El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (45 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Pues esto es lo mismo. Esta ciudad es segura y lo contiene todo, algo de por sí tan imposible como el movimiento continuo. Por principio, una ciudad perfecta no existe. Pero ésta lo es. Vamos, que hay algún truco en alguna parte. Como esos mecanismos que aparentemente se hallan en movimiento continuo pero que, en realidad, se valen de una fuerza exterior oculta.

—¿Y tú has descubierto de qué se trata?

—Todavía no. Como te he dicho, tengo una hipótesis, pero aún debo contrastar los detalles. Y para eso necesito tiempo.

—¿Y no vas a explicarme tu hipótesis? Quizá pueda ayudarte a corroborarla.

La sombra se sacó las manos de los bolsillos y, tras echar sobre ellas su aliento cálido, se frotó las rodillas.

—No, no puedes. A mí me duele el cuerpo, pero a ti te duele el corazón. Y lo primero que tienes que hacer es curarte. Si no, tú y yo jamás conseguiremos huir de aquí. Yo pensaré cómo salir, pero tú esfuérzate por encontrar el modo de salvarte a ti mismo. Eso es prioritario.

—Sí, me siento confuso, tienes razón —dije posando la mirada en el círculo dibujado en el suelo—. No sé hacia dónde encaminarme. Ni siquiera sé qué tipo de persona era antes. ¿Qué fuerza puede poseer un corazón que ha perdido de vista su propio yo? Y, encima, en una ciudad fuerte, con un peculiar sistema de valores. Ha llegado el invierno y a partir de ahora me sentiré cada vez más inseguro de mi propio corazón.

—No, no es cierto —dijo la sombra—. No te has perdido de vista a ti mismo. Simplemente, alguien te ha escamoteado la memoria, y eso te ha sumido en un gran desconcierto. Pero tú no estás equivocado, en absoluto. Aunque pierda los recuerdos, el corazón sabe muy bien hacia dónde encaminarse. Te lo aseguro: el corazón tiene sus propios principios de conducta. Que son el yo. Tienes que creer en tu propia fuerza. Si no, una fuerza exterior te arrastrará hacia un lugar absurdo e incomprensible.

—Lucharé —prometí.

La sombra asintió y permaneció unos instantes contemplando el cielo encapotado. Después cerró los ojos, como si se sumiera en sus reflexiones.

—Cuando me siento perdido, siempre miro a los pájaros —dijo entonces—. Al mirarlos, comprendo que no estoy equivocado. Ellos nada tienen que ver con la perfección de la ciudad. Ni con la muralla, ni con la puerta, ni con el cuerno. Absolutamente nada que ver. Haz como yo. Mira los pájaros.

Desde la puerta de la reja me llegó la voz del guardián, que me llamaba.

La entrevista había llegado a su fin.

—No aparezcas por aquí durante un tiempo —me susurró mi sombra al oído en el momento de separarnos—. Si te necesito, ya me las ingeniaré para ponerme en contacto contigo. El guardián es muy desconfiado y, si nos viéramos con demasiada frecuencia, sospecharía que tramamos algo y se pondría alerta. Y eso dificultaría enormemente mi labor. Si te lo pregunta, finge que la charla no ha ido demasiado bien, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —me preguntó el guardián cuando volví a su cabaña—. Habrá sido divertido veros después de tanto tiempo, ¿no?

—Pues no lo sé —dije, negando con la cabeza.

—Ya, claro. Normal —dijo el guardián con aire satisfecho.

25
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Comida. Fábrica de formas. Trampa

Trepar por la cuerda era mucho más cómodo que subir por la escalera. Tenía, sin excepción, un fuerte nudo cada treinta centímetros y su grosor la hacía muy manejable. Agarré la cuerda con ambas manos y fui ascendiendo, nudo a nudo, oscilando un poco de delante hacia atrás al tomar impulso. Parecía una secuencia de una película de trapecistas. Claro que las cuerdas de los trapecistas no tienen nudos. Si los tuvieran, los espectadores no se los tomarían tan en serio.

De vez en cuando miraba hacia lo alto, pero como ella dirigía el chorro de luz de la linterna hacia mí, el resplandor me cegaba y me impedía calcular la distancia. Me dije que la joven, preocupada, debía de observar atentamente mi ascenso. El dolor de la herida del vientre me punzaba al compás de los latidos del corazón. La cabeza, a consecuencia del golpe que me había dado al caer, seguía doliéndome. Ni un dolor ni el otro me impedían trepar por la cuerda, pero me mortificaban.

Cuanto más me aproximaba a la cima, más me sumergía, yo y cuanto me rodeaba, en el intenso resplandor de su linterna. La amabilidad de la joven era innecesaria. Yo ya me había acostumbrado a subir a oscuras. La luz me aturdía y varias veces me hizo resbalar. Distorsionaba las diferencias entre los puntos de luz y los de sombra. Las partes iluminadas cobraban un relieve inusitado y las que no lo estaban se veían exageradamente hundidas. Además, la luz me deslumbraba. El cuerpo humano se acostumbra enseguida al medio que lo acoge, sea cual sea éste. No me extrañaba que los tinieblos, que llevaban tanto tiempo viviendo en el subsuelo, hubiesen adaptado todas sus funciones biológicas a la oscuridad.

Tras subir sesenta o setenta nudos, alcancé por fin lo que parecía ser la cima. Apoyé las manos en el borde de la roca y me aupé hacia arriba como hacen los nadadores para salir de la piscina. Tardé bastante, pues apenas podía mover los brazos, agotados tras la larga escalada. Me sentía como si hubiera nadado uno o dos kilómetros a crol. Ella me ayudó a subir, agarrándome por el cinturón.

—Nos hemos librado por los pelos —dijo—. Si mi abuelo llega a tardar cuatro o cinco minutos más, ya estaríamos muertos.

—¡Estupendo! —dije con sorna mientras me dejaba caer sobre una roca plana y aspiraba profundas bocanadas de aire—. ¿Hasta dónde ha llegado el agua?

Ella dejó la linterna en el suelo y tiró lentamente de la cuerda. Cuando hubo subido alrededor de una treintena de nudos, me la pasó. La cuerda estaba empapada. El agua había alcanzado una considerable altura. Tal como decía, si el profesor hubiera tardado cuatro o cinco minutos más en arrojarnos la cuerda, las habríamos pasado moradas.

—Por cierto, ¿has encontrado a tu abuelo? —pregunté.

—Sí, claro —dijo—. Está dentro, en el altar, allá al fondo. Pero se ha hecho un esguince en el tobillo. Dice que, al huir, metió el pie en un agujero.

—¿Y con un esguince ha podido llegar hasta aquí?

—Por supuesto. Mi abuelo es muy fuerte. Nos viene de familia.

—Eso parece —dije. Yo me tenía por una persona fuerte, pero ante ellos quedaba a la altura del betún.

—¡Vamos! Mi abuelo nos está esperando. Dice que tiene muchas cosas que contarte.

—Y yo también a él.

Me cargué de nuevo la mochila a la espalda y la seguí hasta el altar. Lo que llamaba «altar» era sólo un agujero redondo abierto en la pared rocosa. Dentro había una amplia estancia que una lámpara de butano, colocada en un entrante de la pared, iluminaba con una tenue luz amarillenta que se difundía por el interior de la cueva. Las irregularidades de la roca creaban multitud de sombras de extrañas formas. El profesor estaba sentado junto a la lámpara, con una manta sobre las rodillas. La mitad de su rostro permanecía hundida en las sombras. Por efecto de la luz, sus ojos se veían muy hundidos, pero lo cierto era que parecía la personificación de la salud.

—De buena os habéis librado, ¿eh? —dijo el profesor, contento—. Yo ya sabía que se iba a inundar todo, claro. Pero pensaba que llegaríais antes, así que no le di importancia.

—Es que me perdí en la ciudad, abuelo —dijo la nieta—. Me encontré con él con casi un día de retraso.

—Bueno, bueno. ¡Qué más da! —dijo el profesor. Os haya costado llegar o no, ahora ya no cambia nada.

—¿Y qué diablos es lo que no cambia? —le pregunté.

—Bueno, bueno. Los temas complicados dejémoslos para luego. ¡Va! Siéntese aquí. Primero, vamos a sacarle esa sanguijuela que tiene en el cuello. Si se la deja ahí, le quedará cicatriz.

Me senté algo apartado del profesor. La nieta tomó asiento a mi lado, sacó una caja de cerillas del bolsillo, prendió una y, quemándola, hizo que la enorme sanguijuela que tenía en la nuca se desprendiera. Llena a rebosar de la sangre que me había succionado, la sanguijuela se había hinchado hasta adquirir el tamaño del corcho de una botella de vino. Al abrasarse, soltó un húmedo «shhh». La sanguijuela permaneció unos instantes retorciéndose en el suelo hasta que la joven la aplastó de un pisotón con su zapatilla de tenis. En la piel me quedó un escozor como el que produce una quemadura. Al doblar enérgicamente la cabeza hacia la izquierda, me daba la impresión de que la piel se me iba a rasgar como si fuese un tomate demasiado maduro. Como siguiera llevando aquel tipo de vida, antes de una semana mi cuerpo parecería un catálogo de heridas y contusiones. Y yo lo repartiría a todo el mundo, editado con ilustraciones a todo color, igual que las fotografías de pie de atleta en los carteles a la entrada de las farmacias. Incisión abdominal, chichón en la cabeza, cardenal producido por succión de sanguijuela..., quizá también debería añadir impotencia. Así el conjunto sería aún más aterrador.

—¿No habrá traído, por casualidad, algo de comer? —me preguntó el anciano—. Con las prisas, no pude coger provisiones y, desde ayer, no he comido más que chocolate.

Abrí la mochila, saqué algunas latas de conserva, pan y la cantimplora, y se lo entregué todo al profesor junto con un abrelatas. Primero, bebió agua con ansia y, después, fue estudiando las latas, una por una, con suma atención, como si estuviese comprobando el año de unos vinos. Abrió una lata de melocotón y otra de carne.

—¿Ustedes no van a comer? —nos preguntó.

Yo le respondí que no. En aquel lugar, y en aquellos momentos, no me apetecía comer nada.

El profesor partió un pedazo de pan, puso encima un grueso trozo de carne y lo devoró con apetito. Luego se comió varios trozos de melocotón, se llevó la lata a los labios y se bebió el jugo. Mientras tanto, yo saqué la botella de whisky de la mochila y eché unos tragos.

Gracias al whisky, el dolor de las diversas partes magulladas de mi cuerpo se hizo más llevadero. No es que se hubiese calmado, pero como el alcohol me embotaba los sentidos, me daba la impresión de que el dolor se convertía en un ser independiente que no tenía relación directa conmigo.

—¡Uf! Debo darle las gracias —me dijo el profesor—. Siempre traigo provisiones para dos o tres días, pero esta vez me olvidé de reponer las existencias. Me avergüenzo de mi descuido. Cuando uno se acostumbra a la vida fácil, baja la guardia. Es una buena lección. «Prepara tu paraguas un día de sol para tenerlo a punto un día de lluvia.» Antes la gente decía cosas muy sensatas —añadió, y soltó una de sus peculiares carcajadas.

—Veo que ya ha terminado de comer —dije—. Creo que es el momento de abordar la cuestión principal. Cuéntemelo todo por orden, empezando por el principio: ¿qué diablos se proponía hacer? ¿Qué ha hecho? ¿Qué consecuencias acarreará? ¿Qué debo hacer yo?... Todo.

—Pero es que son cuestiones científicas, cosas muy técnicas —contestó, dubitativo.

—Entonces simplifíqueme las partes técnicas y explíquemelo de manera que yo pueda entenderlo. Es suficiente con que lo comprenda en líneas generales y sepa qué medidas tendré que tomar.

—Si se lo explico todo, se enfadará conmigo. Y lo cierto es que...

—No me enfadaré —prometí. Total, a esas alturas, ¿qué sacaría con enfadarme?

—En primer lugar, debo pedirle perdón —empezó—. Aunque fuera en aras de la ciencia, le mentí y lo utilicé, y, a consecuencia de ello, ahora se encuentra usted en un callejón sin salida. Soy muy consciente de mis actos. Créame, no son sólo palabras. Le pido disculpas de todo corazón. No obstante, deseo que comprenda que mi investigación revestía una gran importancia, tenía un valor sin precedentes. Los científicos, cuando tenemos un filón ante nuestros ojos, tendemos a olvidarnos del resto. Por eso la ciencia sigue adelante sin pausa. Además, si me permite dar un paso más, diría que en esa pureza radica, justamente, el progreso científico... Eeeh..., ¿ha leído usted a Platón?

—Muy poco —dije—, Pero cíñase a los puntos esenciales, por favor. La pureza de los objetivos de la investigación científica me ha quedado muy clara.

—Le ruego que me disculpe. Sólo quería decirle que la pureza de la ciencia puede hacer daño a mucha gente. Aunque, ciertamente, sucede lo mismo con todos los fenómenos naturales puros. Los volcanes en erupción sepultan ciudades, las inundaciones se cobran vidas humanas, los terremotos sacuden y arrasan la superficie de la Tierra...

Y no obstante, ¿se puede afirmar que los fenómenos naturales son malos? Porque...

—Abuelo —terció la joven—, tal vez deberías abreviar un poco, apenas tenemos tiempo...

—Sí, sí. Tienes razón —dijo el profesor, cogiendo la mano de su nieta y dándole unos golpecitos afectuosos—. Por cierto..., ¿por dónde empiezo? Explicar las cosas de forma lineal, siguiendo un orden, no se me da muy bien. ¿Cómo podría decirlo? ¿Qué...?

—Usted me entregó unos valores numéricos y me pidió que hiciera un
shuffling.
¿Qué eran esos valores? ¿Para qué quería el
shuffling?

—Para que usted lo entienda, tendría que remontarme a tres años atrás.

—Hágalo, por favor —le insté.

—En aquella época yo trabajaba en los laboratorios del Sistema. No era un investigador de plantilla, sino un especialista auxiliar. Dirigía un equipo de cuatro o cinco miembros, y disponíamos de unas instalaciones soberbias, sin límite de gastos. A mí el dinero no me interesa y mi carácter es incompatible con trabajar a las órdenes de otros. Sin embargo, el Sistema me proporcionaba un material experimental al que no hubiera podido acceder por ningún otro medio y, por encima de todo, me permitía poner en práctica los frutos de mi investigación. Y esto tenía, para mí, un atractivo irresistible.

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