Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
—¿Es por razones morales? ¿Va en contra de tu ética vital?
—Mi ética vital —repetí. Esas palabras despertaban en mí extrañas resonancias. Reflexioné unos instantes con los ojos clavados en el techo—. No, no es eso —dije—. Es algo diferente, de otra naturaleza. Tiene que ver con el instinto, con la intuición... O quizá con el reflujo de mi memoria. No puedo explicártelo bien. Ahora tengo unas ganas locas de acostarme contigo, ¿sabes? Pero ese
algo
me retiene. Me dice que ahora no es el momento.
Con el codo hincado en la almohada, ella me clavó la mirada.
—¿No me mientes?
—Sobre estas cosas yo no miento.
—¿De verdad lo piensas?
—Lo
siento
así.
—¿Puedes darme alguna prueba?
—¿Una prueba? —me sorprendí.
—Algo que pueda convencerme de que tienes ganas de acostarte conmigo.
—Tengo una erección —dije.
—Enséñamela —dijo.
Tras dudar unos instantes, decidí bajarme los pantalones y mostrársela. Estaba demasiado cansado para seguir discutiendo y, total, dentro de poco ya no estaría en este mundo. No creía que enseñarle un pene sano y erecto a una joven de diecisiete años pudiera originar un grave problema social.
—Hum... —musitó mirando el pene erecto—. ¿Puedo tocarlo?
—No —dije—, ¿Con eso queda demostrado?
—Pues sí. Vale.
Me subí los pantalones y guardé el pene en su interior. Se oyó cómo un enorme camión de transporte pasaba lentamente por debajo de la ventana.
—¿Cuándo volverás junto a tu abuelo?
—En cuanto haya dormido un poco y se me haya secado la ropa. Antes del atardecer se retirará el agua y entonces volveré desde el metro.
—Con este tiempo, la ropa no se te secará antes de mañana por la mañana.
—¿Ah, no? ¿Qué puedo hacer entonces?
—Aquí cerca hay una lavandería de autoservicio. Puedes ir a secarla allí.
—Es que no tengo ropa para salir a la calle.
Me devané los sesos, pero no se me ocurrió nada. La única solución era que fuera yo a la lavandería a secar la ropa. Me dirigí al cuarto de baño y embutí su ropa mojada en una bolsa de plástico de Lufthansa. Luego, de entre la ropa que me quedaba, elegí unos chinos de color verde oliva y una camisa azul con botones en el cuello. Como calzado, cogí unos mocasines de color marrón. De este modo, sentado en una cutre silla de plástico de la lavandería, perdí tontamente una parte del precioso tiempo que me quedaba. Mi reloj señalaba las doce y diecisiete minutos.
Cuando abrí la puerta de la cabaña del guardián, éste se encontraba junto a la puerta trasera, cortando leña.
—Hoy va a caer una buena nevada, ¿eh? —comentó con el hacha en la mano—. Esta mañana han muerto cuatro bestias. Y mañana morirán muchas más. Este invierno es excepcionalmente frío.
Me quité los guantes, me acerqué a la estufa y me calenté la punta de los dedos. El guardián hizo un haz de leña menuda, lo arrojó al cuarto que le servía de almacén, cerró la puerta y volvió a colgar el hacha en la pared. Luego, vino a mi lado y se calentó los dedos, igual que yo.
—Parece que, en lo sucesivo, tendré que quemar los cadáveres de las bestias yo solo. Gracias a su ayuda, hasta ahora ha sido muy cómodo, pero ¡en fin!, ¡qué le vamos a hacer! De hecho, éste es mi trabajo.
—¿La sombra está muy mal, entonces?
—No está bien —dijo el guardián negando con la cabeza—. No está nada bien. Hace tres días que no se levanta. La cuido tan bien como puedo, pero cuando a uno le llega su hora, no hay nada que hacer, ¿verdad?
—¿Puedo verla?
—Claro. Pero no estés más de media hora. Es que, dentro de media hora, tengo que ir a quemar las bestias.
Asentí.
El guardián cogió un manojo de llaves de la pared y abrió la verja de hierro que conducía a la plaza de las sombras. Luego la cruzó delante de mí, a paso rápido, abrió la puerta de la cabaña de la sombra y me hizo pasar. El interior de la cabaña estaba vacío, sin muebles; el suelo era de frío ladrillo. Por los resquicios de la ventana entraba un gélido viento invernal y hacía muchísimo frío. Recordaba una cámara de hielo.
—No es culpa mía —se disculpó el guardián—. Yo no he encerrado a tu sombra por gusto. Está establecido que las sombras vivan aquí dentro. Son las reglas y yo tengo que cumplirlas. Y tu sombra ha tenido suerte. En ocasiones han estado encerradas aquí dos o tres sombras a la vez.
De nada serviría lo que yo hubiese podido decir, de modo que asentí en silencio. Me dije que jamás hubiera debido abandonar a mi sombra en un lugar semejante.
—Tu sombra está ahí abajo —me dijo—. Ve. Abajo no hace tanto frío. Sólo que huele un poco.
El guardián se dirigió a un rincón del cuarto y abrió una puerta corredera ennegrecida por la humedad. Detrás no había escalera, sólo una sencilla escalerilla sujeta a la pared. El guardián bajó primero y luego, con un gesto de la mano, me indicó que lo siguiera. Me sacudí la nieve adherida al abrigo y fui tras él.
En el sótano, un intenso hedor a excrementos penetró en mi nariz. No había ventana y el aire estaba estancado, sin salida posible. El sótano tenía el tamaño de un trastero y la cama ocupaba una tercera parte del cuartucho. Mi sombra, enflaquecida en extremo, yacía sobre la cama, vuelta hacia la puerta. Debajo de la cama asomaba un orinal de loza. Había una vieja mesa medio rota y, encima, ardía una vieja vela: ésa era la única luz y toda la calefacción del cuarto. El suelo era de tierra batida, y el aire, tan frío que calaba hasta los huesos. La sombra, con la manta subida hasta las orejas, alzó hacia mí unos ojos inmóviles y faltos de vida. Tal como me había dicho el anciano, no parecía que fuera a durar mucho.
—Me voy —dijo el guardián como si no pudiera soportar más aquel hedor—. Hablad los dos. Hablad de lo que queráis. A tu sombra ya no le quedan fuerzas para pegarse a ti.
Cuando el guardián desapareció, la sombra, tras aguardar unos instantes, me hizo una señal con la mano para que me acercara a la cabecera de la cama.
—¿Te importaría subir y comprobar si el guardián está escuchando detrás de la puerta? —me pidió en voz baja.
Asentí, subí la escalerilla sin hacer ruido, abrí la puerta, miré hacia fuera y, tras comprobar que no había nadie en la planta baja, regresé al sótano.
—No hay nadie —le aseguré.
—Tengo algo que decirte —dijo la sombra—. No estoy tan mal como parece. Hago comedia para engañar al guardián. Es cierto que estoy mucho más débil que antes, pero lo de vomitar y no levantarme de la cama es puro teatro. Aún puedo levantarme y andar sin problemas.
—¿Lo haces para escapar?
—¡Pues claro! Si no fuera por eso, no me tomaría tantas molestias, te lo aseguro. Así he ganado tres días. Pero ahora tengo que escapar pronto. Porque dentro de otros tres días quizá ya no pueda levantarme de verdad. El aire de este sótano tiene un efecto pernicioso para el cuerpo. Es frío como el hielo, penetra en los huesos. Por cierto, ¿qué tiempo hace fuera?
—Nieva —dije con las manos aún en los bolsillos—, Y al llegar la noche empeorará. El frío va a ser mucho más intenso.
—Si nieva, morirán muchas bestias —dijo la sombra—. Y si mueren muchas bestias, el guardián tendrá más trabajo. Nosotros podremos escapar mientras él está en el manzanar quemando a las bestias. Tú cogerás el manojo de llaves, abrirás la verja de hierro y huiremos los dos.
—¿Por la Puerta del Oeste?
—No, por esa puerta es imposible. Está cerrada, muy vigilada, y aunque lo lográsemos, el guardián nos atraparía enseguida. Por la muralla es imposible. La muralla sólo pueden sobrevolarla los pájaros.
—¿Por dónde huiremos entonces?
—Eso déjamelo a mí. He madurado el plan hasta el último detalle. He ido reuniendo mucha información sobre la ciudad, ¿sabes? Tu mapa casi lo he desgastado de tanto mirarlo y el guardián me ha contado un montón de cosas. Como pensaba que ya no podría huir, ha tenido la amabilidad de explicarme muchas cosas. Todo gracias a ti, que conseguiste que el hombre bajara la guardia. En fin, que al principio tardé más tiempo del que pensaba, pero ahora los planes van viento en popa. Tal como ha dicho el guardián, a mí ya no me quedan fuerzas para pegarme a ti, pero, si logro escapar, me recuperaré y, entonces, podremos volver a ser uno. Yo me libraré de morir aquí y tú recuperarás los recuerdos y volverás a ser el que eras originariamente.
Me quedé mirando fijamente la llama de la vela, sin decir nada.
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó la sombra.
—El que era originariamente... ¿Y cómo debía de ser yo?
—¡Eh! ¡Alto ahí! ¿No me digas que estás dudando? —se estremeció la sombra.
Sí, estoy dudando. Realmente estoy dudando —reconocí—. Ante todo, no recuerdo mi yo de antes. ¿Valdrá la pena volver a aquel mundo? ¿Valdrá la pena volver a ser yo mismo?
La sombra se dispuso a decir algo, pero la frené levantando la mano.
—Espera un momento. Déjame acabar. He olvidado por completo quién era antes, pero ahora empiezo a sentir apego por esta ciudad. Me siento atraído por la chica que he conocido en la biblioteca, el coronel también es buena persona. Me gusta contemplar a las bestias. El invierno es muy duro, pero en las demás estaciones el paisaje es muy hermoso. Aquí nadie hiere a los demás, nadie lucha. La vida es sencilla pero satisfactoria, y hay igualdad entre los seres humanos. Nadie habla mal del prójimo, nadie pretende arrebatar nada a nadie. Se trabaja, pero todo el mundo disfruta haciéndolo. Además, se trabaja por el placer de trabajar, es un trabajo puro: nadie se ve obligado a trabajar, nadie trabaja a desgana. Nadie envidia a nadie. Nadie se queja, nadie sufre.
—No existe el dinero, la fortuna ni la jerarquía. No hay pleitos ni hospitales —añadió la sombra—. No existe la vejez ni el temor a la muerte. ¿Cierto?
Asentí.
—¿Qué te parece? —le interpelé—, ¿Qué motivos podría encontrar yo para abandonar la ciudad?
—Lo que dices —repuso la sombra sacando la mano de debajo de la manta y frotándose los labios resecos— parece tener su lógica. Si existe realmente este mundo, aquí has hallado la auténtica utopía. No tengo nada que oponer. Haz lo que te parezca. Yo me resignaré y moriré aquí. Pero estás pasando por alto varias cosas. Y son cosas muy importantes. —La sombra empezó a toser. Esperé en silencio a que remitiera el acceso de tos—. La última vez que nos vimos, te dije que esta ciudad es antinatural y errónea. A fuerza de ser antinatural y errónea, es completa. Tú acabas de hablar de su perfección y completitud. Por eso yo voy a hablarte ahora de su antinaturalidad y del error en que se funda. Escúchame bien. En primer lugar, la proposición principal es que, en este mundo, la perfección no existe. Ya te lo dije. Es como una máquina de movimiento continuo, que, por principio, no puede existir. La entropía siempre aumenta. ¿Cómo diablos la elimina esta ciudad? Es cierto que aquí la gente, a excepción del guardián, no hiere a los demás, no siente odio, no alberga deseos. Todos están satisfechos, viven en paz. ¿Y a qué crees que se debe? Pues a que no poseen corazón.
—Eso ya lo sé —dije.
—La perfección de esta ciudad se fundamenta en la pérdida del corazón. Mediante esta pérdida, quedan enmarcados en un tiempo que va expandiendo la existencia de cada uno de ellos hasta la eternidad. Por eso nadie envejece, nadie muere. Primero, se arranca de un tirón la sombra, la madre del yo, y se espera a que muera. Con la muerte de la sombra, se elimina el escollo principal. Después, será suficiente con vaciar las pequeñas burbujas que brotan del corazón, día tras día.
—¿Vaciar?
—Luego te hablaré de eso. Primero, hablemos del corazón. Me has dicho que en esta ciudad no hay luchas, odio ni deseos. Eso, en sí mismo, es maravilloso. Tanto que, si tuviera fuerzas, aplaudiría. Pero piensa que el hecho de que no existan luchas, odio ni deseos significa que tampoco existen las cosas opuestas. Es decir, la alegría, la paz de espíritu, el amor. Porque es de la desesperanza, del desengaño y de la tristeza de donde nace la alegría y, sin ellas, ésta no podría existir. Es imposible encontrar una paz de espíritu sin desesperación. Ésta es la «naturalidad» a la que me refería. Y luego está el amor, por supuesto. Lo mismo sucede con la chica de la biblioteca de la que hablas. Tú tal vez la quieras, pero tus sentimientos no conducen a ninguna parte. Porque ella no tiene corazón. Y un ser humano sin corazón no es más que un fantasma andante. Dime, ¿qué sentido tiene conseguir algo así? ¿Deseas para ti esta vida eterna? ¿Quieres convertirte, también tú, en un fantasma similar? Si yo muero aquí, tú pasarás a ser uno de ellos y ya jamás podrás abandonar la ciudad.
Un silencio opresivo y gélido cayó sobre el sótano. La sombra volvió a toser varias veces.
—Pero es que yo no puedo dejarla aquí. Sea ella lo que sea, yo la amo, la necesito. Uno no puede engañar a su corazón. Y si yo ahora huyo, seguro que más tarde me arrepentiré. Piensa que, una vez salga de aquí, ya no podré volver.
—¡Uf! —dijo la sombra sentándose en el lecho y recostándose en la pared—. Cuesta lo suyo convencerte. Nos conocemos desde hace tiempo y ya sé lo tozudo que eres, pero venirme con discusiones tan retorcidas en una situación límite como ésta pasa de castaño oscuro. ¿Qué diablos quieres hacer? Si estás pensando en huir los tres juntos, tú, esa chica y yo, olvídalo. Una persona sin sombra no puede vivir fuera de la ciudad.