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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (6 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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—¿Y qué? —le contesté más frío que un témpano.

—¿Cómo que y qué? Te dije que describieras un cuarto o algo así.

—Dijiste que no importaba con tal que fuera descripción. ¿Qué más da que sea sobre un guante de béisbol?

—¡Maldita sea! —estaba negro el tío. Furiosísimo—. Todo tienes que hacerlo al revés —me miró—. No me extraña que te echen de aquí. Nunca haces nada a derechas. Nada.

—Muy bien. Entonces devuélvemela —le dije. Se la arranqué de la mano y la rompí.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo.

Ni siquiera le contesté. Eché los trozos de papel a la papelera, y luego me tumbé en la cama. Los dos guardamos silencio un buen rato. Él se desnudó hasta quedarse en calzoncillos y yo encendí un cigarrillo. Estaba prohibido fumar en la residencia, pero a veces lo hacíamos cuando todos estaban dormidos o en sus casas y nadie podía oler el humo. Además lo hice a propósito para molestar a Stradlater. Le sacaba de quicio que alguien hiciera algo contra el reglamento. Él jamás fumaba en la habitación. Sólo yo.

Seguía sin decir una palabra sobre Jane, así que al final le pregunté:

—¿Cómo es que vuelves a esta hora si ella sólo había pedido permiso hasta las nueve y media? ¿La hiciste llegar tarde?

Estaba sentado al borde de su cama cortándose las uñas de los pies.

—Sólo un par de minutos —dijo—. ¿A quién se le ocurre pedir permiso hasta esa hora un sábado por la noche?

¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba!

—¿Fuisteis a Nueva York? —le dije.

—¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a ir a Nueva York si sólo teníamos hasta las nueve y media?

—Mala suerte —me miró.

—Oye, si no tienes más remedio que fumar, ¿te importaría hacerlo en los lavabos? Tú te largas de aquí, pero yo me quedo hasta que me gradúe.

No le hice caso. Seguí fumando como una chimenea. Me di la vuelta, me quedé apoyado sobre un codo y le miré mientras se cortaba las uñas. ¡Menudo colegio! Adonde uno mirase, siempre veía a un tío o cortándose las uñas o reventándose granos.

—¿Le diste recuerdos míos?

—Sí.

El muy cabrón mentía como un cosaco.

—¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás?

—No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la noche jugando a las damas, ¿no?

No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba!

—Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis?

No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horrorosa. ¡Qué nervioso estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo.

Estaba acabando de cortarse las uñas de los pies. Se levantó de la cama en calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó a mi cama y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro.

—¡Deja ya de hacer el indio! —le dije—. ¿Adónde la has llevado?

—A ninguna parte. No bajamos del coche.

Volvió a darme otro puñetazo en el hombro.

—¡Venga, no jorobes! —le dije—. ¿Del coche de quién?

—De Ed Banky.

Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradlater porque era el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando quería. Estaba prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, pero esos cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todos los colegios donde he estado pasaba lo mismo.

Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de dientes en la mano y se lo metió en la boca.

—¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? —¡cómo me temblaba la voz!

—¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón?

—Eso es lo que hiciste, ¿no?

—Secreto profesional, amigo.

No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerdo es que salté de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que quise pegar con todas mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo en la garganta. Sólo que fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la sien. Probablemente le hice daño, pero no tanto como quería. Podría haberle hecho mucho más, pero le pegué con la derecha y con esa mano no puedo cerrar muy bien el puño por lo de aquella fractura de que les hablé.

Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbado en el suelo y tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me había puesto de rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me sujetaba las muñecas para que no pudiera pegarle. Le habría matado.

—¿Qué te ha dado? —repetía una y otra vez con la cara cada vez más colorada.

—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije casi gritando—. ¡Quítate de encima, cabrón!

No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gritaba hijoputa como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo que le dije después, pero fue algo así como que creía que podía tirarse a todas las tías que le diera la gana y que no le importaba que una chica dejara todas las damas en la última fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro que le llamara «tarado». No sé por qué, pero a todos los tarados les revienta que se lo digan.

—¡Cállate, Holden! —me gritó con la cara como la grana—. Te lo aviso. ¡Si no te callas, te parto la cara!

Estaba hecho una fiera.

—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije.

—Si lo hago, ¿te callarás?

No le contesté.

—Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? —repitió.

—Sí.

Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque me lo había aplastado con las rodillas.

—¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! —le dije.

Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara.

—¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te callas te voy a…

—¿Por qué tengo que callarme? —le dije casi a gritos—. Eso es lo malo que tenéis todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada. Por eso se os reconoce enseguida. No podéis hablar normalmente de…

Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuevo en el suelo. No sé si llegó a dejarme k.o. o no. Creo que no. Me parece que eso sólo pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cuando abrí los ojos lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo.

—¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? —me dijo.

Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturado el cráneo cuando me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!

—¡Tú te lo has buscado, qué leches!

¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío!

—Ve a lavarte la cara, ¿quieres? —me dijo.

Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupidez, lo reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le dije que camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que era la mujer del portero y tenía sesenta y cinco años.

Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la puerta y alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me puse a buscar mi gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la encontré. Estaba debajo de la cama. Me la puse con la visera para atrás como a mí me gustaba, y me fui a mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sangre por toda la boca, por la barbilla y hasta por el batín y el pijama. En parte me asustó y en parte me fascinó. Me daba un aspecto de duro de película impresionante. Sólo he tenido dos peleas en mi vida y las he perdido las dos. La verdad es que de duro no tengo mucho. Si quieren que les diga la verdad, soy pacifista.

Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto, así que crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué estaba haciendo. No solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tufillo raro por lo descuidado que era en eso del aseo personal.

Capítulo 7

Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz. Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.

—Ackley —le pregunté—. ¿Estás despierto?

—Sí.

Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo. Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba miedo verle así en medio de aquella oscuridad.

—¿Qué haces?

—¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleabais?

—¿Dónde está la llave de la luz? —tanteé la pared con la mano.

—¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.

Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el resplandor no le hiciera daño a los ojos.

—¡Qué barbaridad! —dijo—. ¿Qué te ha pasado?

Se refería a la sangre.

—Me peleé con Stradlater —le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas—. Oye —le dije—, ¿jugamos un poco a la canasta? —era un adicto a la canasta.

—Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.

—Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?

—¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?

—No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.

—¿Y te parece pronto? —dijo Ackley—. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a media noche. ¿Quieres decirme que os pasaba?

—Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien, Ackley —le dije.

Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater comparado con él era un verdadero genio.

—Oye —le dije—, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a volver hasta mañana, ¿no?

Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su casa todos los fines de semana.

—¡Yo qué sé cuándo piensa volver! —contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me sentó aquello!

—¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve antes del domingo por la noche.

—Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el que se presente aquí por las buenas.

Aquello era el colmo. Sin moverme de donde estaba, le di unas palmaditas en el hombro.

—Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?

—No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que…

—Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan —le dije. Y era verdad—. ¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayaré del susto.

—Pues la verdad es que no tengo. Oye, ¿por qué os habéis peleado?

No le contesté. Me levanté y me acerqué a la ventana. De pronto sentía una soledad espantosa. Casi me entraron ganas de estar muerto.

—Venga, dime, ¿por qué os peleabais? —me preguntó por centésima vez. ¡Qué rollazo era el tío!

—Por ti —le dije.

—¿Por mí? ¡No fastidies!

—Sí. Salí en defensa de tu honor. Stradlater dijo que tenías un carácter horroroso y yo no podía consentir que dijera eso.

El asunto le interesó muchísimo.

—¿De verdad? ¡No me digas! ¿Ha sido por eso?

Le dije que era una broma y me tumbé en la cama de Ely. ¡Jo! ¡Estaba hecho polvo! En mi vida me había sentido tan solo.

—En esta habitación apesta —le dije—. Hasta aquí llega el olor de tus calcetines. ¿Es que no los mandas nunca a la lavandería?

—Si no te gusta cómo huele, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Ackley. Era la mar de ingenioso—. ¿Y si apagaras la luz?

No le hice caso. Seguía tumbado en la cama de Ely pensando en Jane. Me volvía loco imaginármela con Stradlater en el coche de ese cretino de Ed Banky aparcado en alguna parte. Cada vez que lo pensaba me entraban ganas de tirarme por la ventana. Claro, ustedes no conocen a Stradlater, pero yo sí le conocía. Los chicos de Pencey —Ackley por ejemplo— se pasaban el día hablando de que se habían acostado con tal o cual chica, pero Stradlater era uno de los pocos que lo hacía de verdad. Yo conocía por lo menos a dos que él se había cepillado. En serio.

—Cuéntame la fascinante historia de tu vida, Ackley, tesoro.

—¿Por qué no apagas la luz? Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa.

Me levanté y la apagué para ver si con eso se callaba. Luego volví a tumbarme.

—¿Qué vas a hacer? ¿Dormir en la cama de Ely?

¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión!

—Puede que sí, puede que no. Tú no te preocupes.

—No, si no me preocupo. Sólo que si aparece Ely y se encuentra a un tío acostado en…

—Tranquilo. No tengas miedo que no voy a dormir aquí. No quiero abusar de tu exquisita hospitalidad.

A los dos minutos Ackley roncaba como un energúmeno. Yo seguía acostado en medio de la oscuridad tratando de no pensar en Jane, ni en Stradlater, ni en el puñetero coche de Ed Banky. Pero era casi imposible. Lo malo es que me sabía de memoria la técnica de mi compañero de cuarto, y eso empeoraba mucho la cosa. Una vez salí con él y con dos chicas. Fuimos en coche. Stradlater iba detrás y yo delante. ¡Vaya escuela que tenía! Empezó por largarle a su pareja un rollo larguísimo en una voz muy baja y así como muy sincera, como si además de ser muy guapo fuera muy buena persona, un tío de lo más íntegro. Sólo oírle daban ganas de vomitar. La chica no hacía más que decir: «No, por favor. Por favor, no. Por favor…». Pero Stradlater siguió dale que te pego con esa voz de Abraham Lincoln que sacaba el muy cabrón, y al final se hizo un silencio espantoso. No sabía uno ni adónde mirar. Creo que aquella noche no llegó a tirarse a la chica, pero por poco. Por poquísimo.

Mientras seguía allí tumbado tratando de no pensar, oí a Stradlater que volvía de los lavabos y entraba en nuestra habitación. Le oí guardar los trastos de aseo y abrir la ventana. Tenía una manía horrorosa con eso del aire fresco. Al poco rato apagó la luz. Ni se molestó en averiguar qué había sido de mí.

Hasta la calle estaba deprimente. Ya no se oía pasar ningún coche ni nada. Me sentí tan triste y tan solo que de pronto me entraron ganas de despertar a Ackley.

—Oye, Ackley —le dije en voz muy baja para que Stradlater no me oyera a través de las cortinas de la ducha. Pero Ackley siguió durmiendo.

—¡Oye, Ackley!

Nada. Dormía como un tronco.

—¡Eh! ¡Ackley!

Aquella vez sí me oyó.

—¿Qué te pasa ahora? ¿No ves que estoy durmiendo?

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