—Es una lástima que le haya alcanzado la muerte justo cuando se disponía a explicar al mundo las bases de su técnicas sanadoras —se lamentó el Kalon Tripa—. Lobsang Singay tenía un particular enfoque de la medicina, pero sin duda consiguió logros excepcionales desde su laboratorio de la facultad de Dharamsala.
No volvió a referirse a él. De improviso pasó a disertar acerca de algunas cuestiones de política internacional referentes al gobierno del Dalai Lama, guardando en todo momento cierta distancia que sin duda se debía a mi presencia en la reunión. Esto lo dejó bien claro el monje más joven con esa mezcla de descaro y cordialidad que los tibetanos vierten en sus miradas. Hablaron de la pasividad del Parlamento Europeo ante el conflicto, dirigiéndose a Malcolm como si él encarnase esa institución.
—¿Tenéis noticias de esos monasterios del Tíbet que, según se ha publicado, han sido reconstruidos? —preguntó Malcolm sin ninguna suspicacia al responsable de Religión y Cultura, quizá para desviar el ataque sin perder autoridad.
—No hay que fiarse de las crónicas que llegan de Pekín —contestó el lama de modo escueto—. Lo que sí es cierto es que nuestro Departamento ha establecido ya doscientos monasterios y conventos para albergar a más de veinte mil monjes y monjas exiliados.
—Es un gran trabajo —dije.
—No son muchos si tenemos en cuenta que la Revolución Cultural destruyó seis mil monasterios en el Tíbet —se lamentó el lama dirigiéndose a mí con resignación—, pero todos sabemos que cada nuevo monje, aunque medite más allá de las fronteras de nuestro país, es una piedra recuperada del muro derruido de nuestra tradición.
Poco a poco todos fueron quedándose callados.
—Ya sabéis que se ha perdido la maleta de Singay, en la que Jacobo había guardado todas sus cosas —intervino Malcolm.
—Sí —repuse, al ser algo que se suponía de mi responsabilidad—. Sólo ha llegado mi bolsa; pero me han asegurado que salieron juntas de Estados Unidos y que sin duda mañana estará aquí.
—Yo me ocuparé de solucionarlo, no os preocupéis —afirmó Malcolm—. Os la enviaré a Dharamsala tan pronto la tenga en mi poder.
El Kalon Tripa se volvió hacia él.
—Muchas gracias una vez más. Ahora debemos irnos.
—Decidle adiós a Singay por mí.
—Él te escucha.
—Repetídselo el último día del phowa, por favor, cuando estéis en casa transfiriendo su conciencia.
—Así se hará.
—Y gracias a ti también por haberte ocupado del cuerpo —me dijo el monje joven de las gafas de alambre—. Ha sido un placer conocerte.
—Lo mismo digo.
Me dio un cariñoso abrazo que rompió el protocolo que había presidido el encuentro.
Los monjes se dirigieron de nuevo a la oficina de aduanas. Les esperaba el encargado con los permisos necesarios para atravesar con un cadáver los controles que llevaban al norte por carretera. Dharamsala se encuentra en suelo indio, pero demasiado cerca de la región en disputa de Cachemira, por lo que no se puede circular sin autorización por algunos pasos de montaña. Además, los desprendimientos que producen las lluvias del verano restringen las vías de acceso a la región; y las más seguras son las que, al mismo tiempo, atraviesan la zona políticamente más inestable.
Malcolm se echó mi mochila al hombro e hizo un gesto para que le siguiese. Ya en su coche, mientras el conductor de la empresa lo ponía en marcha y buscaba una salida del abarrotado aparcamiento, entre los gritos de los operarios y los constantes pitidos de los vehículos, habló mirando al frente.
—Es difícil trazar una línea entre los aspectos más poéticos de la tradición tibetana y las prácticas heredadas del viejo budismo tántrico.
—Sí, pero lo integran en sus vidas con total naturalidad. Eso es lo que más me sorprende.
—No debería. Tú ya no eres un novato.
—Según con quién me compares.
—Ni siquiera se trata de dogmas de fe, como las creencias cristianas —continuó, recostándose en el asiento—. Ellos aseguran la realidad física de todas esas experiencias a partir de la práctica.
El funcionario que cobraba los tíquets de aparcamiento se plantó en mitad del paso impidiéndonos avanzar. Malcolm se asomó por la ventanilla y le gritó algo que no entendí. Una mujer aprovechó el momento en el que bajó el cristal para introducir sus dedos huesudos en los que llevaba un paquete de trapos de algodón. Se empeñaba en convencernos de que servían tanto para lustrar el salpicadero como para enjugar el sudor de la cara. La mía ya estaba cubierta por completo. Malcolm le rogó que se fuera, procurando no mostrar desprecio.
—No sabía que Singay fuese un hombre tan bien considerado en los círculos políticos —comenté mientras abandonábamos el recinto del aeropuerto.
—A mí también me ha extrañado ver aquí a los ministros.
—¿Qué crees que…?
—Ya te hablaré algún día de esas nueve aberturas de salida —me cortó, cambiando de tema. Sin duda Malcolm prefería reflexionar primero acerca de por qué habían venido hasta Delhi aquellos lamas del ejecutivo tibetano—. Si la conciencia sale por la coronilla renaces en un lugar más proclive para alcanzar la Iluminación en la siguiente oportunidad…
Extendió sus manos en señal de que no podíamos sino asumir sin más aquella cultura salpicada de siglos de aislamiento y de una simbología nacida y desarrollada en el techo del mundo, tan lejos de nuestra realidad.
—Dudo que en el fondo alguien como Singay creyera en todo eso —sugerí, volviendo al tema inicial para no importunarle.
—Te sorprendería saber que el mismo Singay aseguraba que sin grandes conocimientos, sólo con la devoción del paciente y la guía de un maestro como él, la práctica del phowa hace que surjan en los moribundos señales físicas. Hablaba incluso de un ablandamiento en la frente que termina dando lugar a un orificio por el que llegan a introducir la punta de un tallo de hierba para evitar que se cierre.
—Llévame a tu casa, Malcolm —le interrumpí, sonriendo y haciéndole comprender que ya era suficiente para mi primer día en Oriente.
—De acuerdo, dejaré las clases para mi hija. Bastante tendrás que soportar en casa.
Rió sin percatarse de que yo no lo hacía y volvió a dirigirse al conductor, para darle más instrucciones para salir del atasco. El resto del camino charlamos sobre la pequeña Louise. Era reconfortante ver cómo el Malcolm inconmovible que yo conocía se doblegaba ante mí sin rubor, destapando sus emociones de abuelo primerizo. Yo, mientras tanto, tomé conciencia de que me hallaba de nuevo en Asia, en mitad de su narcótico caos, y me dejé llevar por la Delhi que susurraba sugerente al otro lado de la ventanilla.
Para llegar a la casa de Malcolm no era necesario internarse en el enjambre de bicicletas, rickshaws y autobuses envueltos en humo que pululan a oleadas por las calles del centro. Nuestro conductor tomó la avenida Sardar Patel Marg y enfiló hacia el sur a una velocidad nada prudente a través del bulevar de casas señoriales en el que se encuentra la antigua mansión de Indira Gandhi.
Diez minutos después llegábamos a Ramakrishna Puram Road, al olor a hierbabuena y a menta que se respiraba en el jardín de los Farewell, de repente ajeno al bullicio como por arte de magia. Aquel oasis, que tenía por vecinas algunas embajadas y varias viviendas particulares de diplomáticos, disfrutaba de una ubicación privilegiada en el único barrio verde al sur de la capital. Malcolm lo escogió bien cuando aterrizó en Delhi, en unos años en los que la ciudad estaba de saldo. Desde entonces no se había mudado. Nunca había buscado vivir rodeado de lujo, pero necesitaba algunas muestras de fastuosidad para tratar de tú a tú a los grandes hombres de negocios y a los políticos de la ciudad. Todos ellos, tarde o temprano, terminaban cayendo en sus redes y apoyaban de un modo u otro sus proyectos humanitarios relacionados con los exiliados tibetanos.
La verja ya se estaba abriendo cuando el conductor giró el volante para salir de la calzada. Al fondo, de un solo piso y tras el porche de columnas sin capitel, se levantaba la casa encalada, cubierta de hiedra exuberante. Una mujer con el sari anudado a la altura de las rodillas barría hojas de palma. Malcolm dio algunas instrucciones al conductor, quien también se dedicaba a otros quehaceres en la casa.
—Llevarán tus cosas a la habitación de atrás.
—Muy bien.
—La otra, en la que Martha y tú habéis dormido otras veces, las pocas que habéis venido a verme —remarcó—, está recién pintada. He cambiado algunas cosas.
Aquella última frase parecía contener cierto tono de culpa. Malcolm sabía que su hija continuaba considerando aquel lugar el palacio de Louise, su madre, fallecida cuando era niña. Era su intocable museo de recuerdos.
La casa tenía aliento propio, tan limpio que parecía estar herméticamente cerrada a la humedad de fuera, al calor, al polvo y al humo que tiznaba cualquier rostro que se asomara a la calle. De amplios espacios, techos altos y grandes ventanas hasta el suelo, cada habitación salpicaba su estructura sobria con toques medidos de nostalgia colonial y algunos muebles de Le Corbusier: sillones y
chaises longues
de cuero desgastado para tumbarse a descansar en medio de aquel universo tan plural como la decoración de las paredes. En ellas, sobre el fondo blanco, destacaba una pintura tibetana con cien budas diminutos sentados sobre la rueda de la vida, un tapiz hilado como los que recubrían los tabiques del monasterio tibetano de Sera y a cada momento las fotografías que Louise arrancó a los instantes más puros de su familia. Risas de Martha en todas las habitaciones, su pelo rubio sobresaliendo entre las melenas indias de sus amigas del colegio, tan morenas que parecían azules; otras veces con su padre en la piscina, en los jardines de la fábrica y muchas más con su madre, abrazadas las dos en las ciudades del Rajastán, sentadas frente a las fuentes de Pushkar, apoyadas contra las rosadas murallas de Jaipur.
Martha tenía mucho de su padre. A medida que les conocía descubría cuánto, pero más aún llevaban ambos consigo el alma de su madre y esposa. Louise, reportera de varias publicaciones europeas, perdió la vida en uno de sus más comprometidos trabajos en China, en plena revuelta de Tiananmen. Desde entonces, pasados los llantos más desgarrados que conociera la ciudad nueva de Delhi, Malcolm y Martha decidieron ser felices en compañía, al menos, de lo que ella les había dejado antes de irse: sus vinilos de ópera, los grabados de la India colonial, las pashminas de Cachemira y sus álbumes de fotografías. Se esforzaban en vivir como ella vivió, con el intenso romanticismo que persistía en todos sus recuerdos, y sabían que la forma de corresponderle era siguiendo adelante con todos sus proyectos sin pensar en las consecuencias. Malcolm sentía una verdadera necesidad física de ayudar a los tibetanos de la meseta obligados a partir, a los novicios sin maestros que malvivían en monasterios derruidos. Y Martha, ahora con su propia hija y aunque dedicada a ella, nunca dejaría de acudir a la llamada de su padre.
Malcolm pidió a la mujer del sari que preparase algo ligero para comer. Ella propuso un poco de arroz con yogur frío, previamente sazonado con mostaza y guindillas, siguiendo una receta del sur.
Entré en la habitación y puse en marcha el plato del tocadiscos. Emergió una confusa melodía de free-jazz que servía de banda sonora para aquella amalgama delirante que era la India, unos juegos malabares imposibles entre la herencia inglesa, los dioses del hinduismo y la falsa modernidad recién lograda. Me tumbé en la cama y miré a mí alrededor. Me estiré para coger un pequeño marco y limpié con la manga el cristal que cubría la fotografía. Martha y sus padres se abrazaban formando una piña frente a una de las torres del Taj Majal, con el río al fondo reflejando la cúpula central.
Ni siquiera me di cuenta del momento en el que cerré los ojos, dejando caer la fotografía sobre mi pecho, ni de las dos horas que transcurrieron hasta que Malcolm golpeó la puerta.
—¡Vaya siesta! Está visto que no pierdes las buenas costumbres latinas.
Tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba.
—Costumbres españolas, permíteme que te corrija —le contesté desperezándome—. La siesta es una costumbre española.
—Ya le salió la vena patriótica al emigrado.
—No te lo tengo en cuenta porque sé que tú eres uno de los nuestros.
—¡No has comido nada! —se quejó—. Te han dejado un plato preparado en la cocina.
Malcolm entró en la habitación y abrió la cortina para que entrase la luz tenue de la tarde. Después se sentó en un sillón de piel. Dejó la copa que traía sobre la mesita del mirador y se entretuvo con unos pequeños anteojos y otros artilugios de medición de mapas sacados de algún anticuario del Kan Bazar, mientras yo me espabilaba en el baño. Cuando salí me senté frente a él en otro sillón gemelo.
—Están limpiando el salón. Perdona que invada tu cuarto —dijo.
—Ya he visto que tienes media casa patas arriba.
—No es para tanto. Sólo he hecho algunos cambios en los cuartos de delante, pero está todo lleno de polvo. Si Martha se enterase…
—No creo que le importe que cambies algunas cosas. El tiempo pasa.
—Me refería al desorden, no lo lleva nada bien —dijo él desviando la conversación.
—Vives muy bien aquí —afirmé, ayudándole a salir de aquellos derroteros—. Martha ha tenido que ser muy feliz en este lugar.
—Mi hija nació destinada a la felicidad. Los astros trazaron una alianza inquebrantable para protegerla. Eres muy afortunado al tenerla.
—Espero que pienses que ella también lo es.
—Desde luego que sí. No estaría aquí contigo apurando este malta de doce años si no fuera así. —Bebió un sorbo antes de continuar—. Han traído la maleta.
—¿Ya? —exclamé.
—Llamaron poco después de que te quedaras dormido. Mi chófer volvió al aeropuerto a por ella. Me he permitido abrirla mientras dormías.
—No hay problema. Sólo metí las cosas de Singay que encontré por la habitación del hotel en el que… La policía no puso ninguna objeción a que revolviera los cajones y me llevara cuanto quisiera. Tan sólo tuve que escribir un inventario y dejárselo al inspector antes de salir de Boston.
—Hay un objeto que no me cuadra.
—¿A qué te refieres?
—Un pedazo de tela de seda negra, con cuatro cruces esvásticas en las esquinas y un peculiar mándala en el centro, tan sólo una circunferencia blanca con un pequeño buda delineado con tinta roja en su interior, sobre el mismo fondo oscuro. No soy capaz de recordar ningún mándala similar. Tampoco acierto a imaginar por qué Singay llevaría consigo algo así.