El guardián entre el centeno (3 page)

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Authors: J.D. Salinger

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BOOK: El guardián entre el centeno
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—Verá, señor, no se preocupe por mí —le dije—. De verdad. Ya verá como todo se me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tenemos nuestras malas rachas, ¿no?

—No sé, muchacho. No sé.

Me revienta que me contesten cosas así.

—Ya lo verá —le dije—. De verdad, señor. Por favor, no se preocupe por mí.

Le puse la mano en el hombro.

—¿De acuerdo? —le dije.

—¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer…

—Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que pasar por el gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias.

Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible.

—Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe.

—Adiós, muchacho.

Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó algo, pero no le oí muy bien. Creo que dijo «buena suerte». Ojalá me equivoque. Ojalá. Yo nunca le diré a nadie «buena suerte». Si lo piensa uno bien, suena horrible.

Capítulo 3

Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio.

En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a esa ala de la residencia. Cuando se celebró el primer partido del año, vino al colegio en un enorme Cadillac y todos tuvimos que ponernos en pie en los graderíos y recibirle con una gran ovación. A la mañana siguiente nos echó un discurso en la capilla que duró unas diez horas. Empezó contando como cincuenta chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos lo campechanote que era. Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, nunca se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos rezar siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor! Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de mí, Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nadie se atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hubiera enterado de nada, pero el director, que estaba sentado a su lado, se quedó pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni nada! En aquel momento se calló, pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el paraninfo para una sesión de estudio obligatoria y vino a echarnos un discurso. Nos dijo que el responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno de asistir a Pencey. Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro mientras Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les decía, vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva.

Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spencer porque todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, habían encendido la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta y la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra que me había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de caza roja, de esas que tienen una visera muy grande. La vi en el escaparate de una tienda de deportes al salir del metro, justo después de perder los floretes, y me la compré. Me costó sólo un dólar. Así que me la puse y le di la vuelta para que la visera quedara por la parte de atrás. Una horterada, lo reconozco, pero me gustaba así. La verdad es que me sentaba la mar de bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté en mi sillón. Había dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de cuarto, Ward Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo el mundo se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos.

Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por error. Se habían equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuve de vuelta en mi habitación. Era
Memorias de África
, de Isak Dinesen. Creí que sería un plomo, pero no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, pero leo muchísimo. Mi autor preferido es D. B. y luego Ring Lardner. Mi hermano me regaló un libro de Lardner el día de mi cumpleaños, poco antes de que saliera para Pencey. Tenía unas cuantas obras de teatro muy divertidas, completamente absurdas, y una historia de un guardia de la porra que se enamora de una chica muy mona a la que siempre está poniendo multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no puede casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente y se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como
El regreso del emigrante
y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de ésos. Por ejemplo, no me importaría nada llamar a Isak Dinesen, ni tampoco a Ring Lardner, sólo que D. B. me ha dicho que ya ha muerto. Luego hay otro tipo de libros como
La condición humana
, de Somerset Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno, pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista suya, Eustacia Vye, me encanta.

Pero, volviendo a lo que les iba diciendo, me puse mi gorra nueva y me senté a leer
Memorias de África
. Ya lo había terminado, pero quería releer algunas partes. No habría leído más de tres páginas cuando oí salir a alguien de la ducha. No tuve necesidad de mirar para saber de quién se trataba. Era Robert Ackley, el tío de la habitación de al lado. En esa residencia había entre cada dos habitaciones una ducha que comunicaba directamente con ellas, y Ackley se colaba en mi cuarto unas ochenta y cinco veces al día. Era probablemente el único de todo el dormitorio, excluido yo, que no había ido al partido. Apenas iba a ningún sitio. Era un tipo muy raro. Estaba en el último curso y había estudiado ya cuatro años enteros en Pencey, pero todo el mundo seguía llamándole Ackley. Ni Herb Gale, su compañero de cuarto, le llamaba nunca Bob o Ack. Si alguna vez llega a casarse, estoy seguro de que su mujer le llamará también Ackley. Era un tío de esos muy altos (medía como seis pies y cuatro pulgadas), con los hombros un poco caídos y una dentadura horrenda. En todo el tiempo que fuimos vecinos de habitación, no le vi lavarse los dientes ni una sola vez. Los tenía feísimos, como mohosos, y cuando se le veía en el comedor con la boca llena de puré de patata o de guisantes o algo así, daba gana de devolver. Además tenía un montón de granos, no sólo en la frente o en la barbilla como la mayoría de los chicos, sino por toda la cara. Para colmo tenía un carácter horrible. Era un tipo bastante atravesado. Vamos, que no me caía muy bien.

Le sentí en el borde de la ducha, justo detrás de mi sillón. Miraba a ver si estaba Stradlater. Le odiaba a muerte y nunca entraba en el cuarto si él andaba por allí. La verdad es que odiaba a muerte a casi todo el mundo.

Bajó del borde de la ducha y entró en mi habitación.

—Hola —dijo. Siempre lo decía como si estuviera muy aburrido o muy cansado. No quería que uno pensara que venía a hacerle una visita o algo así. Quería que uno creyera que venía por equivocación. Tenía gracia.

—Hola —le dije sin levantar la vista del libro. Con un tío como Ackley uno estaba perdido si levantaba la vista de lo que leía. La verdad es que estaba perdido de todos modos, pero si no se le miraba enseguida, al menos se retrasaba un poco la cosa.

Empezó a pasearse por el cuarto muy despacio como hacía siempre, tocando todo lo que había encima del escritorio y de la cómoda. Siempre te cogía las cosas más personales que tuvieras para fisgonearlas. ¡Jo! A veces le ponía a uno nervioso.

—¿Cómo fue el encuentro de esgrima? —me dijo. Quería obligarme a que dejara de leer y de estar a gusto. Lo de la esgrima le importaba un rábano—. ¿Ganamos o qué?

—No ganó nadie —le dije sin levantar la vista del libro.

—¿Qué? —dijo. Siempre le hacía a uno repetir las cosas.

—Que no ganó nadie.

Le miré de reojo para ver qué había cogido de mi cómoda. Estaba mirando la foto de una chica con la que solía salir yo en Nueva York, Sally Hayes. Debía haber visto ya esa fotografía como cinco mil veces. Y, para colmo, cuando la dejaba, nunca volvía a ponerla en su sitio. Lo hacía a propósito. Se le notaba.

—¿Que no ganó nadie? —dijo—. ¿Y cómo es eso?

—Me olvidé los floretes en el metro —contesté sin mirarle.

—¿En el metro? ¡No me digas! ¿Quieres decir que los perdiste?

—Nos metimos en la línea que no era. Tuve que ir mirando todo el tiempo un plano que había en la pared.

Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz.

—Oye —le dije—, desde que has entrado he leído la misma frase veinte veces.

Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no.

—¿Crees que te obligarán a pagarlos? —dijo.

—No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poquito, Ackley, tesoro? Me estás tapando la luz.

No le gustaba que le llamara «tesoro». Siempre me estaba diciendo que yo era un crío porque tenía dieciséis y él dieciocho.

Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye llover. Al final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para que tardara mucho más en hacerlo.

—¿Qué demonios estás leyendo? —dijo.

—Un libro.

Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título.

—¿Es bueno? —dijo.

—Esta frase que estoy leyendo es formidable.

Cuando me pongo puedo ser bastante sarcástico, pero él ni se enteró. Empezó a pasearse otra vez por toda la habitación manoseando todas mis cosas y las de Stradlater. Al fin dejé el libro en el suelo. Con un tío como Ackley no había forma de leer. Era imposible.

Me repantigué todo lo que pude en el sillón y le miré pasearse por la habitación como Pedro por su casa. Estaba cansado del viaje a Nueva York y empecé a bostezar. Luego me puse a hacer el ganso. A veces me da por ahí para no aburrirme. Me corrí la visera hacia delante y me la eché sobre los ojos. No veía nada.

—Creo que me estoy quedando ciego —dije con una voz muy ronca—. Mamita, ¿por qué está tan oscuro aquí?

—Estás como una cabra, te lo aseguro —dijo Ackley.

—Mami, dame la mano. ¿Por qué no me das la mano?

—¡Mira que eres pesado! ¿Cuándo vas a crecer de una vez?

Empecé a tantear el aire con las manos como un ciego pero sin levantarme del sillón y sin dejar de decir:

—Mamita, ¿por qué no me das la mano?

Estaba haciendo el indio, claro. A veces lo paso bárbaro con eso. Además sabía que a Ackley le sacaba de quicio. Tiene la particularidad de despertar en mí todo el sadismo que llevo dentro y con él me ponía sádico muchas veces. Al final me cansé. Me eché otra vez hacia atrás la visera y dejé de hacer el payaso.

—¿De quién es esto? —dijo Ackley. Había cogido la venda de la rodilla de Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por tocar era capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije que era de Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo que dejarla sobre la cama.

Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sentaba en el asiento, siempre en los brazos.

—¿Dónde te has comprado esa gorra?

—En Nueva York.

—¿Cuánto?

—Un dólar.

—Te han timado.

Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba haciendo lo mismo. En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohosos y las orejas más negras que un demonio, pero en cambio se pasaba el día entero limpiándose las uñas. Supongo que con eso se consideraba un tío aseadísimo. Mientras se las limpiaba echó un vistazo a mi gorra.

—Allá en el Norte llevamos gorras de esas para cazar ciervos —dijo—. Ésa es una gorra para la caza del ciervo.

—Que te lo has creído —me la quité y la miré con un ojo medio guiñado, como si estuviera afinando la puntería—. Es una gorra para cazar gente —le dije—. Yo me la pongo para matar gente.

—¿Saben ya tus padres que te han echado?

—No.

—Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater?

—En el partido. Ha ido con una chica.

Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aquella habitación hacía un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey una de dos, o te helabas o te achicharrabas.

—¡El gran Stradlater! —dijo Ackley—. Oye, déjame tus tijeras un segundo, ¿quieres? ¿Las tienes a mano?

—No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario.

—Déjamelas un segundo, ¿quieres? —dijo Ackley—. Quiero cortarme un padrastro.

Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alto del armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momento en que abrí la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de tenis de Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hizo un daño horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No paró de reírse todo el tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese tipo de cosas como que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le hacían desternillarse de risa.

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