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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (15 page)

BOOK: El Gran Rey
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Los compañeros siguieron viajando juntos animados por la música del bardo. La inmensa fortaleza de Caer Dathyl no tardó en alzarse ante ellos revelando su masa dorada por los rayos del sol invernal. Sus poderosos baluartes se elevaban como águilas impacientes por alcanzar el cielo. Más allá de los muros y circundando la fortaleza se encontraban los campamentos y pabellones coronados de estandartes de los señores que habían acudido para demostrar su fidelidad a la casa real de Don; pero lo que hizo que Taran sintiera que el corazón le daba un vuelco no fue la visión de los estandartes o los emblemas del Sol Dorado agitados por el viento, sino el saber que los compañeros y los guerreros del Commot habían llegado sanos y salvos al final de un viaje, y que aunque sólo fuese por poco tiempo podrían disfrutar del calor y el descanso. Estaban a salvo… Taran detuvo el curso de sus pensamientos y los recuerdos volvieron en tropel, y se acordó de Rhun, el rey de Mona que dormía en silencio ante las puertas de Caer Cadarn; y de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, y sus dedos se tensaron sobre el fragmento de barro cocido.

10. La llegada de Pryderi

Caer Dathyl era un campamento en pie de guerra donde las chispas brotaban de las forjas de los armeros como copos de nieve llameantes. Sus extensos patios de armas resonaban con el repiqueteo de las pezuñas calzadas de hierro de los corceles de guerra y las notas estridentes de los cuernos de señales. Los compañeros se encontraban a salvo detrás de sus murallas, pero la princesa Eilonwy se negó a cambiar su tosca indumentaria de guerrero por un atavío más adecuado. Lo máximo a que accedió —y aun así de mala gana— fue a lavarse el pelo. Unas cuantas damas de la corte seguían en Caer Dathyl después de que el resto hubiera sido enviado hacia la protección que podían ofrecer las fortalezas situadas más al este, pero Eilonwy se negó categóricamente a unirse a ellas en las estancias donde hilaban y tejían.

—Caer Dathyl quizá sea el castillo más glorioso de todo Prydain —declaró—, pero las damas de la corte son damas de la corte estén donde estén y después del tiempo que pasé con las gallinas de la reina Teleria ya he quedado más que harta de damas de la corte. Escuchar sus risitas y sus cotilleos… Bueno, es peor que aguantar que te hagan cosquillas en las orejas con una pluma. Han estado a punto de ahogarme en agua jabonosa con la excusa de que tenía que parecer una auténtica princesa, y me bastó con eso. Aún noto el pelo tan viscoso como si fuese un alga marina… En cuanto a faldas, me encuentro muy cómoda tal como voy ahora. De todas formas he perdido todos mis vestidos, y puedo aseguraros que no pienso desperdiciar mi tiempo permitiendo que me tomen medidas para hacerme un vestuario nuevo. La ropa que llevo me irá estupendamente.

—Nadie ha pensado en preguntarme si mi atuendo resulta adecuado a las circunstancias —observó Glew con voz malhumorada, aunque por lo que podía ver Taran las ropas del antiguo gigante se hallaban en bastante mejor estado que las de cualquiera de los compañeros—. Pero ya estoy acostumbrado a los malos tratos y las indignidades. Cuando era un gigante las cosas eran muy distintas en mi caverna. ¡La generosidad! Ay, ha desaparecido para siempre. Ah, recuerdo aquella vez en que los murciélagos y yo…

Taran no se sentía con fuerzas para rebatir los argumentos de Eilonwy y no tenía tiempo para escuchar a Glew. Gwydion ya se había enterado de la llegada de los compañeros, y había convocado a Taran a la Sala de los Tronos. Taran siguió a un grupo de guardias hasta la Sala mientras Coll, Fflewddur y Gurgi se ocupaban de obtener equipo y provisiones para los guerreros que habían viajado con ellos. Cuando entró en la Sala de los Tronos Taran vio que Gwydion estaba celebrando un consejo de guerra con Math, Hijo de Mathonwy, y no se atrevió a acercarse; pero Math le hizo una seña y Taran dobló una rodilla ante el gobernante de la barba blanca.

El Gran Rey rozó el hombro de Taran con una mano arrugada pero firme, y le pidió que se levantara. Taran no había estado en presencia de Math, Hijo de Mathonwy, desde la batalla librada entre los Hijos de Don y los ejércitos del Rey con Cuernos, y enseguida vio que los años habían dejado su marca sobre el monarca de la Casa Real. El rostro de Math estaba todavía más arrugado y consumido por las preocupaciones que el de Dallben, y la Corona Dorada de Don que reposaba sobre su frente parecía oprimirla como un peso cruel; pero sus ojos estaban llenos de un austero orgullo y su mirada seguía siendo tan aguda como siempre. Taran captó algo más en ellos, y ese algo era una pena tan profunda que le llenó de dolor el corazón y le hizo inclinar la cabeza.

—Mírame a la cara, Ayudante de Porquerizo —ordenó Math con voz baja y suave—. No temas ver lo que sé es visible en ella. La mano de la muerte se alarga hacia la mía, y la perspectiva de estrecharla entre mis dedos cada vez me resulta más agradable. Ya hace mucho que oí sonar el cuerno de Gwyn el Cazador, el cuerno que llama a su hogar del túmulo incluso a un rey…

«Respondería a esa llamada con el corazón alegre —dijo Math—, pues una corona es una dueña implacable, y servirla resulta mucho más penoso que servir al cayado de un porquerizo. Un cayado ayuda a sostenerse en pie, pero una corona te va inclinando poco a poco, y ningún hombre es lo bastante fuerte para llevarla durante mucho tiempo sin sentir su peso. Lo que me apena no es mi muerte, sino que al final de mi vida deba ver sangre derramada en una tierra donde yo pretendía que sólo hubiera paz.

»Ya conoces la historia de nuestra Casa Real. Sabes que hace mucho tiempo los Hijos de Don viajaron hasta Prydain a bordo de sus navíos dorados, y que los hombres solicitaron su protección contra Arawn, Señor de la Muerte, quien había arrebatado sus tesoros a Prydain y había convertido una tierra fértil y hermosa en un campo estéril que no daba fruto alguno. Desde entonces los Hijos de Don se han alzado como un escudo contra todos los embates de Annuvin, pero si el escudo se raja…, entonces todo se hará añicos junto con él.

—Obtendremos la victoria —dijo Gwydion—. El Señor de Annuvin lo apuesta todo en esta empresa, pero su fuerza también es su debilidad, pues si podemos resistir su ataque su poder se desvanecerá para siempre.

»Nos han llegado noticias buenas, y también noticias malas —siguió diciendo Gwydion—. Entre las últimas está la de que el rey Smoit y sus ejércitos están combatiendo en el valle del Ystrad. A pesar de todo su valor temerario Smoit no conseguirá seguir avanzando en dirección norte antes de que llegue el final del invierno. Aun así nos ha prestado un gran servicio, pues sus guerreros se están enfrentando a los traidores que había entre los señores del sur e impedirán que se unan a las otras huestes de batalla de Arawn. Los reyes más distantes de los reinos del norte avanzan despacio, pues para ellos el invierno es un enemigo todavía más temible que Arawn.

»Una noticia que nos permite albergar más esperanzas es la de que los ejércitos de los Dominios del Oeste se encuentran a pocos días de marcha de nuestra fortaleza. Los exploradores ya los han divisado. Es una hueste más numerosa que cualquiera de las reunidas jamás en Prydain, y el señor Pryderi en persona se encuentra al frente de ella. Ha hecho todo lo que le rogué que hiciera, y más aún. Lo único que me inquieta es que los vasallos de Arawn puedan presentarle batalla y obligarle a desviarse antes de que llegue a Caer Dathyl; pero si eso sucede se nos avisará y entonces nuestras fuerzas acudirán en su auxilio.

»Y otra de las buenas noticias, y no precisamente la menor de ellas —añadió Gwydion mientras una sonrisa iluminaba sus tensas y cansadas facciones—, es la llegada de Taran de Caer Dallben y de los guerreros que han venido de los Commots. Había puesto una gran confianza en él, y aún le pediré más cosas.

Después Gwydion habló de la disposición de los jinetes y las tropas de a pie que había traído consigo Taran. El Gran Rey le escuchó con atención y acabó asintiendo.

—Y ahora ve a hacer tu labor —dijo Math mirando a Taran—, pues ha llegado el día en el que un Ayudante de Porquerizo debe ayudar a un rey a soportar su carga.

Durante los días que siguieron los compañeros trabajaron allí donde surgía la necesidad de hacerlo y en lo que les ordenaba Gwydion. Incluso Glew tomó parte hasta cierto punto en la actividad…, aunque sólo después de que Fflewddur Fflam insistiera enérgicamente en ello y no por decisión propia. El antiguo gigante fue colocado bajo la atenta vigilancia de Hevydd el Herrero y se le asignó la misión de manejar los fuelles en las fraguas, a pesar de que se quejaba a cada momento de que sus regordetas manos estaban llenas de ampollas.

Más que una fortaleza de guerra Caer Dathyl era un lugar consagrado al recuerdo y a la belleza. Dentro de sus bastiones, en el extremo más alejado de las murallas de uno de sus muchos patios, crecía un bosquecillo de chopos de gran altura entre cuyos troncos se alzaban túmulos erigidos en honor de reyes y héroes de la antigüedad. Salones de vigas talladas y recubiertas de adornos contenían panoplias con armas de linajes tan nobles como prolongados, y estandartes cuyos emblemas eran famosos en las canciones de los bardos. En otros edificios se guardaban tesoros de artesanía enviados desde cada cantrev y Commot de Prydain; y fue allí donde Taran vio una jarra para vino maravillosamente modelada por las manos de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, cuya belleza le hizo sentir una aguda punzada de dolor.

Cuando se les liberaba de sus tareas los compañeros encontraban muchas cosas ante las que asombrarse y de las que disfrutar. Coll nunca había estado en Caer Dathyl, y no podía evitar levantar la mirada hacia las arcadas y torres que parecían alzarse hasta llegar más arriba que las montañas coronadas de nieve que se elevaban más allá de las murallas.

—Todo esto es muy hermoso y fruto de una gran habilidad —admitió Coll—, pero las torres me recuerdan que debería haber podado mis manzanos. Y abandonado a sí mismo mi huerto dará tan poco fruto como las piedras de este patio de armas…

Un hombre les llamó a gritos y les hizo señas desde el umbral de uno de los edificios más pequeños y de construcción más sencilla. Era alto y su rostro estaba curtido por la intemperie y lleno de surcos y arrugas; su blanca cabellera caía sobre sus hombros. Los holgados pliegues de la tosca capa de un guerrero envolvían su cuerpo, pero de su cinto de cuero desprovisto de adornos no colgaban ni daga ni espada. Fflewddur echó a correr hacia aquel hombre nada más verlo y dobló una rodilla ante él sin prestar atención a la nieve. Los compañeros se apresuraron a seguirle.

—Quizá soy yo el que debe inclinarse ante ti, Fflewddur Fflam, Hijo de Godo —dijo el hombre sonriendo—, y solicitar tu perdón. —Se volvió hacia los compañeros y les ofreció la mano—. Os conozco mejor de lo que vosotros me conocéis a mí —dijo, y dejó escapar una carcajada jovial al ver sus expresiones de sorpresa—. Me llamo Taliesin.

—El Primer Bardo de Prydain me regaló mi arpa —dijo Fflewddur con el rostro radiante de orgullo y placer—. Estoy en deuda con él.

—No estoy totalmente seguro de ello —replicó Taliesin.

Los compañeros le siguieron a través del umbral hasta llegar a una estancia muy espaciosa parcamente amueblada con unos cuantos bancos y sillas de gran solidez, y una mesa de madera curiosamente granulada a la que arrancaban destellos las llamas de una chimenea. Viejos volúmenes y pilas y rollos de pergaminos atestaban las paredes, y subían hasta desaparecer entre las sombras de las vigas del techo.

—Sí, amigo mío —dijo el Primer Bardo volviéndose hacia Fflewddur—, he pensado a menudo en ese regalo; y si he de ser sincero la verdad es que incluso ha pesado un poco sobre mi conciencia.

La mirada que dirigió al bardo era astuta y un poco maliciosa, pero también estaba llena de bondad y buen humor. Al principio Taran había tenido la impresión de que Taliesin era un hombre muy anciano; pero en aquellos momentos se sintió incapaz de adivinar la edad del Primer Bardo. Los rasgos de Taliesin estaban marcados por el paso del tiempo, pero parecían impregnados por una extraña mezcla de juventud y vieja sabiduría. No llevaba encima nada que delatara su rango, y Taran comprendió que no necesitaba lucir semejantes adornos. Al igual que Adaon, su hijo, quien había sido compañero de Taran hacía ya mucho tiempo, tenía los ojos grises y un poco hundidos en las órbitas. Sus pupilas parecían mirar más allá de lo que veían, y en el rostro y la voz del Primer Bardo había una sensación impalpable de autoridad mucho más grande que la de un líder de guerreros y más imponente y capaz de exigir respeto que la de un rey.

—Cuando te la regalé ya conocía la naturaleza del arpa —siguió diciendo el Primer Bardo—; y conociendo tu propia naturaleza sospeché que siempre tendrías algún que otro problemilla con las cuerdas.

—¿Problemas? —exclamó Fflewddur—. ¡Oh, en absoluto! Ni por un solo momento he… —Dos cuerdas se partieron con un chasquido tan ruidoso que Gurgi se sobresaltó. El rostro de Fflewddur se puso rojo hasta la punta de la nariz—. Bien, ahora que me paro a pensar en ello la verdad es que ese viejo trasto me ha obligado a decir la verdad…, ah…, digamos que con un poquito más de frecuencia de lo que lo habría hecho en circunstancias normales. Pero me parece que decir la verdad no ha hecho daño a nadie…, especialmente a mí.

Taliesin sonrió.

—Entonces has aprendido una lección muy importante —dijo—. Aun así, te hice ese regalo un poco como chanza, pero no lo era del todo. Digamos quizá que era la risa de un corazón dirigida a otro… Pero tú lo aceptaste y has sabido soportar de buena gana las consecuencias. Ahora te ofrezco la que desees escoger —añadió.

Taliesin señaló un estante donde había un gran número de arpas, algunas más nuevas y otras más viejas, y entre ellas unas cuantas de curvas todavía más elegantes que las del instrumento que Fflewddur llevaba colgando de su hombro. Fflewddur lanzó un grito de alegría y corrió hacia ellas. Acarició con cariñosa delicadeza las cuerdas de cada arpa, admiró su artesanía y paseó la mirada de una a otra y volvió a empezar.

Después vaciló durante algún tiempo mientras contemplaba con expresión melancólica las cuerdas de su instrumento que acababan de romperse y los arañazos y pequeñas señales de golpes visibles en la madera.

—Ah… Sí, bueno, me hacéis un gran honor —murmuró como si no supiera qué decir—, pero este viejo cacharro ya es lo bastante bueno para mí. Juro que hay momentos en los que parece tocar por sí solo. Ningún arpa tiene un tono mejor…, cuando todas las cuerdas están enteras, claro. Se apoya en mi hombro sin molestarme en lo más mínimo. No es que pretenda menospreciar estas arpas, no… Lo que quiero decir es que sin saber muy bien cómo nos hemos acabado acostumbrando el uno a la otra. Sí, os estoy muy agradecido, pero no quiero cambiar de arpa.

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