—Si es tan peligroso para mí, también lo será para ti.
—A mí no me queda otro remedio —resolvió—. ¡Hablamos de meter la cabeza en una trama política cuyas dimensiones desconocemos y en la que, en cualquier caso, hay millones de dólares en juego! —gritó exasperado—. ¡Nadie sabe lo que ocurrirá en esa reunión!
—No me refería a acompañarte al encuentro con el líder de la secta —le dije tratando de calmarle—. Sólo te propongo que, mientras tú te ocupas de eso, yo puedo ir buscando un edificio para la escuela.
—Para eso no hay prisa —objetó—. Además, mejor harías regresando a Perú cuanto antes para resolver lo que tienes allí.
Sus palabras me hirieron profundamente. A buen seguro que Martha había llamado y le había puesto al corriente de los problemas que estábamos atravesando.
—Espero que no insinúes que pongo otras cosas por delante de Martha y de Louise.
—Eso acabas de decirlo tú.
Se levantó del sillón y se dirigió a su despacho. Asha se recogió el pelo con un pañuelo de seda bordado con hilo de oro, metió sus cosas en un bolso y, haciendo gala una vez más de su prudencia, se despidió de mí hasta la fiesta.
Para llegar a la recepción del hotel Imperial había que cruzar una senda de palmeras gigantes que recordaba los antiguos palacios de Delhi, cuando el pueblo se aglomeraba en sus puertas al paso de los elefantes adornados. El taxi se detuvo entre los coches de lujo que esperaban ser retirados por dos conserjes de casaca oscura y plumas en el turbante. Parecía que el tiempo no tenía cabida en aquella burbuja de estética victoriana y colonial. El león de piedra de la entrada me dio la bienvenida a un pasado que muchos de los invitados de Malcolm añoraban como si lo hubieran vivido. Por eso había organizado allí la presentación, brindando a sus aliados en el gobierno la posibilidad de que se sintieran, al menos por una noche, en el edén particular de los maharajás.
Pregunté a un empleado con bigote si, por el Atrium, el patio cerrado en el que se servía el ágape. Una hilera de columnas rodeaba una fuente. El mármol blanco se extendía desde el suelo hasta la cúpula, tan sólo salpicado por algunas fotografías de cacerías en Bengala y de Rolls-Royces.
Los invitados bebían y charlaban en pequeños grupos. Una melodía operística se introducía sinuosa entre ellos y separaba las conversaciones. Rebusqué entre las cabezas. Vi a Malcolm de pie en un extremo y miré hacia otro lado para no saludarle, aun cuando sabía que tarde o temprano tendría que acercarme. Al momento localicé a Asha. Estaba radiante, acompañada de unos indios de mediana edad junto al stand que exhibía los planos y una maqueta de la nueva fábrica. Cuando por fin me vio, el resto de los invitados parecieron sumirse en la sombra por un instante. Levantó la mano para que me aproximase.
—¡Pensaba que ya no vendrías!
—Cómo podría perdérmelo…
Me presentó a las personas con las que estaba hablando. Después de escuchar sus opiniones sobre la política internacional del gobierno indio, Asha y yo nos retiramos discretamente.
Las arias de un contratenor ponían música al vaivén de las copas. Uno de los camareros se acercó con una botella de Rioja del 94 que sin duda el propio Malcolm había seleccionado para la ocasión.
—Alguien tiene que ocuparse de estos políticos —se excusó Asha una vez nos recogimos en un rincón—. ¿Qué tal estás tú?
—Bien, de verdad.
—Malcolm me ha dicho…
—Siento haberme entrometido —la corté—. Comprendo que son unos días complicados. Por si no tenía bastante con el anuncio de vuestra relación y con la presentación de la fábrica, se le ha venido encima todo el asunto de la muerte de Singay.
—Te agradezco que seas tan comprensivo con él, pero lo que quería decirte es que finalmente habrás de ser tú quien vaya a Dharamsala.
—¿Cómo?
—Me lo ha dicho hace un rato. Al parecer, el ministro de Finanzas le ha anunciado que dentro de dos días se firmará un convenio de colaboración referente a la nueva fábrica con la administración local de Delhi.
—Justamente ahora… ¿No le puede sustituir alguno de sus ejecutivos?
—El ministro le ha pedido de forma expresa que sea él quien acuda al acto público. Y ya se lo han debido de comunicar a los medios, para que preparen la rueda de prensa.
—¿Y no puede aplazar la reunión con la Fe Roja?
—Es imposible. Hay que partir cuanto antes. Parece que su líder está receptivo, pero en cualquier momento puede cambiar de opinión. Además, los forenses del Kashag no nos van a esperar para practicar la autopsia de Singay.
—Vaya… En ningún momento había pensado que sería yo quien tuviera que ocuparse de…
—Le pesa tener que comprometerte, tal como están las cosas, pero ha dicho que sólo puede confiar en ti para esto.
Aquellas palabras me llenaron de orgullo.
—Ha venido mucha gente —dije cambiando de tema para no robarle su protagonismo en la fiesta.
—Hay de todo. Mira, aquel de allá es Luc Renoir.
—¿El jefe de la delegación de la Unión Europea?
—El mismo. Es el mejor amigo de Malcolm.
—Lo sé. Habla a menudo de él como si se tratase de un hermano.
Bruselas se valía de delegaciones abiertas en los países receptores de ayuda humanitaria para administrar con suficiente cercanía los fondos de cada proyecto y negociar futuras aportaciones. Luc Renoir era el jefe de la de Delhi y, como tal, asumía las relaciones con el gobierno indio.
—¿Quieres que te lo presente?
—Me interesaría pedirle unas cartas de recomendación para moverme con soltura por Dharamsala. No sé si Malcolm le habrá dicho ya algo al respecto.
—La verdad es que Luc es una de las personas que mejor conocen la región de los exiliados tibetanos. Ha pasado media vida en esta parte de Asia, y en buena medida dedica su tiempo a los proyectos localizados en la zona. Además, es cierto que algunas puertas se abren mucho antes si vas avalado por el delegado.
—¿Has estado últimamente por allí? —le pregunté.
—En la embajada tengo muchas carpetas con asuntos de los exiliados pendientes de resolver, pero no he encontrado el momento oportuno en los últimos meses para organizar un viaje. Me encantaría acompañarte, pero no me apetece dejar solo a Malcolm estos días…
—No te preocupes.
—Ven. Te lo presentaré.
Me cogió de la mano y me dejé conducir entre la gente.
Luc Renoir, francés de nacimiento, debía de tener la misma edad que Malcolm, una planta inmejorable y un saludable aspecto de deportista. Si no fuera por la calva hubiese aparentado ser aún más joven. Según me contó Asha, se mantenía en forma jugando al golf, una afición que le permitía mantener favorables negociaciones de tú a tú con algunos mandatarios de la zona. Al igual que los jefes de otras delegaciones, Luc Renoir fue nombrado sin aprobar un solo examen, pero disfrutaba de un rango equiparable al de embajador, lo que suscitaba el recelo de aquellos que sí pertenecían a la carrera diplomática y que, sin embargo, tenían menos poder por manejar menos presupuesto. Era natural que los países de acogida prefiriesen agasajar a quien gestionaba las divisas de los programas de ayuda humanitaria que a los cónsules que, en muchas ocasiones, desempeñaban una labor estrictamente protocolaria.
—Luc… —le reclamó Asha.
El delegado se excusó con una anciana ataviada con traje largo y habano fino y besó a Asha en la mejilla.
—Estás guapísima —dijo—, aunque eso no es una novedad.
—Si por ti fuera abandonaría mi trabajo y me marcharía a Bollywood.
—No, por favor, te necesitan en la embajada.
—Mira, te presento a Jacobo, la pareja de Martha.
—¡Ya era hora! Hace años que oigo a Malcolm hablar de ti y todavía no habíamos tenido ocasión de conocernos.
Me dio un fuerte apretón de manos.
—Para mí también es un placer.
—Si no os importa voy a buscar a Malcolm —dijo Asha—. Todavía quedan muchos invitados a los que no hemos saludado.
Se perdió entre la luz ocre, los reflejos del cristal y los manteles de hilo.
—Míralo —dijo Luc mientras contemplaba cómo su amigo cogía la mano de Asha—. Parece que saltan chispas cuando la toca.
—Sé que sois grandes amigos.
—Más que eso —puntualizó—. Son mi familia. Martha es como una hija para mí.
—Por eso quiero pedirte un favor.
Antes de referirme a las cartas de recomendación cambiamos impresiones sobre la crisis que se estaba fraguando a raíz del asesinato de Singay.
—Estoy de acuerdo con vosotros en que la Fe Roja ha tenido algo que ver en todo esto. Pero no creo que valga la pena profundizar en este asunto.
—¿Por qué dices eso? —me sorprendí.
—Jamás sabremos las razones por las que terminaron con su vida, y no creo que cambien las cosas por el hecho de que acudáis o no a esa reunión. No me haría ninguna gracia que fuera Malcolm quien asistiera, pero menos aún que seas tú quien se entrometa en un asunto de tanta trascendencia.
—Parece que no queda otro remedio.
—No quiero ofenderte, hijo, pero no creo que tengas suficiente experiencia. Y no me refiero a que no estés capacitado. Es que no quiero que esta crisis estalle contigo en medio del campo de batalla.
—Y ¿qué propones?
—Informaré a Dharamsala y, si lo creen oportuno, que sea el ejecutivo del Kashag quien se reúna con la secta.
—Lo siento, Luc, pero a nuestro entender ésa no es la solución.
El delegado meditó unos segundos con la mirada perdida en su copa y me habló con condescendencia.
—Dime si realmente merece la pena que asumas tantos riesgos por un puñado de humo.
—Me resisto a creer que todo es fruto de la casualidad.
—Está bien —concedió—. Elabora un informe y deja en mi despacho la tela que encontrasteis. Te prometo que, ya que Malcolm no puede ocuparse, yo mismo me encargaré de esto. Te aseguro que no tengo ningún afán de protagonismo, pero sí treinta años de experiencia a mis espaldas. Olvida lo de ir allí, por favor.
—…
El aria alcanzó un punto álgido, orquestando la tensión entre nosotros.
—¿Qué te pasa por la cabeza? —me preguntó—. No te guardes nada conmigo.
—Has de entender que me lo ha pedido Malcolm. Para mí significa mucho. Y además debemos de actuar de inmediato.
Luc sonrió y dejó la copa en la bandeja de un camarero que pasaba.
—Ya me ha dicho Malcolm que no se te pone nada por delante.
—Sólo me queda pedirte que me des unas cartas de recomendación por si me encuentro con imprevistos una vez esté allí.
Me fijé cómo se arqueaban sus cejas pobladas y negras.
—La juventud es osada, y en ocasiones un tanto paranoica —dijo, apretándome el brazo con afecto—. Deberías saber que en el mundo no hay tantos complots fantasiosos que destapar, pero bueno… Sólo trato de hacer lo mejor para todos vosotros. Hace años que conozco a Malcolm. Y Louise fue para mí una gran amiga. Ambos éramos parisinos. Mantuvimos una constante correspondencia durante el tiempo que pasé en otros destinos.
—Entonces ¿vas a ayudarme?
—No me dejas alternativa. Me reconozco en ti cuando tenía treinta años y sé que irás de cualquier forma. Pasa por la delegación a recoger las cartas mañana por la mañana.
Le di las gracias. Luc se volvió y, cambiando de inmediato de registro, se dirigió entre exclamaciones teatrales hacia un grupo mixto de indios y occidentales.
Decidí abandonar la fiesta. Ya hablaría con Malcolm cuando regresase a casa. Me acerqué hasta el rincón donde él seguía conversando, ahora con una pareja de amigos, para saludarle y salir de allí sin perder tiempo. Permanecí unos segundos detrás de ellos. Hablaban de las razones políticas que habían llevado a Malcolm a construir la nueva fábrica en Delhi, el suelo más caro del país.
—Malcolm… —dije para llamar su atención.
—¡Ah, Jacobo…!
—Veo que ha salido todo perfecto, enhorabuena, pero prefiero volver a casa para preparar el viaje. Asha me ha puesto al corriente de todo.
—Antes tendrás que acompañarme a la terraza, y soportarme un rato. Luego estaré con vosotros —se excusó ante sus amigos.
Salimos al exterior. Acababa de caer una tromba de agua y el calor se pegaba al mármol de la balaustrada, a la camisa, a la cara.
—Siento haberte hablado así esta mañana en casa —dijo por fin.
—No pasa nada.
—¿Cuánto tiempo llevas ya junto a mi hija?
—Seis años.
—No puedo creerlo.
—Imagínate nosotros. Para Martha y para mí aún supone mucho más tiempo.
—No te comprendo.
—Con relación a lo vivído.
—Me estás llamando viejo.
—Es una cuestión matemática.
Malcolm esbozó una sonrisa.
—La vida no es una ciencia exacta. Con el paso del tiempo los días vuelan, casi los ves pasar, pero también se llenan de instantes únicos…
—Significa mucho para mí que me hayas confiado el asunto de Lobsang Singay —reconocí—. No te defraudaré.
—De eso estoy seguro, pero… Me cuesta empujarte. Algo me dice que quizá sea más peligroso de lo que creemos.
—Dudo que tú te arrepientas de haber llevado a cabo todas aquellas misiones para la causa tibetana.
—Con los años he llegado a pensar que sólo había una causa. La más egoísta.
—No sé si te entiendo.
—Me entiendes perfectamente. Esta mañana he hablado con Martha. Deberías haberme contado los problemas que estáis atravesando.
Sentí que me quedaba al descubierto.
—Lo siento Malcolm, tienes razón pero… Pero sé franco tú también.
—Tengo miedo —confesó.
Otra vez me cogió desprevenido.
—¿Cómo?
—Tengo miedo, Jacobo.
—¿De qué?
Respiró hondo y se recompuso al instante.
—De que no vuelvas a ser el mismo, de que ya siempre necesites de esta adrenalina para vivir.
—Y ¿por qué eso habría de ser malo?
—Porque entonces ellas nunca te tendrán. Martha y la pequeña.
—Eso no va a ocurrir…
—Eso ocurre sin quererlo, hijo. Pertenecerás a otros. Aunque no dejes de quererlas, vivirás una fantasía insaciable. He estado tan cerca, tantas veces, de dejarla sola… completamente sola. Creía que todo aquello se habría acabado cuando llegaste a su vida. Y con más razón al nacer la pequeña. Sólo es eso. Lo siento.
—No sé por qué razón, pero algo me dice que este viaje me ayudará a solucionar las cosas con Martha. Debes confiar en mí. —Me miró fijamente a los ojos.