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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (7 page)

BOOK: El Gran Rey
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La sonrisa de Magg hacía pensar en una calavera. Un movimiento casi imperceptible de sus huesudos dedos hizo apartar a los guerreros. Su flaco rostro de piel grisácea estaba contorsionado por el placer.

—No había previsto nuestro encuentro, señor Gwydion —dijo—. Caer Cadarn se halla en poder de mis guerreros, pero éste es un premio inesperado y mucho más valioso de lo que jamás había esperado conseguir.

Las verdes pupilas de Gwydion echaban chispas.

—¿Cómo has osado entrar en el cantrev del rey Smoit? Vete de aquí antes de que vuelva. Él tendrá muchos menos miramientos contigo que yo.

—Te reunirás con el rey Smoit —replicó Magg—, aunque me cuesta llamar rey a ese tosco señor de cantrev.

Los delgados labios de Magg se fruncieron en una mueca maliciosa, y deslizó una mano sobre su capa llena de bordados como si la acariciase. Taran se dio cuenta de que el atuendo de Magg era todavía más elegante que el que llevaba cuando había conocido a aquel hombre de lacia cabellera como gran mayordomo de la corte de Mona.

—El señor al que sirvo es más poderoso que Smoit o el rey de Mona, más poderoso incluso que la reina Achren —dijo Magg con una sonrisa llena de dientes amarillentos—. Y ahora es más poderoso que el príncipe de Don…

Se llevó una mano a la cadenilla de hierro que colgaba de su cuello y acarició el pesado emblema de su rango. Taran, horrorizado, vio que estaba adornado con el mismo símbolo grabado en las frentes de los Cazadores.

—Mi señor es el más poderoso de todos, y es nada menos que el rey de Annuvin…, el mismísimo Arawn, Señor de la Muerte —anunció altivamente Magg.

Pero Gwydion no bajó la mirada.

—Has encontrado a tu verdadero amo, Magg.

—Cuando nos vimos por última vez te creía muerto, señor Gwydion —dijo Magg—. Después me llevé la alegría de saber que no habías muerto. —El gran mayordomo se lamió los labios—. Es raro que se pueda saborear la venganza dos veces, y he sabido tener paciencia y esperar a que llegase el día en el que por fin volveríamos a encontrarnos.

»Sí, he tenido mucha paciencia —siseó Magg—. Después de zarpar de la isla de Mona vagué durante mucho tiempo de un lado a otro. Serví humildemente a varios amos mientras aguardaba a que llegase mi hora. Uno de ellos incluso pretendió encerrarme en una mazmorra… ¡A mí, Magg, quien en tiempos tuvo un reino en sus manos!

La voz del gran mayordomo había ido subiendo de tono hasta convertirse en un chillido estridente. El rostro se le había puesto lívido, y los ojos sobresalían de sus cuencas; pero un instante después ya había recuperado el control de sus manos temblorosas y volvía a reclinarse en el trono de Smoit. Cuando volvió a hablar las palabras surgieron de sus labios como si las estuviera paladeando una por una.

—Por fin logré llegar a Annuvin —dijo— hasta el mismísimo umbral de la Puerta Oscura. Por aquel entonces el señor Arawn no me conocía como me conoce ahora. —Magg cabeceó con expresión satisfecha—. Aprendió muchas cosas de mí.

»El señor Arawn conocía la historia de Dyrnwyn —siguió diciendo—. Sabía que la espada se había perdido y había vuelto a ser encontrada, y que colgaba del cinto de Gwydion, Hijo de Don. Pero fui yo, Magg, quien le reveló cómo adueñarse de ella.

—Hasta tus traiciones son míseras e insignificantes —dijo Taran—. Tarde o temprano Arawn habría tramado ese plan malévolo, contigo o sin ti.

—Quizá —dijo Magg en tono malicioso—. Es posible que él aprendiera mucho menos de mí que lo que yo aprendí de él, pues no tardé en descubrir que su poder estaba peligrosamente equilibrado. El Rey con Cuernos, su campeón, había sido derrotado hacía mucho tiempo; y el Crochan Negro, el caldero que le proporcionaba a los Nacidos del Caldero que no pueden morir, había quedado hecho añicos.

»El señor Arawn tiene muchos vasallos secretos entre los reyes de los cantrevs —siguió diciendo Magg—. Les ha prometido dominios e inmensas riquezas, y esos reyes han jurado servirle. Pero las derrotas sufridas por Arawn hicieron que la inquietud empezara a extenderse entre ellos. Fui yo quien le reveló los medios que le permitirían conseguir alianzas más sólidas. ¡Yo fui quien concibió el plan que puso a Dyrnwyn en sus manos!

»La noticia de que Arawn, el Señor de la Muerte, se ha adueñado del arma más poderosa que existe en Prydain ya ha empezado a extenderse por todos los cantrevs. Él conoce sus secretos mucho mejor que tú, señor Gwydion, y sabe que no puede ser vencido. Sus vasallos se regocijan porque no tardarán en saborear la victoria. Otros señores de la guerra se agruparán alrededor de su estandarte, y su hueste de guerreros se irá haciendo cada vez más numerosa.

»¡Y yo, Magg, he sido el causante de que todo esto ocurriera! —gritó el gran mayordomo—. ¡Yo, Magg, cuyo poder sólo es superado por el del Señor de la Muerte! Yo, Magg, hablo en su nombre. Soy el emisario en el que ha depositado su confianza, y cabalgo de un reino a otro reuniendo ejércitos para destruir a los Hijos de Don y a aquellos que les rinden vasallaje. Toda Prydain se convertirá en su dominio. Y aquellos que se enfrenten a él… Bueno, si el señor Arawn decide ser misericordioso les matará y sus Cazadores beberán su sangre. ¡Los demás serán súbditos suyos y se arrastrarán eternamente por el suelo!

Los ojos de Magg parecían arder, su pálida frente relucía y sus mejillas se estremecían violentamente.

—Por esto… —siseó—. Sí, por todo esto el señor Arawn me ha jurado con todos los juramentos que llegará el día en el que yo, Magg, ¡llevaré en mi cabeza la Corona de Hierro de Annuvin!

—No sólo eres un traidor sino que también eres un estúpido —dijo Gwydion, y su voz era tan dura como el hierro—. Eres doblemente estúpido. En primer lugar por creer en las promesas de Arawn, y después por creer que el rey Smoit prestaría oído a tus palabras de serpiente y se dejaría convencer por ellas. ¿Le has matado? Sólo muerto te escucharía.

—Smoit vive —replicó Magg—. No doy ningún valor a tenerle por vasallo. Busco la lealtad de los vasallos de su cantrev. Smoit les ordenará en su nombre que sirvan a mi causa.

—¿El rey Smoit? ¡Antes preferiría que le arrancaran la lengua! —gritó Taran.

—Y quizá le sea arrancada —replicó Magg—. Mudo me serviría igual de bien. Cabalgará a mi lado y yo hablaré por él mucho mejor de lo que podría hacerlo si conservara la lengua. Sin embargo, preferiría que sus órdenes salieran de sus labios en vez de los míos —añadió con expresión pensativa—. Siempre existen métodos de soltarle la lengua que resultan preferibles a sacársela de la cabeza… Algunos de ellos ya han sido puestos en práctica.

Magg entrecerró los ojos.

—Y el mejor de todos se encuentra delante de mis ojos en estos momentos —dijo—. Tú, señor Gwydion, y tú, Ayudante de Porquerizo… Hablad con él. Dejad que Smoit comprenda que debe ceder. —Los labios de Magg se curvaron en una sonrisa torcida—. Vuestras vidas dependen de ello.

El gran mayordomo movió levemente la cabeza y los centinelas dieron un paso hacia adelante.

Los compañeros fueron sacados a empujones de la Gran Sala. Taran estaba tan abrumado por los efectos de la sorpresa y la desesperación que apenas si vio los pasadizos por los que fueron conducidos. Los guerreros se detuvieron, y uno de ellos abrió una gruesa puerta. Otros metieron a los compañeros en una pequeña recámara. La puerta se cerró con un chirrido y la oscuridad les engulló.

Empezaron a avanzar a tientas, y Taran tropezó con un cuerpo caído en el suelo, que se removió y dejó escapar un grito ensordecedor.

—¡Por mi cuerpo y mi sangre! —rugió la voz del rey Smoit, y Taran fue aferrado por un par de brazos tan fuertes que parecían capaces de partir huesos—, ¿Has vuelto de nuevo, Magg? ¡No me cogerás con vida!

Taran estuvo a punto de quedar aplastado antes de que Gwydion gritara su nombre y los nombres de los compañeros. Smoit aflojó su presa y Taran sintió el roce de una mano enorme en su cara.

—¡Es cierto, por mi pulso! —gritó Smoit mientras los compañeros formaban un círculo a su alrededor—. ¡El Ayudante de Porquerizo! ¡Señor Gwydion! ¡Coll! ¡Reconocería esa calva tuya en cualquier sitio! —Su mano se posó sobre la hirsuta cabeza de Gurgi—. Y el pequeño…, ¡el pequeño lo-que-sea! Bien hallados, amigos míos… —Smoit dejó escapar un gemido quejumbroso—. Y mal hallados también. ¿Cómo se las ha arreglado ese repugnante alfeñique para capturaros? ¡Ah, ese maldito lacayo rastrero de labios grasientos nos ha hecho caer a todos en su trampa!

Gwydion contó rápidamente a Smoit lo que les había ocurrido.

El rey de la barba pelirroja lanzó un gruñido de furia.

—Magg me hizo su prisionero con tanta facilidad como a vosotros. Ayer estaba desayunando, y apenas había empezado a ocuparme de mi plato de carne cuando mi mayordomo me trajo la noticia de que un mensajero enviado por el señor Goryon deseaba hablar conmigo. Bien, yo sabía que Goryon volvía a tener problemas con el señor Gast. Un asunto de robo de vacas, como de costumbre… ¡Ah, ojalá llegara el día en el que los señores de los cantrevs de Prydain dejaran de perder el tiempo con esas querellas que no se acaban nunca! El caso es que ya había oído la versión del asunto dada por Gast, y me pareció que también debía escuchar la de Goryon.

Smoit lanzó un bufido y dio una palmada sobre su muslo.

—Los guerreros de Magg cayeron sobre mí antes de que hubiera tenido tiempo de tragar otro bocado. ¡Por mi corazón y mi hígado que algunos de ellos se acordarán de Smoit! Había otro grupo de guerreros emboscado y entró en tromba por la puerta. —Smoit apoyó la cabeza en sus manos—. Aquellos de mis hombres que no murieron están prisioneros en las armerías y las salas de guardia.

—¿Y os…, os duele mucho? —preguntó Taran con voz preocupada—. Magg habló de tortura.

—¿Dolor? —El grito de Smoit fue tan potente que toda la recámara se llenó de ecos—. ¿Tortura? La aguantaré hasta que todo mi cuerpo sude, ¡pero no a manos de ese gusano narigudo! Mi piel es lo bastante gruesa para aguantar sus intentos… ¡Que Magg se rompa los dientes en mis huesos! No me inquieta más que la mordedura de una pulga o el arañazo de un zarzal. ¡Vaya, pero si he aguantado dolores peores en una pequeña refriega cariñosa!

»¿Me hablas del dolor? —siguió diciendo Smoit, cada vez más enfurecido—. Juro por todos los pelos de mi barba que estar prisionero dentro de mi propio castillo me duele más que la quemadura del hierro al rojo vivo! ¡Mi propia fortaleza, y yo cautivo en ella! ¡Capturado en mi propia Gran Sala! Me arrancaron la comida y la bebida de los labios, y me echaron a perder el desayuno… ¿Tormentos? ¡Peor que eso! ¡Esto basta para quitarle el apetito a cualquiera!

Mientras tanto Gwydion y Coll habían logrado encontrar las paredes y las estaban examinando a toda prisa en la medida en que lo permitía la penumbra buscando alguna señal de debilidad. Los ojos de Taran ya se habían acostumbrado un poco a la escasa iluminación, y empezó a temer que sus compañeros estuviesen desperdiciando sus esfuerzos. La celda carecía de ventanas, y el poco aire que llegaba hasta ellos procedía de la diminuta abertura protegida con gruesos barrotes que había en lo alto de la puerta. El suelo no era de tierra apisonada, sino de losas unidas de manera tan concienzuda que apenas dejaban rendijas entre ellas.

Smoit comprendió el propósito de los esfuerzos de Gwydion, y meneó la cabeza, mientras golpeaba las losas con las suelas de hierro de sus botas.

—¡Sólida como una montaña! —exclamó—. Lo sé, pues yo mismo la hice construir… No malgastéis más tiempo ni energías, amigos míos. ¡Estas paredes y este suelo aguantarán tanto como yo!

—¿A qué profundidad se encuentra esta mazmorra? —preguntó Taran, aunque sus esperanzas de escapar de ella se iban desvaneciendo a cada momento que transcurría—. ¿No existe ninguna forma de que podamos cavar hacia arriba?

—¿Mazmorra? —exclamó Smoit—. Ya no tengo mazmorras en Caer Cadarn. Cuando nos vimos por última vez dijiste que mis mazmorras no servían de nada. Tenías toda la razón, así que tapié las entradas. Ahora en mi cantrev no hay fechoría o malentendido que no pueda resolver más deprisa y más fácilmente con unas cuantas palabras. Quien oye mi voz se apresura a cambiar de conducta…, o de lo contrario aprende a hacerlo durante el tiempo que dura su convalecencia. ¡Menuda mazmorra! Esto no es más que un cuarto para las viandas.

»Ah, si me hubiera preocupado tanto de aprovisionarlo concienzudamente como me preocupé de que fuera sólido al construirlo… —gimió Smoit—. Que Magg venga ahora mismo con sus hierros y sus látigos. El tormento demoníaco que sufro me impediría prestarles la más mínima atención. ¡Este cuarto se encuentra justo al lado de la cocina! Llevo dos días enteros sin llenarme el estómago… ¡Me parece que han sido dos años! ¡El vil traidor no ha parado de banquetear ni un momento! ¿Y para mí qué? ¡Nada salvo los olores! Oh, pagará muy caro esto —exclamó Smoit—. Sólo quiero hacerle una súplica: que me deje colocar las manos alrededor de su flaco cuello durante un momento. ¡Se lo apretaría hasta sacarle todos los pasteles y confites que ha engullido a lo largo de su vida!

Gwydion se puso en cuclillas al lado del furioso Smoit.

—Vuestro cuarto de las viandas puede acabar siendo nuestra tumba —dijo con voz preocupada—. Y no sólo para nosotros —añadió—. Fflewddur Fflam tiene que guiar a nuestros compañeros hasta aquí. Las fauces de Magg se cerrarán sobre ellos dejándolos tan atrapados e indefensos como a nosotros.

5. El centinela

Fflewddur Fflam condujo con gran rapidez a Eilonwy, el rey Rhun y Glew hasta el puerto del Avren, pero su regreso desde el navío fue menos rápido. En primer lugar y en contra de todas las probabilidades, el rey de Mona consiguió salir despedido por encima del cuello de su montura cuando ésta decidió detenerse para beber a la orilla del río. La zambullida dejó totalmente empapado al infortunado rey, aunque eso no afectó en nada a su jovialidad habitual. Pero la hebilla del cinto de Rhun se había abierto a causa de la caída, y la espada se hundió en los bajíos. Rhun no logró recuperarla porque se había quedado enredado en los arneses de la montura, y Fflewddur se vio obligado a lanzarse al río en busca del arma. Después Glew protestó amargamente al verse obligado a cabalgar detrás del bardo calado hasta los huesos.

—¡Pues entonces camina, pequeña comadreja! —gritó Fflewddur mientras temblaba y se golpeaba los costados con los brazos—. ¡Y preferiría que lo hicieras en dirección opuesta a la que seguimos!

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