El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (50 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Vimos un grueso roble y, detrás, una explanada desierta. Al fondo se alzaba el edificio de lo que parecía ser la central eléctrica. De hecho, ningún distintivo indicaba que lo fuera. Tenía el aspecto de un enorme almacén. No se veían instalaciones, ningún cable de alta tensión. El extraño aullido del viento parecía proceder del interior de aquel edificio de ladrillo. En la fachada había una sólida puerta de hierro de dos hojas y, en la parte superior, unos ventanucos alineados. El camino moría en la explanada.

—Debe de ser la central eléctrica —dije.

La puerta de la fachada debía de estar cerrada con llave, ya que ni siquiera uniendo nuestras fuerzas logramos moverla un ápice.

Decidimos rodear el edificio. La central eléctrica era más larga que ancha y, en la parte superior de todas sus paredes, había la misma hilera de ventanucos que en la fachada. De estas ventanas surgía el sonido. Pero no había ninguna otra puerta. Sólo las chatas y anodinas paredes de ladrillo. Estas presentaban cierta similitud con la muralla que rodeaba la ciudad, pero de cerca se apreciaba que los ladrillos de este edificio eran toscos y de una calidad muy distinta a la de los que formaban la muralla. Eran rugosos al tacto y muchos estaban descantillados.

En la parte trasera, colindante al edificio, había una casita, también de ladrillo. Era del mismo tamaño que la cabaña del guardián y tenía una ventana y una puerta normales. En la ventana, un saco de cereales vacío hacía las veces de cortina, y del tejado se alzaba una chimenea ennegrecida por el hollín. Allí, al menos, se percibía el olor de la vida humana. Di tres golpes en la puerta de madera, hasta tres veces, pero nadie respondió. La puerta estaba cerrada con llave.

—Mira, allá hay una entrada —me dijo ella tomándome de la mano.

Al volverme en la dirección que me indicaba distinguí, en una esquina de la parte trasera del edificio, una puerta de hierro abierta hacia fuera.

Delante de la puerta, el aullido del viento era casi ensordecedor. El interior estaba mucho más oscuro de lo que esperaba y, antes de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, no conseguí ver nada a pesar de ponerme la mano sobre los ojos a modo de visera. No había ninguna lámpara —era extraño que en una central eléctrica no hubiese ni siquiera una lámpara— y la débil luz que penetraba por los altos ventanucos no llegaba más allá del techo. Ante mis ojos, sólo el aullido del viento danzaba por el interior del edificio desierto.

Supuse que, aunque llamara, nadie me respondería; por lo tanto, todavía en el umbral, me quité las gafas oscuras y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, ella se quedó a mis espaldas.

Daba la impresión de que prefería no acercarse demasiado al edificio. El ruido del viento y la oscuridad la amedrentaban.

Como solía estar siempre en la penumbra, enseguida vislumbré la figura de un hombre plantado en el centro. Un hombre de corta estatura y delgado. Ante él se erguía, recta hasta el techo, una gruesa columna cilíndrica de hierro de unos tres o cuatro metros de diámetro, en la que el hombre mantenía los ojos clavados. Aparte de la columna, no había nada parecido a una instalación, a una máquina: el edificio estaba tan vacío como la pista de un picadero cubierto. El suelo estaba pavimentado con los mismos ladrillos que las paredes. Semejaba un horno gigantesco.

Penetré solo en el edificio, dejándola a ella en la puerta. Cuando hube recorrido la mitad de la distancia que me separaba de la columna, el hombre se percató de mi presencia. Sin cambiar de posición, sólo con la cabeza vuelta hacia mí, se quedó mirando fijamente cómo me aproximaba. Era joven, posiblemente unos años menor que yo. Era la antítesis del guardián. Tenía los brazos, las piernas y los hombros muy delgados, y la tez pálida. De piel lisa, barbilampiño, el nacimiento del pelo había retrocedido hasta dejar al descubierto una frente ancha. Sus ropas estaban limpias y cuidadas.

—¡Buenos días! —le dije.

Todavía con la boca firmemente cerrada, me miró y se inclinó levemente a modo de saludo.

—¿Le interrumpo? —le pregunté. Debido al aullido del viento, me veía obligado a hablar a gritos.

El hombre sacudió la cabeza indicando que no le molestaba y me señaló una ventanilla acristalada, del tamaño de una postal, que había en la columna. Con ese ademán parecía decirme que atisbara dentro. Al mirar con atención, me di cuenta de que la ventanilla de cristal formaba parte de una puerta que se abría en la columna. La puerta estaba firmemente fijada con pernos. Al otro lado del cristal, una especie de ventilador gigantesco instalado paralelamente al suelo giraba con violenta energía. Parecía un motor de miles de caballos de vapor rotando sobre un eje. Presumiblemente, la potencia del viento que penetraba por un sitio u otro hacía girar con fuerza las aspas del ventilador y éste producía electricidad. O al menos eso supuse yo.

—¡Vaya vendaval! —dije.

El hombre asintió, dándome la razón. Después me tomó por el brazo y me condujo hacia la entrada. Yo le pasaba media cabeza. Nos dirigimos hacia la puerta, el uno al lado del otro, como un par de buenos amigos. En la entrada, ella esperaba de pie. El joven se inclinó levemente ante ella de la misma manera que había hecho conmigo.

—Buenos días —lo saludó ella.

—Buenos días —repuso el hombre.

Nos condujo a un lugar adonde apenas llegaba el aullido del viento. Detrás de la cabaña se extendía un campo roturado que lindaba con el bosque. Nos sentamos en unos tocones alineados uno junto al otro.

—Lo siento, pero digamos que no tengo un chorro de voz —dijo el joven encargado en tono de disculpa—. Supongo que vienen ustedes de la ciudad, ¿no es así?

Contestamos afirmativamente.

—Como pueden ver —siguió—, la fuerza del viento es lo que produce la electricidad para la ciudad. Por aquí abundan enormes agujeros y utilizamos el viento que brota de su interior. —Enmudeció unos instantes con la vista clavada en el campo, a sus pies—. El viento se alza una vez cada tres días. En el subsuelo de la zona hay muchas grutas por las que circulan el viento y el agua. Y yo me encargo del mantenimiento de las instalaciones. Los días en que no sopla el viento, engraso la maquinaria; también trato de evitar que los interruptores se congelen. Y la electricidad que se produce aquí llega a la ciudad a través de cables subterráneos.

Tras pronunciar estas palabras, barrió los campos con la mirada. Alrededor de los campos de cultivo se alzaba, alto como una muralla, el bosque. La tierra negruzca de los campos estaba cuidadosamente labrada, pero todavía no había dado su fruto.

—En mis ratos libres voy roturando poco a poco el bosque y ensanchando el campo. Claro que yo solo poco puedo hacer. Sorteo los árboles grandes y escojo los terrenos más accesibles. Pero está muy bien hacer algo con tus propias manos. Cuando llegue la primavera, podré cosechar verduras. ¿Han venido con fines educativos?

—Más o menos —dije.

—Los habitantes de la ciudad no suelen aparecer por aquí —comentó—. Nadie entra en el bosque. Aparte del repartidor, por supuesto. Viene una vez por semana a traerme comida y artículos de uso diario.

—¿Y usted vive siempre solo aquí? —le pregunté.

—Sí, desde hace bastante tiempo. Sólo por el sonido que producen, conozco el estado de cada uno de los engranajes de la central. Es como si me pasara los días hablando con las máquinas. Cuando llevas mucho tiempo haciéndolo, aprendes. Si las máquinas se hallan en buen estado, me siento en paz conmigo mismo. También conozco los sonidos del bosque. El bosque emite sonidos diversos. Es como si estuviera vivo.

—¿Y no es muy duro vivir solo en el bosque?

—¿Es duro? ¿No es duro? Esa disyuntiva no la comprendo —dijo—. El bosque está aquí y yo vivo en él, esto es lo único que cuenta. Alguien tiene que permanecer aquí al cuidado de las máquinas. Además, yo vivo a la entrada del bosque. No conozco la espesura.

—¿Hay otras personas que vivan en el bosque aparte de usted? —preguntó ella.

El encargado reflexionó unos instantes, pero enseguida afirmó con pequeños movimientos de cabeza:

—Conozco a algunas. Los que viven en el campo se dedican a extraer carbón, a roturar el bosque para cultivar algo. Pero he visto a muy pocos y apenas he hablado con ellos. A mí no me aceptan. Ellos viven en el bosque y yo vivo aquí solo. En el interior del bosque debe de haber más, pero yo nunca me adentro en el bosque y ellos casi nunca se acercan hasta la entrada.

—¿Ha visto alguna vez a una mujer? —quiso saber ella—. ¿Una mujer de unos treinta y uno o treinta y dos años?

El encargado sacudió la cabeza.

—No, jamás he visto a una mujer. Sólo hombres.

La miré, pero ella no dijo nada más.

27
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Palillo enciclopédico. Inmortalidad. Clips

—¡Oh, no! —dije—. ¿Seguro que no se puede hacer nada? ¿Y en qué estado me encuentro ahora, según sus cálculos?

—¿Se refiere al estado de su cerebro? —dijo el profesor.

—Claro —repuse. ¿A qué estado iba a referirme, si no?—. ¿Hasta qué punto ha degenerado mi cerebro?

—Según mis cálculos, hace ya unas seis horas que se le ha fundido la conexión B. Tenga en cuenta que se trata de un tecnicismo, no es que su cerebro se esté fundiendo ni nada por el estilo. Vamos, que...

—Que se ha fijado el circuito 3 y que ha muerto el circuito 2.

—En efecto. Por lo tanto, tal como le he dicho, su cerebro ya ha empezado a tender los puentes de ajuste. En resumen, que ya ha iniciado la producción de recuerdos. Si me permite usar una metáfora, a fin de hacer frente a los cambios formales que se están produciendo en la fábrica de formas de su subconsciente, se ha accionado un conducto que une los niveles superficiales de su conciencia con la fábrica de formas en cuestión.

—Lo que significa —proseguí— que la conexión A no funciona como es debido, ¿no es así? Es decir, que hay una fuga de información desde los circuitos del subconsciente.

—No exactamente —rectificó el profesor—. El conducto ya existía desde el principio. Por más que se diversifiquen los circuitos de pensamiento, este conducto no se puede cortar. En resumen, que su conciencia superficial, es decir, el circuito 1, se alimenta del subconsciente de su conciencia superficial, es decir, del circuito 2. Este conducto es la raíz del árbol, y su tierra. Sin ellos, el cerebro humano no funcionaría. Por eso le dejamos este conducto. Para mantenerlo en el mínimo nivel de normalidad, en un grado en que no se produzcan filtraciones innecesarias ni reflujos de conciencia. Sin embargo, la descarga de energía producida por la conexión B al fundirse ha supuesto un impacto anormal en este conducto. Y su cerebro, sorprendido, ha iniciado la labor de reajuste.

—¿Eso significa que la producción renovada de recuerdos va a seguir a un ritmo acelerado?

—Eso es. Expresándolo de una manera simple, se trata de una especie de paramnesia. Ambas se basan en un principio muy similar. Esto proseguirá durante un tiempo. Y, poco después, usted emprenderá una reestructuración del mundo basada en nuevos recuerdos.

—¿Una reestructuración del mundo?

—Sí. Ahora usted está realizando los preparativos para trasladarse a otro mundo. Por eso el mundo que está viendo en el presente cambia poco a poco, adecuándose a esta nueva realidad. El conocimiento es así. El mundo cambia según nuestra percepción. Existe, sin duda alguna, aquí y de esta forma, pero desde el punto de vista fenoménico, el mundo no es sino una posibilidad entre un número infinito de posibilidades. Para ser más preciso, el mundo cambia según dé uno un paso hacia la derecha o hacia la izquierda. Por lo tanto, el mundo se modifica a medida que cambian los recuerdos.

—Eso me parece un sofisma —dije—. Es demasiado conceptual. Usted no tiene en cuenta la temporalidad. El problema que le veo es que su razonamiento cae en una paradoja temporal.

—En cierto sentido, su caso es una paradoja temporal de gran alcance —dijo el profesor—. Porque usted está creando un mundo paralelo a partir de la creación de recuerdos.

—Entonces, ¿este mundo que he empezado a experimentar se está alejando lentamente de mi mundo original?

—Eso ni puedo afirmarlo yo ni puede demostrarlo nadie. Sólo digo que no se puede excluir esa posibilidad. No me refiero a un mundo paralelo total, como los que aparecen en las novelas de ciencia ficción, claro está. No: se trata de un problema cognitivo, de la forma que adopta el mundo en función de la percepción que se tiene de él a través del conocimiento. Y yo creo que ese mundo cambia si se lo conoce bajo diferentes aspectos.

—Y después del cambio, ¿la conexión A se transformará, aparecerá un mundo distinto y yo viviré en él? ¿Y no puedo hacer nada para evitar este cambio? ¿Debo quedarme esperando con los brazos cruzados?

—Me temo que sí.

—¿Y hasta cuándo durará ese mundo?

—Para siempre —dijo el profesor.

—No lo entiendo. ¿Cómo puede durar
para siempre?
El cuerpo tiene sus límites. Y si el cuerpo muere, también muere el cerebro. Y si el cerebro muere, se acaba la conciencia, ¿no es así?

—No. En el pensamiento, el tiempo no existe. Ahí radica su diferencia con los sueños. En el pensamiento es posible abarcarlo todo en un solo instante. También se puede experimentar la eternidad. De la misma forma que es posible crear un circuito cerrado e ir dando una vuelta tras otra. El pensamiento es así. No se puede interrumpir, como ocurre con los sueños. En eso se parece al palillo enciclopédico.

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