—Algunos de los monjes son unos críos —observé.
—Nunca falta algún novicio que las familias de campesinos ofrecen a los monasterios pensando que alcanzará un status superior en este Tíbet deprimido. Pero el verdadero problema es la falta de maestros. La mayoría de los grandes lamas han tenido que huir al exilio.
—Tú lo has dicho antes. Tal como están las cosas, no se les puede reprochar nada.
—Desde luego que no tienen la culpa. Pero el problema es que la figura del maestro es fundamental en nuestra tradición. Desde los tiempos de Buda, la única forma de transmitir la doctrina tántrica tibetana ha sido la enseñanza diaria, verbal y personalizada entre el maestro y el pupilo. Los tantras no se pueden leer y comprender por uno mismo a base sólo de tiempo y esfuerzo. No son textos explicativos, sino verdaderos jeroglíficos plagados de metáforas.
—Estamos en el reino de los diez mil secretos.
—Así llaman algunos al Tíbet. Cada tantra es un misterio que sólo puede ser desvelado por un lama que a su vez haya aprendido de otro lama anterior. El maestro ha de ayudar a su alumno, a través de esa conexión íntima y constante que se prolongará durante años, a interpretar el contenido de los tantras para desvelar lo que Buda pretendió realmente transmitir.
—Y si se marchan todos los maestros se habrá roto esa cadena.
—Si eso ocurre, nuestra tradición se extinguirá y no seremos más que una mera muestra de folclore.
—Ya verás como eso no llegará a pasar —dije con una sonrisa llena de afecto.
Me asomé por el murete de la terraza y vi cómo un grupo de hombres a caballo cruzaba en ese momento el portón de entrada. Traté de fijarme bien a pesar de la escasez de luz. No podían ser otros. Se trataba de los kampa que habíamos conocido en la aldea, encabezados por el jefe Solung. Cuando le comuniqué hacia dónde nos dirigíamos comentó que era posible que nuestros caminos volviesen a encontrarse, pero en aquel momento pensé que hablaba de forma simbólica. Confié en poder saludarle antes de que abandonasen el monasterio.
Un monje anciano que caminaba con la ayuda de un bastón curvado pasó junto a nosotros. Le preguntamos cómo podíamos llegar a la biblioteca. Alzó su bastón y señaló con él una pequeña puerta que se abría en un rincón. Nos introdujimos sin dudarlo y, tras subir una escalera de caracol con la piedra de los bordes tan desgastada que resultaba difícil pisar, llegamos a una estrecha galería que terminaba en una puerta.
Estábamos frente a la morada del
terma
, de Singay.
Gyentse se asomó con prudencia para comprobar que dentro no había nadie. Me agaché para coger del suelo un candil de aceite que habían dejado junto a la puerta. Lo encendí y entramos sin hacer ruido, como si no quisiéramos despertar a los budas repartidos por las repisas entre los libros. Las figuras representaban a las grandes deidades del universo tántrico. Estaban barnizadas con pan de oro y vestidas con túnicas de tela real. Sentía que me observaban con sus ojos enigmáticos y que de sus bocas risueñas salía un hálito con mi nombre.
El techo de la biblioteca era de madera, de vigas vistas que se curvaban en mitad de la estancia. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con estanterías policromadas de rojo con filigranas verdes. No almacenaban libros al uso, sino unos paquetes de pergaminos rectangulares envueltos con telas también rojas. Había cientos de ellos.
Tratamos de encontrar un cartucho para rollos de pergamino que pudiera parecerse al que dibujó Singay cuarenta años atrás. También había muchos, por todos los rincones, pero ninguno de los que alcanzaba a ver estaba decorado con los guardianes protectores que rodeaban el que aparecía en sus láminas de carboncillo. No tuvimos tiempo de abrir ninguno. Intuí una presencia adentrándose en la biblioteca y me volví, sobresaltado. Era un monje cuya cara se estiraba a la luz de la pequeña llama.
—Nos pide que le acompañemos al despacho del abad —dijo Gyentse.
Hubiese querido quedarme, pero Gyentse fue tras él sin dudar. Me limité a echar un último vistazo a las repisas que tenía más próximas y también salí cerrando la puerta, volviendo a dejar el candil apagado en el lugar del que lo había cogido.
Caminamos detrás del monje, bajo la atenta mirada de los demonios protectores que cubrían los muros de las galerías. Cruzamos un patio y nos introdujimos en un edificio cuadrado, coronado por un tejadillo pintado de amarillo. El monje que nos acompañaba se paró frente a una habitación de la que emanaba un extraño tufo a humedad y cera.
—Hemos llegado —anunció, mientras hacía un gesto para que entrásemos.
—¡Me alegro de teneros aquí! —exclamó al vernos quien debía de ser el abad—. ¡Me han dicho que traéis noticias de algunas personas que conozco!
El lama era mucho más viejo de lo que había imaginado. Sin embargo, desde el principio percibí una expresión despierta en su rostro, que además desprendía simpatía.
Le hice ver que prefería cerrar la puerta antes de comenzar a hablar. Me pidió que lo hiciese. El monje se quedó fuera.
—Nos envía… Mejor léalo usted mismo —le sugirió Gyentse, al tiempo que le hacía entrega de la carta que había escrito el jefe del Kashag para legitimarnos.
En ese momento estiré el brazo de forma instintiva y sujeté la carta. Ambos permanecimos unos segundos mirándonos a los ojos, cada uno aferrado a un extremo del sobre. Comprobé que, salvo por sus pupilas, que variaban de tamaño por la proximidad de las velas, el gesto del abad no se alteraba.
—No tienes de qué preocuparte —dijo por fin—. Yo mismo te prevendré acerca de quién no es de fiar en este monasterio.
—No se ofenda.
—No tengo por qué. Es lo que nos toca vivir y por ello agradezco tu prudencia.
Solté la carta. El abad la abrió y la leyó con parsimonia.
—¡Venís desde Dharamsala! —exclamó—. ¡Y el propio Kalon Tripa me pide que os ayude! ¡Espero no defraudaros! Pero antes habladme de vosotros.
—Él es Jacobo, un cooperante español gran amigo de nuestro pueblo. Yo, aunque no lo parezca, soy un lama de la escuela Geluk.
Señaló sus ropajes occidentales como si se disculpase por vestirlos.
—¿Cómo habéis hecho para llegar hasta aquí? ¡Podrían haberos encarcelado, o incluso…!
—El riesgo merecía la pena.
—Os escucho con atención entonces.
Me volví para comprobar que la puerta seguía cerrada.
Gyentse comenzó a hablar en voz baja.
—Hemos venido a recuperar uno de los
terma
que el maestro Padmasambhava ocultó en la meseta en el siglo vil.
El abad se echó para atrás en la silla.
—¿Estáis diciendo que conocéis el paradero de un
terma
del antiguo Tíbet?
Asentimos.
El abad trataba de mostrarse sereno, pero el brillo de sus ojos dejaba traslucir su expectación.
—¿Quién es el descubridor de tesoros? —terminó por decir.
—Quizá lo fue Lobsang Singay, el gran médico de Dharamsala. O en otro caso algún miembro de vuestra orden, quien después habría confiado a Lobsang Singay el secreto.
—No esperaba esto… Hace años que no recibimos sorpresas agradables por aquí. Y menos aún una de tal entidad.
—En algún momento tenían que empezar a llegar —intervine.
—¡Esperad! Habéis dicho que Lobsang Singay «lo fue» —destacó—. No le habrá ocurrido nada…
—Falleció recientemente.
El abad negó con la cabeza lamentándose. Todos callamos durante unos segundos que se hicieron eternos.
—Lo conocí de niño, recién llegado de Lhasa —dijo por fin tras un suspiro roto—. Los maestros de su lamasería apreciaron que se trataba de un ser especial y lo trajeron para someterlo al dictamen de nuestro oráculo sagrado. Es una pérdida irreparable.
—Pero ha seguido inspirándonos tras su muerte —apuntó Gyentse.
—¿Qué queréis decir?
—Si no fuera por él no estaríamos aquí. Desde que fue asesinado…
—¡Asesinado! —exclamó el abad.
Gyentse asintió con gravedad y continuó.
—Al igual que algunos de los lamas médicos que colaboraban con él.
—Es terrible… ¿No tendrán algo que ver esas muertes con el
terma
?
—Creemos que en ese tesoro puede estar la clave que las explique.
—Terrible… —repitió—. ¿Sabéis ya quién está detrás de todo esto?
—Aún no. Pero lo que sí sabemos es que los asesinos harán cualquier cosa para conseguir el
terma
. Por eso hemos de darnos prisa.
—Lo que más debe preocuparos ahora es el ejército chino. Esta zona está infestada de soldados.
—Somos conscientes de ello.
—Pero decidme —siguió diciendo el abad—, ¿de qué tipo de
terma
estamos hablando?
—Del
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
.
—¿Habéis encontrado los pergaminos que contienen los secretos que los chamanes confiaron a los primeros lamas? —exclamó—. ¡Se dice que en ellos se desvelan las vías para controlar las fuerzas de la naturaleza!
—Ése es el legado que nos dejó Singay.
—Sin duda es un legado que está a la altura de su compasión.
—El
terma
es la base de sus avances médicos, la fuente de su sabiduría.
—Por eso suscita tanto interés… ¿Cómo estáis tan seguros? ¿Os lo dijo él?
—Hace años reveló a la élite del Kashag que de niño fue formado con la ayuda del
Tratado
. Usted sabe que cuando Padmasambhava escondió esos tesoros prometió que llegaría un día en el que los terton conocerían su paradero de forma espontánea. Eso debió de ocurrirle a Singay. Bebió aquellas enseñanzas secretas y durante años de estudio forjó las bases de su revolucionaria medicina. Cuando consideró que había llegado el momento de transmitirlas a toda la humanidad alguien terminó con su vida.
—Y ¿dónde creéis que está ahora ese tesoro?
—Estamos convencidos de que está aquí, en la biblioteca de este monasterio.
La emoción que iluminaba el rostro del abad se apagó de súbito. Su gesto se tornó grave.
—¿Por qué pensáis eso?
—¿Acaso no es este monasterio el principal de vuestra orden?
—Es cierto.
—¿Y el único que no fue atacado por los guardias rojos?
—Así es —confirmó el abad.
—Sabemos que, antes de partir hacia la India, Singay y el resto de monjes que le acompañaron al exilio se reunieron en este monasterio. Y hemos de suponer que dejaron aquí todo lo que llevaban consigo, para que no cayese en manos de los chinos si eran apresados por el camino. Por ese motivo pensamos que Singay no se arriesgó a llevar con él el
terma
a través del Himalaya. Además, ¿acaso no es ésta la biblioteca del Tíbet que más pergaminos antiguos almacena?
—Es cierto todo lo que dices, salvo que Lobsang Singay trajese nada cuando llegó aquí después de que su lamasería fuese destruida.
—No puede ser…
—Lo recuerdo como si fuera hoy. Llegó con su túnica ajada, los pies destrozados y la boca llena de llagas. Y nada en las manos.
Me volví hacia Gyentse. También había desaparecido todo atisbo de alegría de su rostro.
—Pero, según el Kalon Tripa, Singay aseguraba que el
terma
no llegó a salir del Tíbet. No puede estar en otro sitio sino aquí…
El abad se regodeó unos segundos en el silencio a fin de dar más importancia a lo que iba a decir.
—Quizá el tesoro nunca salió de su antigua lamasería.
—¡Pero eso es imposible! —le rebatí—. Según dicen, tras el ataque no quedó un solo muro en pie.
—Sería cuestión de buscarlo bien.
—¿Cómo podríamos encontrar un rollo de pergaminos que llevase cuarenta años enterrado en mitad de la montaña?
—Con la inspiración de un nuevo descubridor de tesoros —declaró Gyentse, clavando en mí su mirada.
—No se me ocurre otra cosa —concluyó el abad.
Mi amigo lama se quedó momentáneamente abstraído.
—¿En qué piensas? —le pregunté.
—En que debemos meditar sobre esto con tranquilidad. No podemos ir haciendo comentarios a la ligera.
—Me parece una decisión acertada —ratificó el abad—. Descansad bien y mañana hablaremos.
—Pero… —traté de objetar.
—Le estamos muy agradecidos, abad Gyangdrak —dijo Gyentse, no dejándome intervenir.
—Está bien —terminé por decir—. Lo único que le rogamos es…
—En el Tíbet actual la discreción es tan importante como el comer —se anticipó él.
Tras recibir su abrazo más afectuoso abandonamos su despacho y nos dirigimos a nuestras habitaciones.
Al pasar por la terraza me asomé de nuevo al patio principal. Allí seguía la expedición de los kampa que antes había visto entrar en el monasterio.
Habían extendido varias tiendas ligeras de las que utilizaban en las campañas militares, no tan pesadas como las que se usan en los asentamientos nómadas. Los caballos comían la paja esparcida en un lateral del empedrado. Una veintena de hombres y mujeres desempeñaban las más variadas labores. Ellas preparaban comida junto a una fogata que uno de los guerreros avivaba con empeño. Otros limpiaban a los animales y ordenaban las sillas, mantas, bridas y demás utillaje de montura. Los dos que parecían más jóvenes afilaban cuchillos con una piedra dejando escapar un estridente sonido. Los guerreros más viejos conversaban en un corro. Algunos limpiaban sus armas y otros se recomponían las trenzas apretando la cuerda roja que les colgaba hasta media espalda. La muñeca de la falda a rayas correteaba entre todos ellos, persiguiendo a otra niña un poco mayor que ella.
En ese momento el jefe Solung salió de una de las tiendas. Llamó a su hija para que se acercase. Mientras hablaba con ella se volvió hacia arriba y nuestras miradas se cruzaron. Le saludé levantando la mano. Él contestó asintiendo.
—¿Qué haces? —me preguntó Gyentse al ver que me había quedado atrás.
Se acercó hasta donde yo estaba.
—Sólo estaba observando a los kampa.
Lanzó una mirada rápida al patio y me habló de nuevo.
—He pensado que podrías tratar de meditar conmigo —dijo.
—¿Cómo? —me sorprendí.
—Me gustaría enseñarte. Creo que te sería muy útil.
—La verdad es que preferiría aprovechar esta noche para buscar en la biblioteca.
Me lanzó una mirada cargada de reproche.
—Ya has oído al abad —dijo—. Lobsang Singay no llevaba nada consigo cuando llegó de su lamasería tras el ataque.