Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
—Eso ya lo sé —dije—. Lo que quería decir es que huyeras tú solo. Yo te ayudaré.
—En fin, está claro que aún no lo entiendes —dijo la sombra todavía con la cabeza recostada en la pared—. Si yo huyera solo y tú te quedaras, te encontrarías en una situación desesperada. Esto el guardián me lo ha explicado muy bien. Las sombras, todas las sombras, deben morir aquí. Las sombras que han salido de aquí tienen que volver a la ciudad a morir. Las sombras que no mueren aquí, aunque mueran, dejan tras de sí una muerte imperfecta. Es decir, que tú tendrías que vivir eternamente con corazón. Y, además, dentro del bosque. Porque allí viven las personas cuya sombra no ha tenido una muerte válida. Tú serías expulsado de la ciudad y tendrías que vagar eternamente por el bosque, perdido en tus pensamientos. Y ya conoces el bosque, ¿verdad?
Asentí.
—Sin embargo, a ella no podrías llevártela al bosque —prosiguió la sombra—. Porque ella es un ser «perfecto». Es decir, que no tiene corazón. Y las personas perfectas viven en la ciudad. No pueden vivir en el bosque. Vamos, que te quedarías completamente solo. ¿Comprendes por qué no tiene ningún sentido quedarse aquí?
—¿Y adonde va a parar el corazón de la gente?
—¡Pero si tú eres el lector de sueños! —exclamó la sombra con estupor—. ¿Cómo puedes ignorarlo?
—La verdad, no lo sé.
—Te lo explicaré. Los corazones son transportados al exterior por las bestias. A eso se le llama «vaciar». Las bestias absorben el corazón de las personas, lo recogen y lo llevan al mundo de fuera. Y cuando llega el invierno mueren, una tras otra, con todos los egos acumulados en su interior. No las mata el frío del invierno ni la falta de alimentos. Las mata el opresivo peso de los egos de la ciudad. Y, al llegar la primavera, nacen las crías. Nacen tantas crías como bestias han muerto. Y a su vez, al crecer, estas crías cargarán con el ego expulsado de los seres humanos y morirán. Este es el precio de la perfección. ¿Qué sentido tiene una perfección como ésta? Una perfección que se perpetúa a sí misma haciendo cargar al más débil, al más impotente, con todo.
Yo contemplaba la punta de mis zapatos sin decir nada.
—Cuando las bestias mueren, el guardián las decapita —prosiguió la sombra—. Porque en el interior de los cráneos están hondamente grabados los egos de las personas. Los cráneos se limpian y se entierran durante un año y, cuando sus fuerzas se han aplacado, se colocan en un estante de la biblioteca. Después, gracias a la labor del lector de sueños, se esfuman en el aire. El lector de sueños (es decir, tú) es una persona recién llegada a la ciudad a la que todavía no se le ha muerto la sombra. Los egos leídos por el lector de sueños son absorbidos por el aire y desaparecen no se sabe dónde. Eso son los «viejos sueños». En resumen, que tú cumples la función de una especie de toma de tierra. ¿Entiendes a lo que me refiero?
—Sí —dije.
—Cuando la sombra muere, el lector de sueños deja de serlo y se integra en la ciudad. De esta forma, la ciudad va girando eternamente alrededor del círculo de la perfección. Se obliga a los seres imperfectos a cargar con la parte imperfecta, se vive sorbiendo sólo la parte decantada del líquido. ¿Crees que esto es correcto? ¿Es éste un mundo real? ¿Deben ser así las cosas? Intenta considerarlo todo desde el punto de vista del débil, del imperfecto. Desde el punto de vista de las bestias, de las sombras y de los habitantes del bosque.
Permanecí con la vista clavada en la llama de la vela hasta que me dolieron los ojos. Entonces me quité las gafas y me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano.
—Vendré mañana a las tres —dije—. Tienes razón. Este no es el lugar donde debo estar.
Como era un domingo lluvioso, las cuatro secadoras de la lavandería de autoservicio estaban ocupadas. De cada uno de los tiradores colgaba una bolsa de plástico de colores o una bolsa de la compra. Había tres mujeres. Un ama de casa, que calculé que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años, y dos chicas que parecían huéspedes de la residencia para estudiantes universitarias que había en el barrio. El ama de casa, sentada en una silla de plástico con los brazos cruzados, se limitaba a mirar fijamente cómo giraba el bombo de la secadora igual que si estuviera viendo la televisión. Las dos chicas, la una junto a la otra, hojeaban un ejemplar de la revista
JJ.
Cuando entré, me observaron durante un rato con disimulo, pero luego volvieron a dirigir la vista a su colada y a su revista.
Me senté en una silla con la bolsa de Lufthansa sobre las rodillas, esperando a que llegara mi turno. El hecho de que las dos estudiantes no llevaran ningún paquete indicaba que su colada ya debía de estar dentro de la secadora. Por lo tanto, en cuanto quedara libre una de las cuatro máquinas, me tocaría a mí. Con cierto alivio, me dije que no tardaría demasiado. La simple idea de permanecer alrededor de una hora mirando cómo la ropa daba vueltas me deprimía. Me quedaban ya menos de veinticuatro horas.
Allí sentado, me relajé y mi mirada se perdió en algún punto del espacio. En la lavandería flotaba un olor peculiar, mezcla del olor característico de la ropa al secarse junto con el del detergente. A mi lado, las dos chicas hablaban sobre dibujos de jerséis. Ninguna de las dos era particularmente guapa, pero ya se sabe que las chicas sofisticadas no se pasan la tarde del domingo leyendo revistas en la lavandería.
Contrariamente a lo que había supuesto, las secadoras tardaban mucho en detenerse. Sobre las lavanderías corren máximas y una de ellas reza así: «La secadora que esperas tarda media vida en detenerse». Aunque parezca que la ropa está completamente seca, el tambor sigue dando vueltas y más vueltas.
A los quince minutos, ninguna secadora se había detenido. Mientras tanto, una mujer joven, esbelta y bien vestida entró con una gran bolsa de papel en la mano, se dirigió hacia una lavadora, arrojó en su interior una brazada de pañales de bebé, abrió una bolsita de detergente, lo espolvoreó sobre la ropa, cerró la tapa e introdujo una moneda en la máquina.
Me apetecía cerrar los ojos y echar una cabezada, pero me lo impidió el temor a que, durante mi sueño, dejara de girar un tambor y alguien aprovechara el momento para meter su ropa antes que yo. Porque eso representaría otra pérdida de tiempo.
Me arrepentía de no haber traído una revista. Leyendo, me habría espabilado y, además, el tiempo habría transcurrido más deprisa. Aunque no estaba seguro de que, en aquellos instantes, conseguir que el tiempo pasara volando fuera lo correcto. Más bien habría debido intentar que el tiempo pasara lo más lentamente posible. Con todo, ¿qué sentido tendría un tiempo que transcurriera despacio en una lavandería? ¿No representaba aquello aumentar la pérdida de tiempo?
Al pensar en el tiempo, me dolió la cabeza. La existencia del tiempo es algo demasiado conceptual. Sin embargo, nosotros vamos incluyendo una sustancia tras otra dentro de esa temporalidad hasta que dejamos de saber si las cosas que se derivan de ella son atributos del tiempo o atributos de la sustancia.
Dejé de pensar en el tiempo y empecé a dar vueltas a la idea de lo que podía hacer al salir de la lavandería. Lo primero, comprarme algo de ropa. Ropa elegante. Como no había tiempo para que me ajustaran el bajo de los pantalones, descarté el traje de
tweed
por el que había suspirado cuando estuve en el subterráneo. Era una lástima, pero tendría que resignarme. En fin, me conformaría con aquellos pantalones chinos y me compraría un blazer, una camisa y una corbata. Y un impermeable. Con aquello ya podría entrar en cualquier restaurante. Para comprarlo todo necesitaría alrededor de una hora y media. Posiblemente, antes de las tres ya habría terminado mis compras. Desde entonces hasta la hora de la cita, a las seis y diez, quedaba un vacío de tres horas.
Intenté reflexionar sobre el modo en que emplearía esas tres horas, pero no se me ocurrió nada interesante, El sueño y el cansancio me impedían pensar con claridad. Además, me lo imposibilitaban en lo más profundo de mi cabeza, allá donde mis manos no podían llegar.
Mientras intentaba desembrollar poco a poco mis ideas, se detuvo el tambor de la primera secadora de la derecha. Tras cerciorarme de que no era una ilusión, miré a mi alrededor. El ama de casa y las estudiantes le echaron una ojeada rápida, pero ninguna de ellas se levantó de la silla. Entonces yo, siguiendo una norma de la lavandería, abrí la puerta de la secadora, saqué la ropa tibia que había en el fondo del tambor, la metí en la bolsa de la compra que colgaba del tirador, abrí mi bolsa de Lufthansa y metí la ropa en la secadora. Cerré la puerta, introduje una moneda y, tras comprobar que el tambor empezaba a girar, volví a mi asiento. El reloj señalaba las doce y cincuenta minutos.
El ama de casa y las estudiantes espiaban cada uno de mis movimientos. Echaban una ojeada al tambor donde había metido la colada y luego dirigían otra, a hurtadillas, a mi rostro. Yo también alcé los ojos y miré hacia el tambor donde estaba mi ropa. El problema radicaba, primero, en que había metido pocas prendas y, segundo, en que todas eran ropa y lencería femeninas y, encima, de color rosa. Llamaban mucho la atención. Fastidiado, colgué la bolsa de Lufthansa en el tirador de la secadora y decidí pasar en alguna otra parte los veinte minutos que faltaban para que la ropa se secara.
La fina lluvia seguía cayendo exactamente igual que por la mañana, como si con ello pretendiera sugerirle algo al mundo. Abrí el paraguas y di vueltas por el barrio. Tras cruzar la tranquila zona residencial, se salía a una calle donde se sucedían las tiendas. Había una peluquería, una panadería, una tienda de surf —no tenía la menor idea de por qué habría una tienda de surf en Setagaya—, un estanco, una pastelería occidental, una tienda de alquiler de vídeos, una lavandería. En la puerta de la lavandería había un letrero donde ponía: «10% DE DESCUENTO IOS DÍAS DE LLUVIA». Por más vueltas que le di, no entendí por qué resultaba más barato lavar la ropa en los días lluviosos. En la lavandería estaba el dueño, un hombre calvo con cara de pocos amigos, planchando una camisa. Del techo colgaban, como gruesas lianas, varios cables eléctricos. Era una lavandería de los antiguos tiempos, donde el dueño planchaba las camisas. Sin más, sentí un ramalazo de simpatía por aquel hombre. Quizá en lavanderías como aquélla no cosían el ticket de identificación con una grapa en el puño. Yo odiaba tanto aquello que jamás llevaba las camisas a la tintorería.
Fuera, a la entrada de la tienda, había una especie de banqueta, y encima de ésta se alineaban varias macetas. Me las quedé contemplando unos instantes, pero no conocía el nombre de ninguna de las flores. ¿Cómo es que no sabía ni uno? Ni siquiera yo me lo explicaba. Eran, a todas luces, plantas normales y corrientes, y me dio la impresión de que cualquier persona habría sabido cómo se llamaban todas sin excepción. Las gotas de agua que caían del tejado golpeaban la tierra negra del interior de las macetas. Mientras tenía la vista clavada en ellas, me asaltó la desesperación. Había vivido treinta y cinco años en este mundo y ni siquiera sabía cómo se llamaban las flores más comunes.
Una sola lavandería me había hecho descubrir muchas cosas. Una de ellas era mi ignorancia acerca del nombre de las flores, otra que los días de lluvia la lavandería era más barata. Aunque pasaba por esa calle casi a diario, ni siquiera me había dado cuenta de que allí había una banqueta.
Vi un caracol que se deslizaba por la superficie de la banqueta, lo cual fue un nuevo descubrimiento. Hasta ese instante había estado convencido de que los caracoles sólo aparecían durante la época de las lluvias. Claro que, pensándolo bien, si sólo salían en la época de las lluvias, ¿dónde se metían y qué hacían en las demás estaciones del año?
Cogí ese caracol que había salido en octubre y lo puse en una de las plantas, encima de una hoja verde. El caracol permaneció unos instantes temblando sobre la hoja, pero pronto se estabilizó, en una posición inclinada, y miró a su alrededor.
Retrocedí sobre mis pasos hasta el estanco y compré una cajetilla de Lark largo y un encendedor. Hacía cinco años que había dejado de fumar, pero no iba a hacerme ningún daño fumarme un paquete la víspera del fin del mundo. Bajo el mismo alero del estanco, me puse un cigarrillo entre los labios y le prendí fuego con el encendedor. El roce en mis labios del primer cigarrillo que fumaba después de tanto tiempo me pareció más extraño de lo que había imaginado. Aspiré lentamente, exhalé despacio una bocanada de humo. Las yemas de mis dedos estaban entumecidas, mi mente confusa.
Después fui hasta la pastelería occidental y compré cuatro pastelillos. Los cuatro tenían un largo nombre francés: tan pronto como me los metieron en la caja, me olvidé de sus nombres. El francés lo había perdido por completo en cuanto salí de la universidad. La dependienta de la pastelería era una chica alta como un pino, tremendamente torpe haciendo lazos. Nunca he visto a una chica alta que tenga buenas manos. Claro que no sé si esta teoría es válida para el mundo entero. Tal vez se limite a los encuentros que me ha deparado el destino.
Al lado estaba la tienda de alquiler de vídeos de la que era cliente. Los dueños tenían la misma edad que yo, y ella era muy guapa. En la pantalla del televisor de veintisiete pulgadas colocado a la entrada de la tienda ponían
El luchador,
de Walter Hill. Es la película en que Charles Bronson hace de boxeador
bare knuckle
y James Coburn interpreta el papel de su mánager. Entré en la tienda, me senté en el sofá y me quedé mirando algunas escenas de la película para matar el tiempo.