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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

El gran cuaderno (2 page)

BOOK: El gran cuaderno
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El bosque y el río

El bosque es muy grande, el río es muy pequeño. Para entrar en el bosque hay que atravesar el río. Cuando hay poca agua, podemos atravesarlo saltando de una piedra a otra. Pero a veces, cuando ha llovido mucho, el agua nos llega a la cintura y el agua está fría y fangosa. Decidimos construir un puente con los ladrillos y las tablas que encontramos alrededor de las casas destruidas por los bombardeos.

Nuestro puente es sólido. Se lo enseñamos a la abuela. Ella lo prueba y dice:

—Muy bien. Pero no vayáis demasiado lejos por el bosque. La frontera está cerca, los militares os dispararían. Y sobre todo no os perdáis. Yo no iría a buscaros.

Al construir el puente hemos visto peces. Se esconden bajo las piedras grandes o a la sombra de los arbustos y los árboles cuyas ramas se unen en algunos puntos por encima del río. Elegimos los peces más grandes, los cogemos y los metemos en la regadera llena de agua. Por la noche, cuando los llevamos a la casa, la abuela dice:

—¡Hijos de perra! ¿Cómo los habéis cogido?

—Con las manos. Es fácil. Sólo hay que quedarse quieto y esperar.

—Entonces, coged muchos. Todos los que podáis.

Al día siguiente la abuela se lleva la regadera en la carretilla y vende nuestros pescados en el mercado.

Vamos a menudo al bosque, no nos perdemos nunca, sabemos de qué lado se encuentra la frontera. Pronto los centinelas nos conocen. No nos disparan nunca. La abuela nos enseña a distinguir las setas comestibles de las que son venenosas.

Del bosque traemos haces de leña a la espalda, setas y castañas en las cestas. Apilamos la leña bien ordenada contra las paredes de la casa, bajo el tejadillo, y tostamos las castañas en el hogar, si la abuela no está.

Una vez, en el bosque, junto a un enorme agujero hecho por una bomba, encontramos un soldado muerto. Está entero todavía, sólo le faltan los ojos a causa de los cuervos. Le cogemos el fusil, los cartuchos, las granadas. El fusil escondido en un haz de leña, los cartuchos y las granadas en las cestas, bajo las setas.

Una vez llegados a casa de la abuela, envolvemos cuidadosamente esos objetos con paja y unos sacos de patatas y los enterramos bajo el banco, ante la ventana del oficial.

La suciedad

En nuestra casa, en la ciudad, nuestra madre nos lavaba a menudo. Bajo la ducha o en la bañera. Nos ponía ropa limpia, nos cortaba las uñas. Para cortarnos el pelo nos llevaba al peluquero. Nos cepillábamos los dientes después de cada comida.

En casa de la abuela es imposible lavarse. No hay cuarto de baño, ni siquiera hay agua corriente. Hay que ir a bombear el agua del pozo en el patio, y llevarla en un cubo. No hay jabón en la casa, ni dentífrico, ni producto alguno para la colada.

Todo está sucio en la cocina. Las baldosas rojas, irregulares, se pegan a los pies, la mesa grande se pega a las manos y los codos. El hogar está completamente negro de grasa y las paredes a su alrededor también, a causa del hollín. Aunque la abuela lave los cacharros, los platos, las cucharas y los cuchillos nunca están realmente limpios, y las cazuelas están cubiertas de una espesa costra de mugre. Los trapos son de color gris y huelen mal.

Al principio ni siquiera nos apetecía comer, sobre todo cuando veíamos cómo preparaba la abuela la comida, sin lavarse las manos y limpiándose los mocos con la manga. Después ya no hacemos caso.

Cuando hace calor vamos a bañarnos al río, nos lavamos la cara y los dientes en el pozo. Cuando hace frío es imposible lavarse del todo. No existe ningún recipiente lo bastante grande en la casa. Nuestras sábanas, mantas y ropa de baño han desaparecido. Nunca más volvimos a ver la caja grande en la que nuestra madre trajo esas cosas.

La abuela lo vendió todo.

Cada vez estamos más sucios, y nuestra ropa también. Vamos sacando ropa limpia de nuestra maleta debajo del banco, pero pronto ya no nos queda ropa limpia. La que llevamos se va rompiendo, nuestros zapatos se gastan y se agujerean. Cuando es posible vamos desnudos y no llevamos más que un calzoncillo o un pantalón. La planta de los pies se nos endurece, ya no notamos las espinas ni las piedras. La piel se nos pone morena, llevamos las piernas y los brazos cubiertos de arañazos, de cortes, de costras, de picaduras de insecto. Las uñas, que no nos cortamos nunca, se nos rompen; el pelo, casi blanco a causa del sol, nos llega hasta los hombros.

La letrina está al fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos con las hojas más grandes de determinadas plantas.

Ahora tenemos un olor mezcla de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería, tierra, sudor, orina y moho.

Ahora olemos mal, como la abuela.

Ejercicio de endurecimiento del cuerpo

La abuela nos pega a menudo con sus manos huesudas, con una escoba o un trapo mojado. Nos tira de las orejas, nos da tirones del pelo.

Otras personas también nos dan bofetadas y patadas, no sabemos muy bien por qué.

Los golpes hacen daño, nos hacen llorar.

Las caídas, los arañazos, los cortes, el trabajo, el frío y el calor también son causa de sufrimiento.

Decidimos endurecer nuestro cuerpo para poder soportar el dolor sin llorar.

Empezamos por darnos bofetadas el uno al otro, después puñetazos. Viendo que llevamos la cara tumefacta, la abuela nos pregunta:

—¿Quién os ha hecho esto?

—Nosotros mismos, abuela.

—¿Os habéis pegado? ¿Por qué?

—Por nada, abuela. No te preocupes, es un ejercicio.

—¿Un ejercicio? Estáis completamente chiflados. Bueno, si eso os divierte...

Vamos desnudos. Nos golpeamos el uno al otro con un cinturón. Nos vamos diciendo, a cada golpe:

—No ha dolido.

Nos golpeamos fuerte, cada vez más y más fuerte.

Pasamos las manos por encima de una llama. Nos cortamos con un cuchillo el muslo, el brazo, el pecho, y nos echamos alcohol en las heridas. Cada vez, nos decimos:

—No ha dolido.

Al cabo de un cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre.

Nosotros ya no lloramos.

Cuando la abuela está enfadada y grita, le decimos:

—No grites más, abuela, y péganos.

Y cuando ella nos pega, decimos:

—¡Más, abuela! Mira, ponemos la otra mejilla, como dice en la Biblia. Péganos en la otra mejilla, abuela.

Ella responde:

—¡Idos al diablo con vuestra Biblia y vuestras mejillas!

El ordenanza

Nos acostamos en el banco que hace esquina en la cocina. Nuestras cabezas se tocan. No dormimos aún, pero tenemos los ojos cerrados. Alguien abre la puerta. Abrimos los ojos. La luz de una linterna de bolsillo nos ciega. Preguntamos:

—¿Quién anda ahí?

Una voz de hombre responde:

—No miedo. Vosotros no miedo. ¿Dos ser vosotros o yo beber demasiado?

Se ríe, enciende la lámpara de petróleo que hay encima de la mesa y apaga su linterna. Ahora le vemos bien. Es un militar extranjero, sin grado. Dice:

—Yo ser ordenanza de capitán. ¿Qué hacer aquí vosotros?

Decimos:

—Vivimos aquí. En casa de nuestra abuela.

—¿Vosotros nietos de la Bruja? Yo nunca ver vosotros antes. ¿Cuánto tiempo vosotros ser aquí?

—Desde hace dos semanas.

—¡Ah! Yo ir permiso a mi casa, a mi pueblo. Mucho divertido.

Le preguntamos:

—¿Por qué hablas nuestro idioma?

Él dice:

—Mi madre nacer aquí, en vuestro país. Venir trabajar a nuestra casa, camarera en un bar. Conocer mi padre y casarse. Cuando yo pequeño, mi madre hablarme vuestro idioma. Vuestro país y mi país, países amigos. Combatir juntos enemigo. ¿De ti dónde venir vosotros?

—De la ciudad.

—Ciudad, mucho peligro. ¡Bum! ¡Bum!

—Sí, y ya no había nada que comer.

—Aquí bien para comer. Manzanas, cerdos, pollos, todo. ¿Vosotros quedar mucho tiempo? ¿O sólo vacaciones?

—Hasta que se acabe la guerra.

—Guerra pronto acabar. ¿Dormir vosotros ahí? Banco duro, frío. ¿Bruja no querer meter en su habitación?

—No queremos dormir en la habitación de la abuela. Ronca y huele mal. Teníamos sábanas y mantas, pero ella las ha vendido.

El ordenanza coge agua caliente del caldero que hay encima del fogón y dice:

—Yo deber limpiar habitación. Capitán también volver permiso esta noche o mañana.

Sale. Algunos minutos después, vuelve. Nos trae dos mantas militares grises.

—Éstas no vender la vieja Bruja. Si ella demasiado mala, decir a mí. Yo pum, pum, matar.

Se ríe todavía. Nos tapa, apaga la lámpara y se va.

Durante el día escondemos las mantas en el desván.

Ejercicio de endurecimiento del espíritu

La abuela nos dice:

—¡Hijos de perra!

La gente nos dice:

—¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!

Otros nos dicen:

—¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!

Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas.

No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.

Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.

Uno:

—¡Cabrón! ¡Tontolculo!

El otro:

—¡Maricón! ¡Hijoputa!

Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas.

De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, y después vamos a pasear por las calles.

Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido permanecer indiferentes.

Pero están también las palabras antiguas.

Nuestra madre nos decía:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis pequeñines adorados!

Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.

Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada para soportarla.

Entonces volvemos a empezar nuestro ejercicio de otra manera.

Decimos:

—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero... No os abandonaré nunca... Sólo os querré a vosotros... Siempre... Sois toda mi vida...

A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa.

El colegio

Esto ocurrió hace tres años.

Es por la tarde. Nuestros padres creen que dormimos. En la otra habitación, hablan de nosotros.

Nuestra madre dice:

—No soportarán estar separados.

Nuestro padre dice:

—Sólo se separarán durante las horas de colegio.

Nuestra madre dice:

—No lo soportarán.

—Pero es necesario. Es necesario para ellos. Todo el mundo lo dice. Los profesores, los psicólogos. Al principio les resultará difícil, pero luego se acostumbrarán.

—No, nunca. Lo sé. Los conozco bien. Forman una sola persona.

Nuestro padre levanta la voz:

—Justamente, eso no es normal. Piensan juntos, actúan juntos. Viven en un mundo aparte. Un mundo sólo para ellos. Todo eso no es demasiado sano. Es inquietante incluso. Sí, me preocupan. Son muy raros. Nunca se sabe lo que pueden pensar. Están demasiado adelantados para su edad. Saben demasiadas cosas.

Nuestra madre se ríe.

—No les reprocharás su inteligencia, ¿verdad?

—No es ninguna tontería. ¿Por qué te ríes?

Nuestra madre responde:

—Los gemelos siempre tienen más problemas. No es ningún drama. Todo se arreglará.

Nuestro padre dice:

—Sí, todo se arreglará si los separamos. Cada individuo debe tener su propia vida.

Algunos días más tarde empezamos la escuela. Cada uno en una clase distinta. Nos sentamos en la primera fila.

Estamos separados el uno del otro por toda la longitud del edificio. Esa distancia entre nosotros nos parece monstruosa, el dolor que experimentamos es insoportable. Es como si nos arrancasen la mitad del cuerpo. No tenemos equilibrio, nos da vértigo, nos caemos, perdemos el conocimiento.

Nos despertamos en la ambulancia que nos lleva al hospital.

Nuestra madre viene a buscarnos. Sonríe, nos dice:

—Estaréis en la misma clase desde mañana.

En casa, nuestro padre sólo nos dice:

—¡Farsantes!

Pronto se va al frente. Es periodista, corresponsal de guerra.

Vamos al colegio durante dos años y medio. Los profesores se van también al frente y les sustituyen profesoras. Más tarde cierra la escuela, porque hay demasiadas alertas y bombardeos.

Sabemos leer, escribir y calcular.

En casa de la abuela decidimos proseguir nuestros estudios sin profesores, solos.

La compra del papel, del cuaderno y de los lápices

En casa de la abuela no hay papel ni lápiz. Vamos a buscarlo a una tienda que se llama «Librería-Papelería». Elegimos un paquete de papel cuadriculado, dos lápices y un cuaderno grande y grueso. Lo ponemos todo encima del mostrador, ante un señor gordo que está detrás. Le decimos:

—Necesitamos todos estos objetos, pero no tenemos dinero.

El librero dice:

—¿Cómo? Pero... hay que pagar.

Repetimos:

—No tenemos dinero, pero necesitamos estos objetos de verdad.

El librero dice:

—La escuela está cerrada. Nadie necesita cuadernos ni lápices.

Le decimos:

—Nosotros seguimos yendo a la escuela en casa, solos, por nuestra cuenta.

—Pedid dinero a vuestros padres.

—Nuestro padre está en el frente y nuestra madre se ha quedado en la ciudad. Vivimos en casa de nuestra abuela, y ella tampoco tiene dinero.

El librero dice:

—Sin dinero no se puede comprar nada.

No decimos nada más, nos quedamos mirándole. Él también nos mira. Tiene la frente mojada de sudor. Al cabo de un tiempo, dice:

—¡No me miréis así! ¡Salid de aquí!

Le decimos:

—Estamos dispuestos a realizar algunos trabajos para usted a cambio de estos objetos. Le podemos regar el jardín, por ejemplo, arrancar las malas hierbas, llevar paquetes...

BOOK: El gran cuaderno
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