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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (13 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Entonces comprendí que nunca llegaría siquiera a imaginar el sufrimiento repetido de Malcolm. Sufría la muerte de Asha en todo su ser pero su dolor no terminaba ahí, porque cada pinchazo le atravesaba hasta llegar al confín de su alma donde permanecía su Louise resguardada, y volvía a hacerle sangrar.

Me levanté para darle otro abrazo pero se alejó entre las columnas.

Cuando más tarde volví a preguntar por él, me dijeron que finalmente había salido hacia Delhi.

Capítulo 12

Pasé toda la tarde en la habitación que me habían asignado. Era un cuarto de unos ocho metros cuadrados y techo bajo, con un camastro, un taburete y una mesa en la que habían dejado un termo y una palangana de metal. Me tumbé al llegar y apenas cambié de postura hasta que anocheció. Me dolía todo el cuerpo. Además, pensar que tanto Lobsang Singay como Asha yo mismo habíamos sido víctimas del mismo entramado minal ocupaba suficiente sitio en mi cerebro como para no tener que ocuparme de nada más.

No sé cuándo me quedé dormido, ni cuántas horas transcurrieron hasta que me despertó un repentino ruido de hierros. Abrí los ojos. No había luz. Creí recordar que, entre sueños había percibido que alguien abría la puerta. Ahora, sin duda, le había oído salir.

Me enfundé las botas y me asomé al corredor. El resplandor tenue del amanecer se filtraba entre las columnas que daban al patio central. Permanecí unos segundos inmóvil. Al no escuchar nada más que el viento que golpeaba las banderolas de oración regresé a la habitación y encendí el candil de aceite; bajé la intensidad al mínimo. Moví el cierre de la puerta, que consistía en un mero pasador oxidado, para comprobar si su chirrido se parecía a lo que poco antes me había sobresaltado. Después miré hacia la mesa sobre la que había dejado mis cosas y me convencí de que alguien había estado hurgando. Parecía no faltar nada. Las cartas de recomendación de Luc seguían en el interior del sobre, doblado y guardado en el bolsillo del pantalón que llevaba puesto el día de la explosión. Me impresionó ver por primera vez los rotos que se repartían por todas partes. La caída por el barranco había dejado más secuelas en mi ropa que en mi propio cuerpo.

Salí de nuevo al corredor con el candil en la mano y caminé con sigilo. Avanzaba despacio, deteniéndome cuando creía percibir cualquier movimiento en la sombra. Subí una escalera. Sólo se oía el agudo balanceo de la lámpara cuando la apartaba para que los remolinos que se formaban en el patio y enfilaban por las galerías no apagasen la llama. Mis pies no hacían ruido al pisar sobre la piedra. Al fondo vi una luz que oscilaba al otro lado de un portón entreabierto. Me paré antes de llegar, al advertir unas voces que provenían del interior. Tapé el cristal de la lámpara y estiré el cuello para asomarme.

En el interior de la estancia había tres monjes. Estaban sentados en el suelo alrededor de unos pergaminos desplegados. Uno de ellos rebuscaba entre el montón, levantando unos y apartando otros, mientras sus compañeros le daban indicaciones. Los pergaminos estaban pintados con vivos colores, con un detalle asombroso, mezclando dibujos de budas y otros seres con cientos de diminutas inscripciones. El que consultaban mostraba una complicada ilustración llena de círculos repletos de simbología.

Justo entonces noté unos dedos que se posaban sobre mi hombro. Salté hacia delante y giré sobre mí mismo mientras mi corazón estallaba.

—Son astrólogos —dijo la sombra.

Apenas distinguía su rostro. Levanté el candil y comprobé con sorpresa que se trataba del lama de gafas de alambre. Quizá el control de mi estado de salud incluía seguirme en los paseos nocturnos por la lamasería, o puede que estuviese buscando una oportunidad para acabar conmigo. Apreté los puños con disimulo y di un paso atrás.

—No podía dormir —acerté a decir.

—No quería asustarte —se excusó.

—No te preocupes. Me salvaste la vida, te pasas el día pendiente de mi recuperación y todavía no sé tu nombre —dije, tratando de normalizar la escena para ganar tiempo.

—Creí habértelo dicho el día que nos conocimos en el aeropuerto. Me llamo Gyentse.

—Ahora lo recuerdo. Te llamas como la ciudad —se me ocurrió decir mientras tragaba un breve ahogo fruto del susto que aún tenía.

—Eso mismo, en la carretera que une el paso fronterizo de Nepal con Lhasa. Supongo que aún pasará un tiempo antes de que pueda visitarla. Pero al menos tengo trabajo de sobra para ir haciendo aquí.

—Ya… —me limité a decir.

—¿Qué tal te encuentras?

—Un poco aturdido, pero bien.

Me observó durante unos segundos sin decir nada.

—A lo largo de tu proceso de curación —me explicó— nos sorprendió que, a pesar de que percibíamos en ti unas respuestas muy especiales a nuestros armónicos vocales, había una parte de tu ser que no lográbamos traspasar. Y no estoy hablando de alguno de los órganos que resultaron afectados por la bomba. Me refiero a algo más íntimo…

—No estoy en mi mejor momento.

—Nosotros te hemos curado el cuerpo, pero sólo tú puedes sanar tu espíritu.

Aquellas palabras, pronunciadas con su voz más grave, retumbaron a lo largo del corredor.

—Quizá no tenga bastante con una sola vida para sanarlo —dije.

—Se trata de tender hacia el estado óptimo, con eso basta —me aclaró el lama—. Te recomiendo que no midas el tiempo en vidas, ni en años o días. Mídelo en acciones. Los budistas no consideramos que exista un alma inmutable como la de los cristianos, ni que nuestra sustancia vaya saltando de un cuerpo a otro como si se cambiara de traje. No salimos de una vida para entrar en otra. Son todo fases de la evolución creciente de tu sabiduría y de tu compasión unida a la del resto del mundo. Los tibetanos creemos que todos los seres estamos abocados a vagar por una rueda de sufrimiento que llamamos
samsara
. Se trata de un estado permanente de confusión que va evolucionando con nosotros y que, dependiendo de nuestras acciones buenas o malas, se proyecta en nuevas formas, o incluso en nuevos cuerpos.

—Te prometo que trataré de recordarlo. Es bueno pensar que uno mismo puede cambiar el futuro.

—Exactamente. Es como esos astrólogos —continuó, a la vez que señalaba a los tres monjes que continuaban dedicados a sus labores en el suelo de la estancia—. Cuando los tibetanos consultamos a un astrólogo no esperamos influencias enviadas de forma unilateral desde lejanos planetas, cuyos efectos deberíamos aceptar con resignación. Sólo aspiramos a leer aspectos de nuestro propio karma, de nuestras acciones pasadas y presentes y su incidencia en el futuro, ya que cuanta más información conozcamos de antemano, mejor podremos modificar actitudes y conductas que podrían resultar dañinas para nosotros mismos o para los demás.

—Me prometí a mí mismo que trataría de cambiar el destino al que últimamente creía estar abocado. —Pensé una vez más en las palabras de Martha junto a mi lecho—. La verdad es que también se lo he prometido a alguien más.

Uno de los monjes arrojó sobre el pergamino unos dados con números en sus caras y logró captar nuestra atención. Los contempló, recolocó algunos de ellos sobre los círculos del dibujo y volvió a repetir la tirada con el resto, hasta que todos encontraron su sitio definido en el colorido esquema de budas y planetas.

—Sigues pensando que estamos en tu contra —dijo Gyentse de repente, dando un vuelco a la conversación.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo sabes. A lo que decía la carta de Malcolm que llevabas contigo. Estás convencido de que todos los del gobierno en el exilio seríamos capaces de cerrar los ojos ante el asesinato de nuestro querido Lobsang Singay con tal de no enfrentarnos a la Fe Roja.

—Aún no lo sé.

—Es probable que en nuestro gobierno haya personas capaces de actuar así. Al fin y al cabo todos nosotros, ya seamos monjes, lamas o ministros, somos humanos y tenemos debilidades humanas. Y sin duda ha sido bueno que Malcolm nos haya prevenido. Así podremos adoptar las medidas oportunas.

—Me alegro de saberlo. Pero dime, ¿qué hacías por aquí a esta hora? —le pregunté sin tapujos.

—Venía a buscarte. Querías estar presente en la autopsia, ¿no es así?

—¿Ya?

—Aquí la jornada comienza temprano. ¿Puedes andar sin dolor? Está un poco lejos.

—Estoy bien —mentí.

Todavía sentía pinchazos en las rodillas y en el cuello cuando trataba de forzar algunos movimientos.

—Vamos entonces.

—¿Es necesario que lleve las cartas de recomendación que me preparó el delegado de la Unión Europea?

—Todos saben que estás legitimado —contestó.

Salimos de la lamasería y nos internamos en las callejuelas de la ciudad en dirección a la clínica.

Capítulo 13

Era la primera vez que recorría las calles de Dharamsala. Siempre la había imaginado como una verdadera capital. En el exilio, pero capital. Y no lo parecía. Inspiraba la inocencia de las aldeas, a veces incluso ingenuidad. La residencia del Dalai Lama no estaba construida para impresionar al pueblo, aun cuando los fieles la calificasen de palacio. Exhalaba una austeridad impuesta que justificaba la perspectiva budista más allá del tiempo, más allá del mundo; pero que también sugería alguna mirada furtiva al pasado, cuando ese mismo Dalai niño contemplaba a sus súbditos con un telescopio desde la terraza del Potala, a doscientos metros de altura sobre las calles de Lhasa. Entonces, ese mismo Dalai niño no podía relacionarse con nadie. No como ahora, que llegaba al corazón de reyes y plebeyos tan sólo con la roja austeridad de su capital y de su túnica.

Antes de lo que había previsto llegamos a la clínica. La entrada estaba copada por un gran número de monjes que charlaban en grupos.

—Como ves, todo se está haciendo con la mayor transparencia. No tienes de qué preocuparte —afirmó Gyentse, sin duda refiriéndose una vez más al contenido de la carta escrita por Malcolm.

Atravesamos un pasillo y entramos en el laboratorio alicatado con pequeñas baldosas blancas. El forense y su ayudante también parecían saber que mi presencia allí estaba justificada. Me saludaron y continuaron preparando el instrumental sin inmutarse. El ayudante me acercó un bote con una crema para ponerme bajo la nariz. Nunca había presenciado una autopsia, pensaba que me impresionaría más el hecho de encontrarme frente a un cadáver. Quizá el aturdimiento que todavía arrastraba debido a mi estado ayudaba a sobrellevarlo. Era extraño ver a Singay inerte sobre la mesa, cristalizado, gris, el mismo que llegó a Boston en su máximo esplendor para enseñar cómo vivir en la muerte.

—En este momento —dijo Gyentse, apoyando un hombro en la pared—, mientras la conciencia de Lobsang Singay vaga esperando un nuevo destino, toda su vida parece haber durado un segundo: su ingreso en la lamasería con tan sólo cuatro años, la huida del Tíbet, sus estudios avanzados, los años en el exilio… Y hoy, tras lo que dura un chasquido de los dedos, su cuerpo tendido en esta mesa. Podría contarte mil historias.

—¿Por qué sabes tanto de él?

—Eres tú quien sabe poco de mí —sonrió—. En realidad yo también soy médico, si puede decirse que lo sea por el mero hecho de haber cursado los estudios. Nunca he ejercido. El día que salí de la facultad se me llamó para trabajar en los despachos. Ahora ya no me permitirían ni tomar el pulso.

—¿Estudiaste con Singay?

—Él era maestro de maestros en la facultad. No tenía clases asignadas, pero siempre aparecía en el momento justo. Era maravilloso escucharle.

Alguien se adentró en la sala sin llamar y miró al cadáver.

—La vida y la muerte, siempre unidas en su cíclica melodía —dijo. Era el propio Kalon Tripa, acompañado de otro ministro—. No interrumpáis vuestro trabajo. Yo me acomodo en este rincón —siguió diciendo—. Me alegro de que estés bien, Jacobo. Me han tenido puntualmente informado.

Asentí. Gyentse inclinó la cabeza y el Kalon Tripa le respondió haciendo lo mismo. A partir de entonces sólo se escuchó la voz del forense, quien relató cada uno de sus movimientos desde que introdujo en el mango del bisturí una hoja fina brillante.

—Como ven, utilizaremos el método Virchow —comenzó diciendo mientras hacía una incisión de arriba abajo en cuerpo.

Apartó hacia los lados la musculatura, tras cortar los tejidos con tajos certeros.

—Ahora seccionaré las costillas con el
costotomo

Manipuló con fuerza la tijera que respondía a ese nombre hasta que sonó un chasquido seco.

—Y ya podemos desinsertar las clavículas para extraer la parrilla costal.

Todas las vísceras quedaron al aire. Sentí una náusea repentina y tuve que taparme la boca para no vomitar.

El forense palpó meticulosamente los pulmones, el corazón, el hígado, y removió con cuidado la masa intestinal. Después fue sacando cada uno de aquellos órganos por separado. Los pesaba en una balanza mientras el ayudante apuntaba las medidas en una pizarrita.

—Dame hilo de sutura —le pidió al ayudante—. Antes de extraer el estómago haremos dos lazos. Uno en la zona inferior del esófago y otro en la primera porción del duodeno. Así no saldrá el contenido.

Tras realizar aquella labor lo depositó en la mesa. Lo diseccionó y se dedicó a examinarlo durante unos minutos. Finalmente levantó la cabeza y se retiró la mascarilla.

—Aquí lo tienen —dijo.

El Kalon Tripa se dirigió sin vacilar hacia la mesa del forense. Yo me separé de Gyentse y también me planté frente al estómago abierto.

—Miren estas marcas oscuras que destacan sobre el color sonrosado del resto.

Casi llegó a introducir su dedo al señalar las secuelas.

—Es posible que los americanos hayan utilizado el Complucad para embalsamarle —le comentó a su ayudante.

—¿Qué quieren decir? —intervine.

—La acción de ese producto realza el color sonrosado que el cianuro deja en el organismo.

—¿Cianuro? —exclamé.

—No hay duda. Y aún está más claro tras ver esas lesiones cáusticas. —Volvió a palpar las marcas oscuras—. Es evidente que se trata del mismo veneno que, según la documentación remitida por la INTERPOL, hallaron en el vaso encontrado en la habitación de su hotel. Ahora podemos afirmar oficialmente que el envenenamiento fue la causa de la muerte de Lobsang Singay.

Al escuchar esas palabras sentí un vago impulso de alegrarme, ya que al fin y al cabo confirmaban nuestras suposiciones. Pero al instante me di cuenta de que la ratificación del asesinato era la peor noticia que podíamos haber recibido.

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