Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
—¿Tenía? —pregunté.
—Sí. Porque ahora ya no puedo hacer nada. Como ya le he dicho, aquellos locos me han destrozado el laboratorio y se han llevado la documentación más importante. Así pues, sintiéndolo mucho, me va a ser imposible ayudarlo.
—A ver —dije—, ¿me está diciendo que voy a quedarme atrapado para siempre en el circuito 3 sin posibilidad alguna de escapar?
—Eso mismo. Deberá usted vivir en el fin del mundo. Lo siento en el alma.
—¿¡Que lo siente en el alma!? —exclamé, atónito—. Esto no se soluciona pidiendo disculpas. Usted tal vez se quede tan ancho diciendo que lo siente, pero ¿¡qué diablos pasa conmigo!? Usted empezó todo esto. ¡No es ninguna broma! ¡Jamás había oído algo tan atroz!
—Pero es que yo no imaginaba, ni en sueños, que los semióticos pudieran confabularse con los tinieblos. Han debido de enterarse de que yo había empezado a hacer algo y me han atacado para hacerse con el secreto del
shuffling.
Y probablemente, en estos momentos, el Sistema ya lo sepa todo. Para ellos, nosotros dos somos un arma de doble filo. ¿Me sigue? El Sistema debe de pensar que usted y yo juntos hemos empezado a tramar algo a sus espaldas. Y deduzco que esto es precisamente lo que los semióticos pretendían que pensara. Lo han orquestado todo para que el Sistema lo creyera, calculando que el Sistema nos liquidaría para salvaguardar su secreto. El Sistema pensaría que lo hemos traicionado y, aunque nuestra muerte supusiera el fin del sistema
shuffling,
acabaría con nosotros. Ante todo, nosotros dos somos la clave de este proyecto, y si cayésemos juntos en manos de los semióticos, las consecuencias serían terribles. Por lo que respecta a los semióticos, si el Sistema nos liquidara, el proyecto
shuffling
quedaría cancelado, y si nos fuéramos huyendo del Sistema, tampoco tendrían nada que objetar. En resumen, que en ninguno de los dos casos tenían nada que perder.
—¡Oh, no! —exclamé.
Los sujetos que habían venido a mi casa, que me habían destrozado el apartamento y que me habían rajado el vientre eran, a todas luces, semióticos. Habían montado aquella farsa para llamar la atención del Sistema sobre mí. Y yo había caído en la trampa.
—Estoy perdido. Con el Sistema y los semióticos pisándome los talones, si me quedo de brazos cruzados mi existencia se desvanecerá de la faz de la Tierra.
—No, su existencia no acabará. Simplemente entrará en un mundo distinto.
—Es lo mismo —dije—. ¿Sabe?, comprendo perfectamente que soy un ser tan insignificante que tiene que mirarse con lupa. Siempre ha sido así. Incluso cuando miro la fotografía de graduación de la escuela me cuesta encontrar mi propia cara. No tengo familia, así que mi desaparición no perjudicará a nadie. Y como tampoco tengo amigos, nadie llorará mi muerte. Eso lo tengo muy claro. Pese a todo, y por extraño que pueda parecer, estoy la mar de satisfecho con mi vida en este mundo. No sé por qué. Tal vez sea porque, al estar dividido en dos, nos vamos animando el uno al otro y puedo llevar una vida divertida. No lo sé. En todo caso, me siento cómodo en este mundo. Detesto a mucha gente y mucha gente me detesta a mí, pero también hay personas que me gustan, y las que me gustan, me gustan
mucho.
Y no tiene nada que ver con que me correspondan. Yo vivo así. No quiero ir a ninguna parte. No necesito la inmortalidad. Envejecer es duro, pero no soy el único que envejece. Le ocurre a todo el mundo. No quiero ni unicornios ni tapias.
—No es una tapia. Es una muralla —rectificó el profesor.
—Me importa un rábano. No necesito ni tapias ni murallas —dije—. ¿Puedo enfadarme un poco? No suele sucederme, pero me han entrado ganas de enfadarme.
—Me parece que, en estas circunstancias, es inevitable —dijo el profesor rascándose el lóbulo de la oreja.
—Usted es el único responsable de todo esto. Yo no tengo la culpa de nada. Usted lo ha empezado todo, lo ha llevado adelante, me ha involucrado. Ha introducido los circuitos que le ha dado la gana en la cabeza de algunas personas, me ha hecho ejecutar ¡legalmente un
shuffling,
me ha obligado a traicionar al Sistema, ha lanzado a los semióticos en mi persecución, me ha arrastrado a un subterráneo absurdo y ahora pretende acabar con mi mundo. ¡Jamás he visto algo tan espantoso! ¿No le parece? Al menos, déjeme como estaba.
—Hum... —gruñó.
—Tiene razón, abuelo —intervino la joven gorda—. Vives tan absorto en tus cosas que no te das cuenta de las molestias que ocasionas. Con aquella investigación de la aleta caudal ocurrió lo mismo, ¿recuerdas? Tienes que hacer algo.
—Lo hice pensando en su bien, pero la situación empeoró más y más —se lamentó el anciano—. Hasta que se me fue de las manos. Yo ya no puedo hacer nada y usted tampoco. La rueda gira cada vez más rápido y nadie puede detenerla.
—¡Oh, no! —repetí.
—Pero usted —añadió él—, en aquel mundo, podrá recuperar lo que ha perdido en éste. Lo que ha perdido y lo que continúa perdiendo.
—¿Lo que he perdido?
—Sí —dijo el profesor—. Todo lo que ha perdido. Todo está allí.
Cuando acabé de leer los sueños, le dije que pensaba ir a la central eléctrica, y su rostro se ensombreció.
—Está en el interior del bosque —dijo ella apagando las ascuas de carbón incandescente en el cubo de arena.
—Justo a la entrada —precisé—. El guardián me ha dicho que no corro ningún riesgo.
—Nadie sabe lo que piensa el guardián. Por más que diga que está a la entrada, el bosque es un lugar peligroso.
—De todos modos, voy a ir. Quiero encontrar un instrumento musical, a toda costa.
Cuando acabó de sacar todo el carbón, abrió el cajón de abajo y vació la ceniza blanca que se acumulaba en su interior. Sacudió la cabeza repetidas veces.
—Te acompañaré —decidió.
—¿Por qué? No te gusta acercarte al bosque, ¿verdad? No te sientas obligada a ir.
—No puedes ir solo. Todavía no eres consciente de los peligros del bosque.
Bajo un cielo nublado, nos dirigimos hacia el este a lo largo del río. Era una mañana tan tibia que parecía que hubiese llegado la primavera.
No soplaba el viento e incluso el murmullo del agua había perdido su fría claridad habitual y había adquirido un timbre opaco. A los diez o quince minutos de marcha, me quité los guantes y me desenrollé la bufanda del cuello.
—Parece primavera comenté.
—Es verdad. Pero este calorcillo sólo durará un día. Siempre pasa lo mismo. Luego vuelve enseguida el invierno.
Caminamos por la orilla sur del río, en dirección al este. Tras dejar atrás las últimas casas diseminadas, encontramos campos de cultivo al lado derecho del camino, al tiempo que el pavimento de piedras redondas se convertía en un estrecho sendero lodoso. En los surcos de los campos, la blanca nieve helada trazaba infinidad de líneas similares a arañazos. En cambio, en la ribera izquierda del río se erguían sauces cuyas ramas colgaban lacias sobre la superficie del agua. Pequeños pájaros se posaban en las frágiles ramas y, tras hacerlas oscilar varias veces, como si intentaran mantener el equilibrio sobre ellas, desistían y volaban a otro árbol. El sol emitía una luz pálida y dulce; alcé repetidas veces la cabeza y dejé que me acariciara su tranquila tibieza. Ella tenía la mano derecha en el bolsillo de su abrigo y la izquierda en el bolsillo del mío. Yo, en la mano izquierda, llevaba una pequeña maleta, y con la derecha asía su mano en el interior de mi bolsillo. En la maleta llevaba el almuerzo y un obsequio para el encargado de la central eléctrica.
«Cuando llegue la primavera todo será más fácil», pensé, con mi mano asida a su mano tibia. Si mi corazón lograba superar el invierno, si el cuerpo de mi sombra lograba superar el invierno, yo recuperaría mi corazón bajo una forma más exacta. Tal como había dicho la sombra, era preciso que venciera al invierno.
Caminamos lentamente junto al río mientras nuestros ojos se deslizaban por el paisaje. Apenas hablábamos, no porque no tuviésemos nada que decir, sino porque no sentíamos la necesidad de formularlo en palabras. La blanca nieve helada en los largos surcos, los pájaros que sostenían en el pico los frutos rojos de los árboles, las verduras invernales de hojas gruesas y rígidas, los pequeños remansos de agua transparente que la corriente formaba a trechos, la silueta de la sierra coronada de nieve: mirábamos una cosa tras otra como si nos cerciorásemos de su existencia. Todo lo que se reflejaba en nuestras pupilas absorbía con avidez aquella tibieza efímera que había llegado de repente, y su calor se infiltraba hasta lo más recóndito de nuestros cuerpos. Ni siquiera las nubes que cubrían el cielo destilaban la sensación opresiva de siempre y parecían rodear nuestro pequeño mundo con manos suaves y tibias.
Vimos también algunas bestias que vagaban por la hierba seca en busca de comida. Su pelaje, de un pálido color dorado, había ido ganando en blancura. Su pelo era mucho más largo que en otoño, y también más espeso, pero, a pesar de ello, se apreciaba que habían enflaquecido mucho. Los huesos de sus lomos sobresalían de forma ostensible, como los muelles de un viejo sofá, y la carne de los belfos colgaba fláccida. Sus ojos habían perdido el brillo, las articulaciones de sus cuatro extremidades eran prominentes como bolas. Lo único que no había cambiado era el blanco cuerno que les nacía en la frente. El cuerno seguía apuntando al cielo, recto y orgulloso como siempre.
Reunidas en grupitos de tres o cuatro, las bestias se desplazaban a lo largo de los surcos de los campos, yendo de un pequeño arbusto a otro. Pero, en los árboles, apenas quedaban frutos o tiernas hojas verdes comestibles. En las ramas de los árboles altos aún quedaba algún fruto, pero las bestias no alcanzaban hasta allí y permanecían al pie de los árboles buscando en vano frutos caídos o alzaban los ojos mirando con tristeza los pájaros que los estaban picoteando.
—¿Cómo es que las bestias no tocan los frutos de los campos? —le pregunté.
—Porque es así. Aunque no conozco el motivo —dijo—. Las bestias no tocan lo que puede alimentar al hombre. Si les damos algo, se lo comen, pero, si no se lo ofrecemos nosotros, jamás lo tocan.
En la ribera del río, unas bestias, con las patas delanteras dobladas, se inclinaban sobre un remanso para beber agua. Cuando pasamos junto a ellas, siguieron bebiendo sin alzar siquiera la cabeza. Los blancos cuernos se reflejaban en la superficie del río con tanta nitidez que parecía que un montón de huesos blancos hubiesen caído en el fondo de las aguas.
Tal como me había explicado el guardián, tras andar unos treinta minutos por la orilla del río y dejar atrás el Puente del Este, encontramos un pequeño sendero que torcía a la derecha, hacia el sur. Era tan angosto que, de no haber estado alertas, lo hubiéramos pasado por alto. Ya no se veían campos, sólo un prado de altos y espesos hierbajos resecos que se extendía a ambos lados del camino. El prado se extendía entre los campos de cultivo y el Bosque del Este.
Poco a poco, el terreno empezó a ascender, mientras la hierba raleaba. La cuesta se acentuó hasta tornarse una montaña rocosa. Sin embargo, por más que la llame de este modo, no era una montaña abrupta, sino que estaba escalonada. La roca era de una arenisca relativamente blanda y los escalones tenían las aristas redondeadas por el uso. Tras ascender un buen trecho, alcanzamos la cima. La altura debía de ser un poco inferior a la de la Colina del Oeste donde yo vivía.
A diferencia del lado norte, la ladera sur de la colina formaba un suave declive. El prado de hierba seca se prolongaba un poco más y después se extendía, amplio como el mar, el negro Bosque del Este.
Nos sentamos para recobrar el aliento y permanecimos unos instantes contemplando el paisaje. Desde allí, la ciudad ofrecía un aspecto muy distinto al que yo estaba acostumbrado a ver. El río trazaba una sorprendente línea recta, sin formar un solo meandro: parecía que el cauce se hubiera excavado artificialmente. Al norte del río se extendía la ciénaga, y a la derecha de la ciénaga, el Bosque del Este, que, desde el sur, tras superar el río se adentraba como una avanzadilla en dirección norte. Divisamos también los campos de cultivo, a este lado del río, que acabábamos de dejar atrás. En toda esa zona no había una sola casa, y el Puente del Este estaba desierto, envuelto en una atmósfera de soledad. Aguzando la vista, se vislumbraba el barrio obrero y la torre del reloj, pero, por alguna razón, ambos parecían espectros incorpóreos llegados de un lugar remoto.
Tras un pequeño descanso, emprendimos el descenso de la colina en dirección al bosque del este. A la entrada del bosque había un estanque tan poco profundo que se veía el fondo y, en el centro, emergían las enormes raíces, del color de los huesos, de un árbol muerto. Sobre las raíces descansaban dos pájaros blancos que se nos quedaron mirando fijamente. La nieve estaba endurecida y, al pisarla, nuestros zapatos no dejaban impronta en ella. El largo invierno había transformado por completo el aspecto del bosque. No se oían los trinos de los pájaros, no se veían insectos. Sólo los enormes árboles seguían absorbiendo la fuerza vital de las profundidades de la tierra, alzándose hacia el cielo cubierto de oscuros nubarrones.
Cuando avanzábamos por el camino del bosque, nos llegó un extraño ruido. Se parecía al aullido del viento cuando atraviesa el bosque, pero no soplaba una sola ráfaga de aire y, además, el aullido era más monótono. Progresivamente, el sonido fue ganando en potencia y nitidez, pero seguíamos sin saber qué lo producía. Ella tampoco había ido nunca a la central eléctrica.