Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Asentí en silencio.
—Por cierto, en la ciudad he oído hablar de tu sombra —dijo el coronel rebañando con pan los restos de estofado—. Dicen que su salud ha empeorado. Vomita casi todo lo que come y lleva tres días sin levantarse de la cama, en el sótano. Tal vez no dure mucho. Si no es demasiada molestia, ¿por qué no le haces una visita? Por lo visto, tiene ganas de verte.
—Pues... —dije, fingiendo que vacilaba— no me importaría ir, pero no sé si el guardián lo permitirá.
—Claro que te lo permitirá. Cuando las sombras se están muriendo su dueño tiene derecho a verlas. Eso está establecido con todo detalle. En esta ciudad, la muerte de la sombra es una ceremonia solemne y, por más guardián que sea, no puede prohibírtelo. Es más, no tiene ningún motivo para impedírtelo.
—Entonces iré ahora mismo —decidí tras una breve pausa.
—Haces bien —dijo el anciano dándome unas palmaditas en la espalda—. Ve antes de que nieve, es decir, antes del atardecer. De hecho, la sombra es lo que más cerca está del ser humano. Acompañarla en sus últimos momentos te dejará buen sabor de boca. Ayúdala a morir bien. Tal vez sea duro, pero es por ti.
—Lo sé.
Me puse el abrigo y me enrollé la bufanda al cuello.
No había mucha distancia desde la salida del colector hasta la estación de Aoyama Itchôme. Avanzamos por las vías y, cuando veíamos que se aproximaba un tren, corríamos a escondernos detrás de una columna y esperábamos a que pasara. Nosotros distinguíamos claramente el interior de los vagones, pero los pasajeros no nos veían. En el metro, la gente no contempla el paisaje por las ventanillas. Lee el periódico o mira a las musarañas. El metro no es más que un práctico medio de transporte para desplazarse por la gran ciudad. Nadie sube al metro con el corazón palpitante de alegría.
No había muchos pasajeros. Pocos iban de pie. Aunque hubiese pasado la hora punta, por lo que yo recordaba, a las diez de la mañana pasadas, el metro de la línea Ginza habría tenido que estar más lleno.
—¿Qué día de la semana es hoy? —le pregunté a la joven.
—No lo sé. Ni siquiera he pensado en ello —dijo.
—Para ser un día de entre semana, va muy poca gente en el metro —dije volviendo la cabeza—. Tal vez sea domingo.
—¿Y qué pasaría si fuese domingo?
—Pues nada. Que sería domingo y ya está.
Andar por las vías era más cómodo de lo que imaginaba. Eran anchas, nada interceptaba el paso, no había semáforos, coches, colectas públicas ni borrachos. Los fluorescentes vertían en el suelo la cantidad de luz justa y la atmósfera, gracias al aire acondicionado, era respirable. Imposible encontrarle pegas, sobre todo comparado con la mohosa y pestilente atmósfera del subterráneo.
Primero, dejamos pasar un tren en dirección a Ginza y, después, otro que se dirigía a Shibuya. Acto seguido nos acercamos a la estación de Aoyama Itchôme y, ocultos tras una columna, espiamos el andén. Si un empleado de la estación nos pillaba corriendo por las vías, se armaría la gorda. No se me ocurría una sola razón mínimamente plausible que darle. Descubrimos una escalerilla al principio del andén. Saltar la barrera no parecía difícil. El problema era evitar que nos descubrieran.
Nos agazapamos detrás de una columna esperando a que llegara un tren en dirección a Ginza y se detuviera en el andén, se abrieran las puertas y se apearan los pasajeros, subieran otros pasajeros y se cerraran las puertas. Vimos cómo un interventor salía al andén y cómo, tras controlar cómo subía y bajaba el pasaje, cerraba la puerta y daba la señal de arranque. Cuando el tren desapareció en la boca del túnel, el empleado desapareció también. En el andén opuesto tampoco se veía a ningún empleado del metro.
—¡Vamos! —dije—. No corras, camina como si no pasara nada. Si corremos, la gente sospechará de nosotros.
—¡De acuerdo! —repuso ella.
Salimos de detrás de la columna, nos dirigimos a paso rápido hacia el principio del andén y, con suma indiferencia, como si hiciéramos lo mismo todos los días, subimos la escalerilla y saltamos la barrera. Algunos pasajeros se nos quedaron mirando con cara de asombro. Como si se preguntaran, extrañados: «¿Y quiénes son esos dos?». Era evidente que no éramos empleados del metro. Cubiertos de barro de los pies a la cabeza, con el pantalón y la falda empapados, los cabellos desgreñados, los ojos llorosos por culpa de la luz deslumbrante: con aquella pinta no era fácil que nos confundieran con empleados del metro. Por otra parte, ¿a quién se le ocurría caminar por las vías con el objeto de divertirse?
Sin darles tiempo a que llegaran a conclusión alguna, cruzamos el andén a toda prisa y nos dirigimos a la garita del encargado. Al llegar, nos dimos cuenta de que no teníamos billete.
—Decimos que lo hemos perdido, pagamos el importe y listos —pro— puso ella.
Le dije al joven empleado que habíamos perdido los billetes.
—¿Los han buscado bien? —dijo él—. Tienen muchos bolsillos. Compruébenlo de nuevo.
Ante la garita, fingimos registrar nuestras ropas de arriba abajo. Mientras, el empleado nos miraba de hito en hito, con desconfianza.
Le dije que no los encontrábamos.
—¿Dónde han cogido el metro?
Le dije que en Shibuya.
—¿Y cuánto han pagado desde Shibuya hasta aquí?
Le dije que lo había olvidado.
—Creo que unos ciento veinte o ciento cuarenta yenes.
—¿No lo recuerda?
—Estaba pensando en otras cosas —dije.
—¿Seguro que han subido en Shibuya? —preguntó el empleado.
—Pues claro. Éste es el andén del metro que viene de Shibuya. ¿De dónde cree que venimos, si no? —argumenté.
—Se puede pasar del otro andén a éste. La línea Ginza es muy larga, ¿sabe usted? Podrían haber ido de Tsudanuma a Nihonbashi por la línea Tôzai, haber hecho transbordo y, luego, haber venido hasta aquí.
—¿De Tsudanuma?
—Es un ejemplo —dijo el empleado.
—¿Y cuánto vale, entonces, desde Tsudanuma? Le pago el importe desde allá, ¿le parece bien?
—¿Viene usted de Tsudanuma?
—No —dije—. No he estado allí en mi vida.
—Entonces, ¿por qué está dispuesto a pagarlo?
—Porque usted acaba de decírmelo.
—Era sólo un ejemplo, ya se lo he dicho.
Llegó el siguiente metro, se apearon una veintena de pasajeros, pasaron ante la garita y siguieron adelante. Miré cómo se alejaban. No había ni uno que hubiese perdido el billete. Reemprendimos las negociaciones.
—¿Y desde dónde tengo que pagarle para que se dé por satisfecho?
—Desde la estación donde han cogido el tren —contestó.
—¡Pero si ya le he dicho que era Shibuya!
—Pero no se acuerda del importe del billete.
—Esas cosas se olvidan —dije—, ¿Se acuerda usted de lo que cuesta un café en un McDonald's?
—Nunca tomo café en un McDonald's —replicó el hombre—. Es tirar el dinero.
—Es sólo un ejemplo —dije—. Me refería a que el precio de las cosas pequeñas se olvida enseguida.
—Sea como sea, todas las personas que pierden el billete declaran el precio mínimo. Todas vienen aquí y dicen que vienen de Shibuya. ludas igual.
Ya le he dicho que le pago el billete desde donde sea. ¿Desde dónde quiere que se lo pague?
—Eso no soy yo quien debe decirlo, ¿no le parece?
Me daba pereza prolongar más aquella discusión estéril, así que le dejé mil yenes y nos marchamos por las buenas. A nuestras espaldas, oímos la voz del interventor que nos llamaba, pero fingimos no oírla. Me fastidiaba perder el tiempo discutiendo por uno o dos billetes cuando el mundo estaba a punto de acabar. Además, pensándolo bien, yo apenas cogía el metro.
En la superficie, estaba lloviendo. Gotas diminutas como puntas de aguja empapaban el suelo y los árboles. Debía de haber llovido toda la noche. La visión de la lluvia ensombreció mi espíritu. Aquél era un día precioso para mí. Mi último día. No quería que lloviera. Me bastaba con que hiciese buen tiempo durante un día o dos. Después, ya podía diluviar durante un mes seguido, como en la novela de J.G. Ballard, que yo no iba a enterarme. Quería tenderme en el césped bañado por la esplendorosa luz del sol y tomar cerveza fría mientras escuchaba música. No pedía más que eso.
A pesar de mis deseos, nada indicaba que fuera a parar de llover. Un estrato de nubes de color turbio, que hacía pensar en varias capas de papel de celofán superpuestas, cubría el cielo por entero y dejaba caer una lluvia fina e incesante. Hubiese querido comprar el periódico y consultar el pronóstico meteorológico, pero para ello habría tenido que acercarme otra vez a la garita del interventor y no deseaba enzarzarme de nuevo en aquella interminable discusión sobre los billetes. Renuncié a comprar el periódico. El día empezaba sin pena ni gloria. Ni siquiera estaba seguro de que fuese domingo.
Todo el mundo iba con el paraguas abierto. Nosotros éramos los únicos que no llevábamos. Nos refugiamos bajo el alero de un edificio y durante un largo rato contemplamos la calle con mirada perdida, como si se tratara de las ruinas de la Acrópolis. Una hilera multicolor de coches iba y venía por el cruce. Me costaba lo indecible imaginar que bajo nuestros pies se extendía el mundo misterioso de los tinieblos.
—¡Qué bien que llueva! —exclamó la joven.
—¿Por qué?
—Porque si hiciese buen tiempo, el sol nos habría deslumbrado y no hubiésemos podido salir enseguida a la superficie.
—Ya.
—¿Qué vas a hacer?
—Primero, tomar algo caliente. Después, volver a casa y bañarme.
Entramos en el supermercado más cercano y, en la cafetería, junto a la puerta, pedimos dos potajes de maíz y un emparedado de huevos con jamón. Al principio, la chica de la barra se quedó pasmada al ver nuestro lamentable aspecto, pero luego nos tomó nota del pedido con tono netamente profesional.
—Dos potajes de maíz y un emparedado de huevos con jamón —confirmó.
—Exacto —dije. Luego le pregunté—: ¿Qué día de la semana es hoy?
—Domingo —dijo.
—¡Mira! —dijo la joven gorda—. Has acertado.
Mientras esperábamos a que nos sirvieran los potajes y el emparedado, decidí matar el tiempo leyendo un
Sport Nippon
que encontré en el asiento contiguo. No creía que la lectura de un periódico deportivo pudiera servirme de algo, pero era mejor leer aquello que nada. En el periódico figuraba la fecha «domingo, 2 de octubre». En los diarios deportivos no hay pronóstico meteorológico, pero las páginas de las carreras de caballos contenían una detallada información sobre el tiempo. La lluvia cesaría al atardecer, pero esto no afectaría a la última carrera, que sería muy dura. Eso decía. En el Estadio de Béisbol Jingû, el Yakult había perdido frente al Chûnichi por 6 a 2. Nadie sabía que justo debajo del estadio se encontraba la gran guarida de los tinieblos.
La joven me dijo que quería leer la última página, así que la separé y se la di. El artículo que quería leer llevaba el siguiente titular: ¿INFERIR SEMEN EMBELLECE LA PIEL? Debajo, había un comentario sobre un libro titulado:
Yo, que fui encerrada en una jaula y violada.
Me costaba imaginar cómo se podía violar a una mujer metida en una jaula. Seguro que habría algún modo eficaz para conseguirlo. Pero debía de ser muy pesado. Yo no sería capaz.
—Oye, ¿a ti te gustan que se traguen tu semen? —me preguntó la joven.
—A mí tanto me da —respondí.
—Pues aquí lo pone. Dice: «Por lo general, a los hombres les gusta que, cuando una mujer les hace una felación, se trague el semen. De este modo el hombre ve confirmado que es aceptado por la mujer. Es un rito y una confirmación».
—No sé —dije.
—¿Se han tragado alguna vez el tuyo?
—No me acuerdo. Me parece que no.
—¡Mmm! —soltó, y continuó leyendo el artículo.
Miré los resultados de los bateadores de la Liga Central y de la Liga del Pacífico.
Nos sirvieron el potaje y el emparedado. Nos tomamos el potaje, nos partimos el emparedado. Sabía a tostadas, a jamón, a clara y yema de huevo. Me limpié las migas de pan y la yema de huevo de las comisuras de los labios con la servilleta de papel y suspiré. Lancé un suspiro tan profundo que parecía comprender en uno todos los suspiros de mi cuerpo. Suspiros tan profundos como aquél se exhalan pocas veces en la vida.
Salimos del establecimiento y buscamos un taxi. Con nuestro sucio aspecto, nos costó mucho que se detuviera uno. El conductor era un joven con el pelo largo que escuchaba música de Police por un gran radiocasete estéreo que llevaba en el asiento del copiloto. Tras decirle la dirección, me hundí en el respaldo del asiento.
—¡Vaya! ¿Cómo es que estáis tan sucios? —nos preguntó el taxista echándonos un vistazo por el retrovisor.
—Es que hemos hecho una lucha cuerpo a cuerpo bajo la lluvia —respondió la joven.
—¿Ah, sí? ¡Qué fuerte! —repuso el conductor—. Tenéis una facha espantosa. Y tú, en el cuello, tienes un chupetón enorme.
—Ya lo sé —dije.
—Pero a mí eso me da igual —dijo el conductor.
—¿Por qué?
—Yo sólo cojo a gente joven que tiene pinta de que le guste el rock. Que vaya limpia o sucia me da igual. Lo que quiero es escuchar la música. ¿Os gusta Police?
—No está mal —contesté diplomáticamente.
—En la empresa me dicen que no ponga esta música. Que ponga los programas de música pop de la radio. ¡Eso ni en broma! Matchi, Seiko Matsuda...
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¡Puaf! Esas chorradas no las escucho ni loco. Police es lo mejor. Puedo estar escuchándolo el día entero sin hartarme. Y el reggae también mola. ¿Qué os parece a vosotros?