—Entonces ¿qué hacemos? ¿Llamamos a los monjes de Dharamsala o no? —le pregunté al entrar en casa, mientras él dejaba las gafas sobre un secreter.
—Ya has oído lo que ha dicho Zui-Phung acerca de la lucha interna del gobierno en el exilio. No podemos confiar en nadie hasta que no estemos seguros de lo que está ocurriendo. ¿Y si algún ministro del Kashag sabía de este asesinato y es cómplice de la Fe Roja? ¿Qué hacían esos lamas del gabinete en el aeropuerto? No quiero dar un paso en falso. Antes de hacer nada necesitamos saber si nuestros interlocutores son fieles al Dalai Lama.
—Pero en todo caso habrá que actuar antes de que la petición de autopsia a través de la INTERPOL llegue a Dharamsala —insistí—. Si esa autopsia se falsea, todo habrá terminado.
—Ahora sólo necesito que me dejes un rato para pensar —me pidió con aire malhumorado—. Quiero discutir esto con Luc Renoir, el delegado de la Unión Europea en Delhi.
—Sé que sois amigos desde hace años, pero ¿por qué él?
—Es el único en quien puedo confiar.
Se encerró en su habitación y yo me dirigí a la mía. Repasé algunas contraportadas de los libros de la estantería y escogí uno que hacía referencia a la fundación del imperio tibetano por el emperador Songtsan Gampo. Contaba, con la poesía y el inevitable aire docente de los monjes, todo aquello que me había explicado Zui-Phung. Apenas tuve tiempo de leer unas cuantas páginas. Pronto caí rendido ante los demonios que escaparon del control de los antiguos chamanes y que ahora merodeaban entre sus párrafos. Se adentraron en mi mente y dieron vueltas en círculo hasta el amanecer. El demonio de la ignorancia y su séquito; el blanco con cabeza de tigre que nos obliga a sufrir el dolor del nacimiento; el amarillo con cabeza de cocodrilo, que simboliza las cadenas que nos amarran a las cosas materiales y causa los padecimientos de la enfermedad, y el pequeño demonio negro del odio, con el cráneo al descubierto, que nos somete al dolor de la muerte. Viví con ellos la noche entera, vagando por los laberintos de Delhi, hablando con un Singay muerto, escuchando la voz de Zui-Phung mientras recorría una y otra vez con su dedo los trazos de tinta del pañuelo, sangre seca de yak, humana en mis fantasías.
Hubiera dado todo por dormir en compañía de mi pequeña Louise, alargando el brazo a través del mundo, siquiera el de los sueños, para tocarla un instante. Pero aquella noche no tuve esa suerte.
Cuando desperté eran poco más de las diez, casi media mañana en aquel país regido por los dictados del sol de verano. Salí de mi habitación después de tomar una ducha salpicada de sales de Kerala que encontré sobre la repisa del baño. En la cocina me esperaba un desayuno continental cuidadosamente dispuesto sobre una bandeja, con el huevo sin romper y el beicon preparado para saltar a la sartén.
Escuché una voz que llegaba del salón. Crucé el recibidor, pisando la mullida alfombra de motivos musulmanes que Malcolm trajo de Islamabad, al volver de una misión en la que se hizo pasar por tratante de arte. Me asomé cerrando los ojos a los rayos de sol que estallaban en la cristalera de la galería que se abría al jardín. Entonces pude reconocer la silueta de una mujer que hablaba por teléfono apoyada con gracilidad sobre el brazo del sofá de cuero.
—Malcolm, no te preocupes. Sólo pensaba que a esta hora va habrías regresado… Tú ve tranquilo. Intenta salir de ese atasco y sube por la avenida del parque Nehru. Yo he venido por allí… Seguro. Te espero.
Colgó el móvil al mismo tiempo que se volvía hacia mí, dejándome ver unos ojos negros que resaltaban sobre la piel morena. Su gesto de sorpresa precedió a una bellísima sonrisa que le iluminó el rostro. Vestía su figura estilizada con un pantalón vaquero, sandalias y una blusa de ojales trenzados. Tenía un lunar naranja en la frente.
—Siento haberte asustado —me excusé.
—No pasa nada, creía que estabas dormido.
Esas palabras me sorprendieron aún más que su presencia en mitad del salón. No tenía ni idea de quién era.
—¿Sabías que estaba aquí? —le pregunté.
—Malcolm me llamó para contármelo.
—¿Dónde está Malcolm?
—Está viniendo —se limitó a contestar.
Me acerqué para darle la mano, tratando de no parecer demasiado desconcertado.
—Siento parecer tan maleducado. Será por culpa del cambio horario —dije sonriendo—. Soy Jacobo. Ahora ya me conoces oficialmente.
—Yo, Asha. Es un placer.
Pasaron unos segundos sin que ninguno de los dos dijésemos nada. Ella sonrió de nuevo y permaneció inmóvil sobre el brazo del sofá.
—Tengo el desayuno a medio preparar en la cocina —dije, cortando las presentaciones con lo que intentaba ser un gesto de familiaridad—. ¿Quieres tomar una taza de té? Pensaba salir al jardín, si aún se puede estar fuera.
—Todavía no hace demasiado calor.
—Voy por ella entonces.
Me encaminé de vuelta a la cocina, preguntándome quién sería aquella mujer que se desenvolvía por la casa con tanta naturalidad. Era joven, no mayor que yo, y guapa como las indias que aparecían en las revistas y en los murales de los cines de Delhi, con la cara angulosa y llena de calidez. La mujer del sari ya estaba dando vueltas al beicon. Me pidió que regresase al jardín. Al parecer, allí todos la conocían de sobra.
Asha se había sentado y repasaba una agenda. Apoyé la mano sobre la puerta sin llegar a empujarla y me detuve un instante para observarla con cierto descaro. El pelo negro, liso y brillante, caía hacia delante y le estorbaba para leer. Levantó la vista y volvió a mostrar sus dientes perfectos.
—La verdad es que no sé quién eres —le confesé mientras me acercaba a ella.
—Suponía que Malcolm no te habría hablado de mí todavía.
Pensé en preguntarle si debería haberlo hecho, pero ella bajó la vista delicadamente.
—¿Hace mucho que le conoces?
—Tres meses. Antes le había visto por la embajada, pero apenas habíamos hablado.
—La embajada… ¿inglesa?
Asintió.
—Trabajo allí. Me encargo de todo lo relacionado con la zona de los exiliados tibetanos. Cualquier acto institucional, papeleos de los cooperantes y de los colaboradores nacionales… Ya sé que Martha y tú estáis en el programa.
—Me dejas poco que contarte entonces.
—También sé que vais a montar una escuela de inglés en Dharamsala. Es una gran idea.
—La verdad es que sí, hemos conseguido muchos apoyos. A los nuevos exiliados y a los más pequeños les vendrá muy bien afianzar el idioma para abrirse camino. Si todo funciona introduciremos además unas clases de español. —Sonreí mirando al techo a modo de plegaria—. Tengo medio convencido a alguien del Instituto Cervantes para que también colabore.
—Seguro que lo hará. ¿Qué tal en Sudamérica?
—Seguimos con nuestra otra escuelita en la Amazonia. Desde hace unos meses algunas agencias están empeñadas en que me haga cargo de las evaluaciones de medio continente, pero ello me supone pasar demasiado tiempo lejos de casa —dije, con aire de culpa.
—Y ¿qué les has dicho?
—Pactamos que me ocuparía de las que han de realizarse en Perú, o como mucho en las selvas vecinas de Bolivia o Ecuador.
—Y después volverás a tu escuela.
Hasta la siguiente vez que no pueda negarme. Me acordé de Martha y me sentí más hipócrita que nunca.
Asha se reclinó haciendo chasquear el respaldo del sillón de mimbre trenzado mientras cambiaba con elegancia sus piernas de posición.
Al poco rato se abrió la puerta de la verja y el coche de Malcolm se adentró en el jardín haciendo crujir la gravilla del camino. Nos vio acomodados bajo las palmeras. Evitó mirarnos. Asha ocultó sus pensamientos tras una sonrisa y descruzó las piernas. Se atusó el pelo, apartándolo de la frente y recogiéndolo a un lado con una horquilla de plata que imitaba una flor, con un brillante en cada pétalo. De forma fugaz comparé a Asha con Martha. Había algo en su manera de hablar, en cómo empujaba su pasión hacia fuera y la ponía a tu disposición con desenvoltura, que me recordaba a ella. No pude evitar imaginarla en Perú, cuando no teníamos problemas, con la camisa remangada y los brazos llenos de tiza, y también la imaginé delicada como una figura de porcelana sobre la cama. Martha y Asha tenían físicos muy diferentes, casi opuestos, si es que cabe utilizar ese adjetivo al hablar de la belleza, pero ambas desprendían esa luz hacia la que no puedes mirar si no compartes su esencia.
Malcolm salió del coche y su presencia me devolvió a la realidad. El sol del mediodía apaleaba el jardín. Él se secó la frente con un pañuelo y se inclinó sobre el maletero para recoger unas carpetas. Aproveché para excusarme ante Asha, para dejarles hablar a solas antes de entrar de nuevo en su escena, a todas luces privada.
Cuando aparecí en el salón ambos conversaban pausadamente. Él apoyaba el codo en una repisa de la estantería. Ella se movía por la habitación al son de una conocida melodía india, entre desgarros de sitar y algazara de percusiones.
—Hola.
—Me ha dicho que ya os conocéis —dijo Malcolm.
—Sí —me limité a contestar—. ¿Has estado haciendo algo de…? —le pregunté sin querer terminar la frase.
—Asha está al corriente de todo —me aclaró—. Puedes hablar sin tapujos, es una buena amiga. —Al escuchar esas palabras, ella dejó entrever un gesto de decepción que no me pasó inadvertido—. Ahora os pongo al corriente, aunque la verdad es que me han liado con los preparativos de la presentación. El director del hotel Imperial quería verme antes de esta noche.
—¿Qué presentación? —me extrañé.
—No puedo creer que no se lo hayas dicho aún —dijo Asha.
—Han sido dos días muy complicados —se excusó.
—De cualquier modo… —contestó ella.
—Se trata de la presentación de la nueva fábrica —me informó Malcolm.
—No sabía que hubieras organizado un acto oficial —dije.
—Es poco más que un cóctel de protocolo. Después de lo que me ha costado convencer a los políticos para que me dieran los permisos, ahora lo quieren todo deprisa. Esta noche es muy importante para mí, pero no sólo por la presentación —confesó—. Tengo que contarte algo.
Asha, tan delicada como siempre, apagó la música. La persiana del mirador no frenaba el sol directo que se filtraba por cualquier rendija, poblando la habitación de líneas encendidas.
Hice un gesto invitándole a continuar y descansé la espalda en la pared. Se dirigió a mí sin rodeos.
—Asha y yo estamos comenzando una relación. Creía que nunca volvería a decir esto, pero… —Se miraron fijamente.
Sin duda Malcolm agradecía que fuera yo y no su hija quien se encontraba frente a él. Podía estudiar en mí el impacto de su revelación como si se tratase de un campo de pruebas. Sacó una caja de cigarros. Rompió el lacre que sellaba el cierre y pareció relajarse al respirar hondo el aroma cubano. Ahora Asha le miraba con serenidad, sin ningún sonrojo.
—Además de las autoridades acudirán al ágape todos nuestros amigos —aclaró Malcolm—, y será la primera vez que nos vean juntos.
—Con relación a Singay… —retomé.
—He madurado despacio las suposiciones del maestro Zui-Phung y ya sé lo que tengo que hacer —dijo Malcolm—. He de acudir personalmente a Dharamsala en cuanto termine la fiesta.
—Y ¿qué piensas hacer allí?
—En primer lugar, estar presente en la autopsia.
—¿Cómo? —saltó Asha sorprendida.
—Jacobo lo sugirió anoche. No podemos permitir que algún político afín a la secta la falsee para ocultar el asesinato. Por eso tengo que asegurarme de que se practica con todas las garantías.
—¿Acaso dudas del propio gobierno en el exilio? —siguió preguntándole, cada vez más desconcertada.
—El maestro Zui-Phung —le expliqué saliendo al paso— afirmó que los miembros más exaltados del Kashag podrían llegar a cerrar los ojos con tal de que, con motivo de la crisis que desataría la noticia del asesinato de Singay, no se interrumpiesen los flujos de financiación de los donantes y de la propia Fe Roja.
—¿Y tú qué crees? —me preguntó Malcolm de repente, clavándome la mirada.
—Yo creo que deberían afrontar el problema. El fin no siempre justifica los medios.
—Me tranquiliza que pienses así. Si esa secta ha asesinado a Singay, el Dalai Lama no debe permanecer impasible. La policía de Boston ha de abrir una investigación, encontrar a los verdaderos culpables y encerrarlos, sean quienes sean.
—Y pase lo que pase después —añadí.
—Muchos países apoyan al Dalai Lama —siguió diciendo Malcolm—. Quieren ayudarle a volver al Tíbet porque ello supondría la victoria de la espiritualidad sobre el rodillo comercial que mueve el mundo. Si justo ahora se cuestionase su autoridad, China habría vencido, porque ningún país le presionaría al no quedar ya nada auténtico que preservar.
—A esto queda reducida la espiritualidad —me lamenté.
—A esto queda reducido el mundo —corrigió él.
Secó la base del vaso tallado y lo dejó sobre un mapa que tenía desplegado en la mesa.
—¿Y no puedes enviar a alguien de confianza para que asista a la autopsia en tu lugar? —se me ocurrió preguntar.
—Aún hay otra cosa que tengo que hacer allí. Estoy preparándolo todo para reunirme con el líder de la Fe Roja.
—¡Pero eso es muy peligroso! —gritó Asha—. ¿Por qué has de ser tú quien…?
—¡Llevo toda la vida mediando en conflictos referentes al gobierno tibetano! —la cortó Malcolm—. El Dalai Lama necesita una tercera persona que dialogue con la secta antes de que el asunto trascienda y la crisis se le vaya de las manos.
—Y te has ofrecido a hacerlo…
—Asha, por favor. Sabes que nadie mejor que yo…
—¿Estás buscando que te maten? —le dijo ella con gravedad—. Si acudes a esa reunión pasarás a estar en el punto de mira.
—No va a pasarme nada.
—Déjalo. Prefiero no seguir hablando de esto.
—¿Quieres que te acompañe a Dharamsala? —le propuse, tratando de apaciguarles.
—No puedes —declaró Malcolm—. ¿Por qué?
—Ya has oído a Asha. Tiene razón al decir que es un asunto muy delicado. Algunos grupos separatistas de jóvenes radicales que se refugian bajo la bandera de la secta han empezado a realizar acciones violentas que rayan en el terrorismo. Quieren aprovechar que el mundo tiene la mirada puesta en China para llamar la atención sobre la causa independentista tibetana. Además, me preocupa no saber a ciencia cierta qué hay detrás de todo esto, no saber qué es lo que quieren ni hasta dónde estarían dispuestos a llegar para conseguirlo.