima de ésta, se alineaban destrales y hachas junto a una piedra de afilar. Tanto los destrales como las hachas tenían el mango tan gastado que apenas se reconocía su color.
—Es una bufanda —dije, abordando enseguida la cuestión—. Sin bufanda, se me hiela el cuello.
—Claro, claro —dijo el guardián con aire comprensivo—. Es normal.
—En el archivo del fondo de la biblioteca hay ropa que nadie utiliza. He pensado que quizá podía usar algunas prendas.
—¡Ah! ¿Esa ropa? Utiliza la que quieras. Tratándose de ti, no hay problema. Coge una bufanda, un abrigo, lo que necesites.
—¿No pertenecen a nadie?
—No te preocupes por los dueños de la ropa. Aunque los hubiera, hace ya tiempo que se han olvidado de ella... ¡Ah! Por lo visto, estás buscando un instrumento musical, ¿no?
Asentí. Aquel hombre lo sabía todo.
—Por principio, en esta ciudad no existen instrumentos musicales —dijo—, Pero eso no significa que no haya ninguno. Eres muy responsable en tu trabajo, no hay ningún inconveniente en que te hagas con uno. Ve a la central eléctrica y pregúntale al encargado. Quizá él pueda ayudarte.
—¿La central eléctrica? —me sorprendí.
—Pues claro —dijo y señaló la bombilla que pendía encima de su cabeza—. ¿De dónde diablos creías que venía la electricidad? ¿De los manzanos?
Riendo, me dibujó un mapa en el que me indicó cómo ir a la central eléctrica.
—Remonta el río, todo recto hacia el este, por la orilla sur. A los treinta minutos encontrarás, a tu derecha, un viejo granero, sin tejado ni puerta. Una vez allí, tuerce a la derecha y sigue recto. Al rato encontrarás una colina y, pasada la colina, un bosque. Al poco de entrar en el bosque, a unos quinientos metros, verás la central eléctrica. ¿Lo has entendido?
—Creo que sí. Pero pensaba que era muy peligroso ir al bosque en invierno. Todo el mundo lo dice. Además, ya he tenido una mala experiencia.
—¡Ah, sí! Lo había olvidado por completo. Es verdad, tuve que llevarte a la Residencia Oficial, colina arriba, en la carreta. ¿Ya te encuentras bien?
—Sí. Muchas gracias.
—Veo que has salido escaldado, ¿eh?
—Pues sí.
Sonriendo con sorna, el guardián cambió de posición los pies que tenía apoyados en el asa.
—Escarmentar es bueno. Te vuelves prudente. Y entonces ya no te haces daño nunca más. Un buen leñador tiene una sola cicatriz, ni una más, ni una menos. Una sola, ¿entiendes?
Asentí.
—Pero ir a la central eléctrica no entraña peligro. Está justo a la entrada del bosque y sólo hay un camino. No tiene pérdida. Tampoco te encontrarás a los habitantes del bosque. El peligro está en lo más profundo del bosque y cerca de la muralla. Si no te acercas, no te pasará nada. Pero ten en cuenta lo que voy a decirte: no te alejes, bajo ningún concepto, del camino, y no vayas más allá de la central eléctrica. Si lo haces, tal vez te veas metido en serios problemas.
—¿El encargado de la central eléctrica es un habitante del bosque?
—No, él no. No se parece a los del bosque ni a los que habitan en la ciudad. No es ni una cosa ni otra. No puede entrar en el bosque ni volver a la ciudad. Es inofensivo, pero también carece de agallas.
—¿Cómo son los habitantes del bosque?
El guardián dobló el cuello y me clavó la mirada, en silencio.
—Creo que ya te lo dije al principio. Tú eres libre de preguntar y yo soy libre de responder.
Asentí.
—Y a eso no quiero contestar, y punto —zanjó—. Por cierto, hace tiempo que dices que quieres ver a tu sombra, ¿verdad? Pues ya ha llegado el momento. Con el invierno, sus fuerzas han menguado un poco y no tengo inconveniente en que os veáis.
—¿Se encuentra mal?
—¡No, qué va! Si está como una rosa. Cada día la saco unas horas a hacer ejercicio y tiene un hambre canina. Sólo que, en invierno, los días son más cortos, hace frío, y eso a las sombras no les sienta bien. Nadie tiene la culpa. Es muy normal, lo más natural del mundo. No es culpa mía ni tuya. En fin, como vas a verla, podrás hablar de todo esto con ella.
El guardián cogió un manojo de llaves que colgaba de la pared, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y, bostezando, se ató los cordones de las recias botas de cuero. Parecían muy pesadas y las suelas estaban provistas de clavos de hierro para andar por la nieve.
Las sombras vivían en una especie de zona neutral entre la ciudad y el mundo exterior. Como yo no podía salir del recinto, ni la sombra podía entrar, la Plaza de las Sombras era el único sitio donde las personas que habían perdido su sombra podían encontrarse con las sombras que habían perdido a su persona. La plaza se hallaba detrás de la cabaña del guardián. De plaza sólo tenía el nombre, y ni siquiera era amplia. Era apenas mayor que el jardín de una casa, y estaba rodeada por una imponente reja de hierro.
El guardián sacó el manojo de llaves del bolsillo, abrió la puerta de hierro, me hizo pasar y luego entró él. La plaza formaba un cuadrado perfecto y aprovechaba la muralla que rodeaba la ciudad como pared de fondo. En un rincón se alzaba un viejo olmo y, debajo, había un banco sencillo. El olmo tenía los colores tan apagados que no se sabía si estaba vivo o muerto.
En un recoveco de la muralla, habían construido de manera provisional, con viejos ladrillos y cascotes, una cabaña. No tenía cristales en las ventanas y sólo contaba con un tablón de madera a modo de puerta. Como no se veía chimenea alguna, deduje que en ella debía de hacer frío.
—Tu sombra vive allí —me dijo el guardián—. Es más confortable de lo que parece. Hay agua corriente y retrete. También tiene un sótano donde no hay corrientes de aire. No es un hotel, pero protege de la lluvia y del viento. ¿Quieres entrar?
—No, prefiero quedarme aquí —contesté. El olor nauseabundo de la cabaña del guardián me había dado dolor de cabeza. Aunque hiciera frío, prefería respirar un poco de aire fresco.
—De acuerdo —dijo, y entró solo en la cabaña.
Me subí el cuello del abrigo, me senté en el banco situado bajo el olmo y me dispuse a esperar a mi sombra removiendo la tierra con el tacón del zapato. El suelo estaba duro, cubierto con algunas placas de hielo. Sólo al pie de la muralla, en las partes umbrías, quedaba nieve.
Al poco, salió el guardián acompañado de mi sombra. El guardián cruzó la plaza a zancadas, haciendo crujir el suelo helado bajo las suelas claveteadas, y mi sombra lo siguió, caminando despacio. No parecía encontrarse tan bien como había dicho el guardián. Se la veía más demacrada, y los ojos y la barba resaltaban de un modo extraordinario.
—Bueno, os dejaré solos —dijo el guardián—. Supongo que tendréis mucho de que hablar, así que charlad tranquilamente. Pero no prolonguéis mucho la cháchara: si por casualidad volvierais a juntaros, tardaría mucho en despegaros de nuevo. Y no serviría de nada. No representaría más que una molestia para ambos. ¿Comprendido?
Hice un gesto de asentimiento. El guardián tenía razón. Aunque nos juntáramos, nos separaría otra vez. Y tendríamos que empezar desde el principio.
Mi sombra y yo lo seguimos con la mirada mientras cerraba la verja con llave y se dirigía a su cabaña. El crujido de sus suelas claveteadas al morder el suelo fue alejándose poco a poco, y cuando finalmente la pesada puerta de madera se cerró a sus espaldas, la sombra se sentó a mi lado. Al igual que yo, empezó a escarbar en el suelo con el tacón del zapato. Llevaba un tosco y delgado jersey de punto, unos pantalones de trabajo y las viejas botas que le había dado yo.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¿Cómo voy a estarlo? —replicó—. Hace demasiado frío, la comida es espantosa.
—Me ha dicho que haces ejercicio todos los días.
—¿Ejercicio? —se quejó—. ¿A eso lo llama hacer ejercicio? Todos los días me arrastra fuera de la cabaña y me obliga a que lo ayude a quemar las bestias. Cargamos los cadáveres en la carreta, los sacamos al otro lado del portal, los llevamos al manzanar, los rociamos de aceite y los quemamos. Antes de quemarlos, el guardián los degüella con el hacha. Ya has visto la magnífica colección de cuchillos que tiene. Ese tipo, lo mires como lo mires, no está bien de la chaveta. Si tuviera la oportunidad, iría por el mundo dando hachazos a todo lo que se le pusiera por delante.
—¿El también es un hombre de la ciudad?
—No. Sólo es un empleado. Disfruta quemando las bestias. A las personas de la ciudad, eso ni se les pasa por la cabeza. Desde que ha empezado el invierno, ha quemado a muchísimas bestias. Esta mañana han muerto tres. Ahora iremos a quemarlas.
Al igual que yo, mi sombra siguió escarbando en el suelo helado con el tacón del zapato. El suelo estaba duro como una piedra. Un pájaro de invierno lanzó un agudo grito y alzó el vuelo desde la rama de un árbol.
—Encontré el mapa —dijo la sombra—. Estaba mucho mejor dibujado de lo que esperaba y las explicaciones eran muy buenas. Pero lo recibí demasiado tarde.
—Estuve enfermo dije.
—Sí, ya me enteré. Pero, una vez llegó el invierno, fue demasiado tarde. De haberlo tenido antes, las cosas hubiesen avanzado sin contratiempos y hubiese podido hacer planes.
—¿Planes?
—Para huir de aquí. Es obvio, ¿no? ¿Qué otros planes podría hacer? Supongo que no creerías que quería el mapa para divertirme, ¿no?
Negué con la cabeza y añadí:
—Pensaba que podrías decirme qué significa esta ciudad extraña. Después de todo, tú te quedaste con la mayor parte de mis recuerdos.
—Sí, ¿y qué? Tengo la mayoría de tus recuerdos, cierto. Pero yo solo no puedo utilizarlos con provecho. Para lograrlo, tendríamos que volver a juntarnos los dos. Y eso, en la práctica, es imposible: entonces no podríamos volver a vernos jamás y sería imposible trazar ningún plan. Así que, de momento, estoy pensando solo. Sobre el sentido de esta ciudad.
—¿Has comprendido algo?
—Algo. Pero todavía no puedo hablarte de eso. Si no contrasto algunos detalles, me faltarán ánimos, fuerza de convicción. Dame un poco de tiempo. Me da la impresión de que, si pienso un poco más, veré las cosas más claras. Pero quizá para entonces sea demasiado tarde. En invierno mi cuerpo se va debilitando más y más; de seguir así, no me extrañaría que, aunque ultimara mis planes de evasión, careciera de fuerzas para llevarlos a cabo. Por eso quería el mapa antes de que llegara el invierno.
Alcé los ojos hacia el olmo, encima de mi cabeza. A través de las gruesas ramas se veían pequeños fragmentos de nubes oscuras.
—Pero huir de aquí es imposible —repliqué—. Ya has visto el mapa, ¿no? No hay salida. Esto es el fin del mundo. No se puede volver atrás ni se puede seguir adelante.
—Tal vez sea el fin del mundo, pero estoy seguro de que se puede escapar de aquí. Lo sé con certeza. Está escrito en el cielo. Que hay una salida. Los pájaros sobrevuelan la muralla, ¿no es cierto? Y esos pájaros, ¿adónde van? Pues al mundo exterior. Al otro lado de la muralla existe otro mundo, sin duda alguna. Precisamente por eso la muralla rodea la ciudad: para evitar que la gente salga. Si en el exterior no hubiese nada, ¿para qué cercar la ciudad con un muro? Seguro que hay una salida en alguna parte.
—Quizá tengas razón.
—Y yo encontraré esa salida. Y huiré de aquí contigo. No quiero morir en un lugar tan miserable. —Tras pronunciar estas palabras, enmudeció y volvió a escarbar el suelo—. Creo que ya te había dicho que esta ciudad era un lugar antinatural y fundado en un error —dijo la sombra—. Pues sigo pensando lo mismo. Es antinatural y, encima, errónea. El problema está en que la ciudad se levanta sobre lo antinatural y lo erróneo. Y como todo es antinatural y distorsionado, todas las piezas encajan a la perfección. Y forman un todo redondo. Como esto. —En el suelo dibujó un círculo con el tacón—. Es un círculo cerrado. Por eso, cuando llevas mucho tiempo aquí dándole vueltas a las cosas, empiezas a convencerte de que ellos están en lo cierto y de que tú estás equivocado. Porque
ellos
parecen demasiado coherentes. ¿Entiendes?
—Perfectamente. A veces tengo la misma sensación. La de que, comparado con la ciudad, no soy más que un ser insignificante, lleno de contradicciones.
—Sin embargo, eso es falso —insistió la sombra trazando unos dibujos indescifrables al lado del círculo—. Nosotros tenemos razón y ellos están equivocados. Nosotros somos naturales y ellos no. Debes creerlo, creerlo mientras te queden fuerzas. Si no lo crees, la ciudad te acabará absorbiendo antes de que te des cuenta, y entonces ya será demasiado tarde.
—Pero lo correcto y erróneo es, al fin y al cabo, algo relativo. Además, a mí me han arrebatado la memoria, que es lo que debería darme la medida para distinguir ambas cosas.
La sombra asintió.
—Comprendo que te sientas confuso. Pero piensa en lo que voy a decirte. ¿Crees que existe el movimiento continuo?
—No. Por principio, no puede existir.