Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
—No está mal —dije.
Cuando se acabó la cinta de Police, el conductor puso una grabación de Bob Marley en concierto. La guantera del taxi estaba atiborrada de cintas. Exhausto, muerto de frío, adormilado, con el cuerpo hecho cisco, no me encontraba en el mejor momento para disfrutar de la música, pero era agradable ir en el taxi. Me quedé contemplando con mirada vaga cómo el joven conducía moviendo los hombros al ritmo del reggae.
Cuando detuvo el taxi frente a mi apartamento, pagué el importe de la carrera, me apeé y le di mil yenes de propina diciéndole:
—Cómprate alguna cinta.
—¡Gracias! ¡Hasta pronto!
—Hasta pronto —dije.
—Oye, ¿no crees que dentro de diez años, o de quince, la mayoría de taxis pondrán música rock? Ojalá, ¿verdad?
—Ojalá —dije.
Pero yo no creía que eso fuera a suceder. Hacía más de diez años que Jim Morrison había muerto, pero aún no había visto un solo taxi que pusiera música de The Doors. En el mundo hay cosas que cambian y cosas que no cambian. Y las cosas que no cambian, pase el tiempo que pase, no cambian jamás. La música de los taxis es una de ellas. Las radios de los taxis siempre sintonizan programas de música pop, tertulias de mal gusto o retransmisiones de partidos de béisbol. Por los altavoces de los grandes almacenes suena invariablemente la orquesta de Raymond Lefevre; en las cervecerías, las polcas; en los barrios comerciales a finales de año, las canciones navideñas de The Ventures.
Subimos en ascensor. La puerta de mi piso seguía desgoznada, pero alguien la había encajado en el marco de tal forma que, a primera vista, parecía cerrada. No sabía quién lo había hecho, pero seguro que había necesitado mucho tiempo y mucha fuerza. Y yo, igual que un hombre de Cromañón abriendo la losa de la entrada de su cueva, desplacé la puerta de acero y dejé pasar a la joven. Un vez dentro, volví a desplazarla de modo que no se viera el interior del piso y puse la cadena para mitigar el temor.
Mi piso estaba completamente limpio y ordenado. Tanto que, por un instante, llegué a dudar de que aquel par me lo hubiera destrozado. Los muebles que debían estar volcados habían vuelto todos a su posición original, habían recogido los alimentos esparcidos por el suelo, los fragmentos de botellas o vajilla habían desaparecido, los libros y discos habían vuelto a sus estanterías, la ropa volvía a estar colgada en el armario. La cocina, el baño y el dormitorio estaban limpios como una patena y en el suelo no se veía una mota de polvo.
Sin embargo, al mirar con atención, se descubrían rastros de la catástrofe. El tubo de rayos catódicos del televisor continuaba roto, con la enorme boca abierta como si fuera el túnel del tiempo, y el frigorífico no funcionaba y estaba completamente vacío. Habían tirado toda la ropa rasgada, y la poca que se había salvado cabía en una maleta pequeña. De la vajilla, se habían librado sólo unos cuantos platos y vasos. El reloj de la pared estaba parado y no había un solo aparato eléctrico que funcionara satisfactoriamente. Alguien había separado lo inservible y lo había tirado a la basura. Gracias a ese alguien, mi dormitorio estaba limpio y despejado. Sin ningún objeto superfluo, se veía grande y espacioso como nunca. Debían de faltar algunas cosas, pero no se me ocurría qué podía necesitar yo en aquellos momentos.
Fui al baño, examiné el calentador de gas y, tras comprobar que no estaba estropeado, llené la bañera de agua. Aún quedaba jabón, y vi mi maquinilla de afeitar, mi cepillo de dientes, toallas y champú, y la ducha también funcionaba. El albornoz estaba en buenas condiciones. También debían de haber desaparecido un montón de cosas del baño, pero era incapaz de recordar una sola. Mientras se llenaba la bañera y yo examinaba la habitación, la chica gorda permaneció tendida en la cama leyendo
Los chuanes
de Balzac.
—Oye, ¿sabes que en Francia también había nutrias? —dijo.
—Sí, claro.
—¿Crees que todavía quedan?
—No lo sé —respondí—. Yo de esas cosas no sé.
Sentado en una silla de la cocina, me pregunté quién diablos habría limpiado mi apartamento. Quién, y con qué objeto, había invertido tanto esfuerzo en ordenar cada uno de los rincones de mi piso. Quizá hubieran sido aquel par de semióticos o, tal vez, los del Sistema. Me costaba imaginar qué criterios seguía esa gente para pensar o actuar. Sin embargo, le estaba agradecido a la persona misteriosa que me había limpiado el piso. Era mucho más agradable regresar a un piso limpio.
Cuando la bañera estuvo llena, invité a la joven a que se bañara primero. Ella introdujo un punto en el libro y se desnudó en la cocina. Se desnudó con tanta naturalidad que yo me quedé sentado en la cama contemplando, abstraído, su cuerpo desnudo. Tenía un cuerpo curioso, adulto e infantil a la vez. Era como si un cuerpo normal hubiese sido recubierto por una gruesa capa de carne blanca y suave, como si lo hubiesen untado uniformemente con gelatina. Era una gordura tan bien distribuida que, de no fijarte bien, acababas olvidando que estaba gorda. Los brazos, los muslos, el cuello, la zona alrededor del vientre, todo estaba maravillosamente hinchado, su piel era lisa como la de una ballena. En relación al volumen de su cuerpo, sus senos no eran muy grandes y tenían una bonita forma; el trasero también era empinado.
—No tengo mal tipo, ¿verdad? —me dijo, mirándome desde la cocina.
—No lo tienes —respondí.
—Me ha costado mucho engordar. Tengo que comer muchísimo, montones de pasteles, cosas grasas —dijo.
Asentí en silencio.
Mientras ella se bañaba, me quité los pantalones mojados y la camisa, me puse algo de ropa de la que había quedado, me tendí en la cama y reflexioné sobre qué haría a continuación. Mi reloj señalaba casi las once y media. Me quedaban poco más de veinticuatro horas. Tenía que pensar bien qué iba a hacer. No podía perder las últimas horas de mi vida de cualquier modo.
Fuera, empezó a llover de nuevo. Una lluvia tan fina y silenciosa que apenas se reflejaba en mis pupilas. Si no hubiera visto las gotas de agua que caían del sobradillo de la ventana, ni siquiera habría sabido que llovía. De vez en cuando se oía cómo un coche que pasaba bajo la ventana alzaba salpicaduras de la fina capa de agua que cubría la calzada. También se oían las voces de unos niños llamando a alguien. En el baño, la joven cantaba una canción cuya melodía yo no acababa de identificar. Quizá se la había inventado.
Tendido en la cama, me entró un sueño irresistible, pero no podía dormir. Si me dormía, se me acabaría el tiempo sin haber podido hacer nada más.
Sin embargo, puestos a decidir qué iba hacer en vez de dormir, no se me ocurría absolutamente nada. Quité el reborde de goma de la pantalla de la lamparilla de noche que estaba junto a la cama, jugueteé con él un rato y lo devolví a su sitio. Fuera como fuese, no podía permanecer en aquella habitación. No ganaría nada quedándome allí inmóvil. Si salía, tal vez se me ocurriera algo. El qué ya lo cavilaría cuando estuviese fuera.
Pensándolo bien, eso de que a uno le quedaran sólo veinticuatro horas de vida era algo muy extraño. Sin duda tenía montones de cosas que hacer, pero en realidad no se me ocurría ninguna. Volví a sacar el reborde de goma de la pantalla de la lámpara y me lo enrollé en el dedo. Entonces me acordé de aquel cartel turístico de Frankfurt que colgaba de la pared del supermercado. En el cartel había un río, un puente colgando sobre el río, unos cisnes surcando la superficie del agua. Aquella ciudad no parecía estar nada mal. Me dio la impresión de que no sería una mala idea ir a Frankfurt y acabar allí mi vida. Pero era imposible llegar a Frankfurt en veinticuatro horas y, aunque fuese posible, quedaba descartado pasarme diez horas embutido en el asiento de un avión ante platos de mala comida. Además, nadie me aseguraba que, una vez allí, no pensase que el paisaje del cartel era mejor que el paisaje real. Prefería que mi vida no acabara con un sentimiento de decepción. Total que, de mis planes, tenía que excluir los viajes. Desplazarse llevaba tiempo y, además, en la mayoría de los casos, la realidad no es tan divertida como uno espera.
En definitiva, que lo único que se me ocurría era tomar una buena comida junto a alguna chica, beber algo. Aparte de eso, no me apetecía hacer nada. Hojeé mi agenda, busqué el número de la biblioteca, lo marqué y pedí que avisaran a la encargada de consultas.
—¿Diga? —dijo la chica encargada de consultas.
—Gracias por los libros del unicornio —dije.
—Gracias a ti por la comida —dijo ella.
—¿Te gustaría cenar conmigo esta noche? —la invité.
—¿Cenar? —repitió—. Esta noche tengo una reunión de estudios.
—¿Una reunión de estudios? —repetí.
—Sí, sobre la contaminación de los ríos. Sobre la extinción de los peces debido a los detergentes, ya sabes, ese tipo de cosas. Estamos investigando sobre ello. Y esta noche tengo que exponer yo.
—Parece una investigación muy útil —dije.
—Sí, lo es. Por eso —añadió—, si no te importa, podríamos dejarlo para mañana. Mañana es lunes, la biblioteca está cerrada y tendré tiempo libre.
—Mañana a mediodía ya no estaré aquí. Por teléfono no puedo darte detalles, pero estaré lejos durante un tiempo.
—¿Te vas lejos? ¿De viaje? —preguntó ella.
—Más o menos.
—Perdona. Espera un momento —dijo.
La chica parecía estar hablando con alguien que le había ido a hacer una consulta. A través del teléfono, me llegaba el ambiente de la biblioteca en domingo. Una niña gritaba y su padre la reprendía dulcemente. También se oía cómo alguien pulsaba las teclas del ordenador. Parecía que el mundo funcionaba con normalidad. La gente iba a buscar libros a la biblioteca, los empleados del metro perseguían a los pasajeros deshonestos, los caballos de carreras galopaban bajo la lluvia.
—Sobre construcción de viviendas —se oyó que decía— hay tres tomos en el número 5 de la estantería F. Mire usted allí.
Luego se oyó cómo su interlocutor comentaba algo al respecto.
—Perdona, ¿eh? —me dijo, de nuevo al teléfono—. Vale. De acuerdo. Me saltaré la reunión. Seguro que protestan, pero ¡en fin!...
—Lo siento.
—No pasa nada. De todos modos, en los ríos de por aquí ya no queda ningún pez. Aunque la exposición se retrase una semana, no pasará nada.
—Visto así, tienes razón —repuse.
—¿Cenamos en tu casa?
—No, mi piso está inutilizable. La nevera no funciona, no me queda casi nada de comer. No se puede cocinar.
—Ya lo sé —dijo ella.
—¿Ya lo sabes?
—Sí. Pero está como los chorros del oro, ¿no?
—¿Lo has limpiado tú?
—Claro. ¿He hecho mal? Esta mañana pasaba por allí y he subido a traerte otro libro. Me he encontrado la puerta abierta, arrancada de los goznes, y todo patas arriba. De modo que me he puesto a limpiar. He llegado un poco tarde al trabajo, pero es un modo de agradecerte la invitación del otro día. ¿Te ha molestado?
—¡En absoluto! —contesté—, Al contrario. Me has hecho un gran favor.
—Entonces, ¿qué te parece si quedamos a las seis y diez delante de la biblioteca? Es que los domingos cerramos a las seis.
—De acuerdo —dije—. Muchas gracias.
—De nada —dijo ella. Y se cortó la comunicación.
Mientras yo estaba buscando alguna ropa para ir a cenar, la joven gorda salió del baño. Le pasé una toalla y un albornoz. Con la toalla y el albornoz en la mano, se quedó unos instantes de pie, desnuda, ante mí. El pelo mojado se le adhería a las mejillas y el extremo de sus orejas puntiagudas asomaba entre los mechones. En los lóbulos lucía aún los pendientes de oro.
—¿Te bañas con los pendientes puestos? —le pregunté.
—Sí, claro. Ya te lo dije, ¿no? No se caen mientras me baño. ¿Te gustan?
—Sí —dije.
Su ropa interior, su falda y su blusa estaban tendidas en el baño. Un sujetador rosa, unas bragas rosa, una falda rosa y una blusa rosa pálido. Sólo de ver aquellas prendas allí, sentí un dolor punzante en las sienes. A mí nunca me había gustado que tendieran las bragas o las medias en mi cuarto de baño. Si me preguntaran por qué, no sabría qué responder, pero era así.
Me lavé el pelo y el cuerpo deprisa, me cepillé los dientes, me afeité. Después salí del cuarto de baño, me sequé con la toalla y me puse unos calzoncillos y unos pantalones. A pesar de la sucesión de acciones estrambóticas que había realizado últimamente, el dolor del corte era mucho más soportable que el día anterior. Tanto que, hasta el instante de meterme en el baño, ni siquiera me había acordado de la herida. La joven gorda se había sentado sobre la cama y estaba leyendo a Balzac mientras se secaba el pelo con el secador. La lluvia todavía no mostraba indicios de cesar. La visión de la ropa interior tendida en el baño, la chica sentada en la cama leyendo mientras se secaba el pelo y la lluvia cayendo en el exterior me transportó a mi vida matrimonial, varios años atrás.
—¿Quieres el secador? —me preguntó.
—No —contesté. Aquel secador lo había dejado mi mujer al marcharse de casa. Yo llevaba el pelo corto y no lo necesitaba.
Tomé asiento a su lado, apoyé la cabeza en el cabezal y cerré los ojos. Al cerrarlos, vi cómo diversos colores surgían y desaparecían en la oscuridad. Pensándolo bien, llevaba varios días sin dormir apenas. Cada vez que lo había intentado, había aparecido alguien y me había despertado sin miramientos. Al cerrar los ojos, sentí cómo el sueño iba arrastrándome hacia el mundo de las sombras profundas. Exactamente igual que los tinieblos, el sueño alargaba el brazo y se disponía a atraerme hacia sí.
Abrí los ojos, me froté el rostro con ambas manos. Tras lavarme la cara y afeitarme después de muchas horas de no hacerlo, notaba el cutis seco y rígido como la piel de un tambor. Parecía que pasara las manos sobre un rostro ajeno. Notaba una quemazón en la zona donde las sanguijuelas me habían succionado la sangre. Al parecer, aquellos dos bichos me habían chupado una gran cantidad de sangre.
—Oye —dijo la joven depositando el libro a su lado—, ¿de verdad no te apetece que se traguen tu semen?
—Ahora no —dije.
—¿No tienes ganas?
—No.
—¿Y tampoco quieres acostarte conmigo?
—Ahora no.
—¿Acaso no te gusto porque estoy gorda?
—No es eso. Tienes un cuerpo muy bonito.
—Entonces, ¿por qué no quieres acostarte conmigo?
—No lo sé —contesté—. No sé por qué, pero me da la sensación de que no debo hacerlo en estos momentos.