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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (7 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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—Oye, ¿qué hay que hacer para entrar en un monasterio? —se me acababa de ocurrir la idea de hacerme monje—. ¿Hay que ser católico y todo eso?

—¡Claro que hay que ser católico! ¡Cabrón! ¿Y me despiertas para preguntarme esa estupidez?

—Vuélvete a dormir. De todas formas acabo de decidir que no quiero ir a ningún monasterio. Con la suerte que tengo iría a dar con los monjes más hijoputas de todo el país. Por lo menos con los más estúpidos…

Cuando me oyó decir eso, Ackley se sentó en la cama de un salto.

—¡Óyeme bien! —me dijo—. No me importa lo que digas de mí ni de nadie. Pero si te metes con mi religión te juro que…

—No te sulfures —le dije—. Nadie se mete con tu religión.

Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta. En el camino me paré, le cogí una mano, y le di un fuerte apretón. Él la retiró de un golpe.

—¿Qué te ha dado ahora? —me dijo.

—Nada. Sólo quería darte las gracias por ser un tío tan fenomenal. Eres todo corazón. ¿Lo sabes, verdad, Ackley, tesoro?

—¡Imbécil! Un día te vas a encontrar con…

No me molesté en esperar a oír el final de la frase. Cerré la puerta y salí al pasillo. Todos estaban durmiendo o en sus casas, y aquel corredor estaba de lo más solitario y deprimente.

Junto a la puerta del cuarto de Leahy y de Hoffman había una caja vacía de pasta dentífrica y fui dándole patadas hasta las escaleras con las zapatillas forradas de piel que llevaba puestas. Iba a bajar para ver qué hacía Mal Brossard, pero de pronto cambié de idea. Decidí irme de Pencey aquella misma noche sin esperar hasta el miércoles. Me iría a un hotel de Nueva York, un hotel barato, y me dedicaría a pasarlo bien un par de días. Luego, el miércoles, me presentaría en casa descansado y de buen humor. Suponía que mis padres no recibirían la carta de Thurmer con la noticia de mi expulsión hasta el martes o el miércoles, y no quería llegar antes de que la hubieran leído y digerido. No quería estar delante cuando la recibieran. Mi madre con esas cosas se pone totalmente histérica. Luego, una vez que se ha hecho a la idea, se le pasa un poco. Además, necesitaba unas vacaciones. Tenía los nervios hechos polvo. De verdad.

Así que decidí hacer eso. Volví a mi cuarto, encendí la luz y empecé a recoger mis cosas. Tenía una maleta casi hecha. Stradlater ni siquiera se despertó. Encendí un cigarrillo, me vestí, bajé las dos maletas que tenía, y me puse a guardar lo que me quedaba por recoger. Acabé en dos minutos. Para todo eso soy la mar de rápido.

Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los patines que no eran; yo le había pedido de carreras y ella me los había mandado de hockey, pero aun así me dio lástima. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.

Cuando cerré las maletas me puse a contar el dinero que tenía. No me acordaba exactamente de cuánto era, pero debía ser bastante. Mi abuela acababa de mandarme un fajo de billetes. La pobre está ya bastante ida —tiene más años que un camello— y me manda dinero para mi cumpleaños como cuatro veces al año. Aunque la verdad es que tenía bastante, decidí que no me vendrían mal unos cuantos dólares más. Nunca se sabe lo que puede pasar. Así que me fui a ver a Frederick Woodruff, el tío a quien había prestado la máquina de escribir, y le pregunté cuánto me daría por ella. El tal Frederick tenía más dinero que pesaba. Me dijo que no sabía, que la verdad era que no le interesaba mucho la máquina, pero al final me la compró. Había costado noventa dólares y no quiso darme más de veinte. Estaba furioso porque le había despertado.

Cuando me iba, ya con maletas y todo, me paré un momento junto a las escaleras y miré hacia el pasillo. Estaba a punto de llorar. No sabía por qué. Me calé la gorra de caza roja con la visera echada hacia atrás, y grité a pleno pulmón: «¡Que durmáis bien, tarados!» Apuesto a que desperté hasta al último cabrón del piso. Luego me fui. Algún imbécil había ido tirando cáscaras de cacahuetes por todas las escaleras y no me rompí una pierna de milagro.

Capítulo 8

Como era ya muy tarde para llamar a un taxi, decidí ir andando hasta la estación. No estaba muy lejos, pero hacía un frío de mil demonios y las maletas me iban chocando contra las piernas todo el rato. Aun así daba gusto respirar ese aire tan limpio. Lo único malo era que con el frío empezó a dolerme la nariz y también el labio de arriba por dentro, justo en el lugar en que Stradlater me había pegado un puñetazo. Me había clavado un diente en la carne y me dolía muchísimo. La gorra que me había comprado tenía orejeras, así que me las bajé sin importarme el aspecto que pudiera darme ni nada. De todos modos las calles estaban desiertas. Todo el mundo dormía a pierna suelta.

Por suerte cuando llegué a la estación sólo tuve que esperar como diez minutos. Mientras llegaba el tren cogí un poco de nieve del suelo y me lavé con ella la cara. Aún tenía bastante sangre.

Por lo general me gusta mucho ir en tren por la noche, cuando va todo encendido por dentro y las ventanillas parecen muy negras, y pasan por el pasillo esos hombres que van vendiendo café, bocadillos y periódicos. Yo suelo comprarme un bocadillo de jamón y algo para leer. No sé por qué, pero en el tren y de noche soy capaz hasta de tragarme sin vomitar una de esas novelas idiotas que publican las revistas. Ya saben, esas que tienen por protagonista un tío muy cursi, de mentón muy masculino, que siempre se llama David, y una tía de la misma calaña que se llama Linda o Marcia y que se pasa el día encendiéndole la pipa al David de marras. Hasta eso puedo tragarme cuando voy en tren por la noche. Pero esa vez no sé qué me pasaba que no tenía ganas de leer, y me quedé allí sentado sin hacer nada. Todo lo que hice fue quitarme la gorra y metérmela en el bolsillo.

Cuando llegamos a Trenton, subió al tren una señora y se sentó a mi lado. El vagón iba prácticamente vacío porque era ya muy tarde, pero ella se sentó al lado mío porque llevaba una bolsa muy grande y yo iba en el primer asiento. No se le ocurrió más que plantar la bolsa en medio del pasillo, donde el revisor y todos los pasajeros pudieran tropezar con ella. Llevaba en el abrigo un prendido de orquídeas como si volviera de una fiesta. Debía tener como cuarenta o cuarenta y cinco años y era muy guapa. Me encantan las mujeres. De verdad. No es que esté obsesionado por el sexo, aunque claro que me gusta todo eso. Lo que quiero decir es que las mujeres me hacen muchísima gracia. Siempre van y plantan sus cosas justo en medio del pasillo.

Pero, como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto me dijo:

—Perdona, pero eso, ¿no es una etiqueta de Pencey? —iba mirando las maletas que había colocado en la red.

—Sí —le dije. Y era verdad. En una de las maletas llevaba una etiqueta del colegio. Una gilipollez, lo reconozco.

—¿Eres alumno de Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siempre un teléfono a mano.

—Sí —le dije.

—¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow y estudia en Pencey.

—Sí, claro que le conozco. Está en mi clase.

Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado jamás por el colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que era.

—¡Cuánto me alegro! —dijo la señora, pero sin cursilería ni nada. Al contrario, muy simpática—. Le diré a Ernest que nos hemos conocido. ¿Cómo te llamas?

—Rudolph Schmidt —le dije. No tenía ninguna gana de contarle la historia de mi vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.

—¿Te gusta Pencey? —me preguntó.

—¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor que la mayoría de los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos.

—A Ernest le encanta.

—Ya lo sé —le dije. De pronto me dio por meterle cuentos—. Pero es que Ernest se hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacidad de adaptación.

—¿Tú crees? —me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima en el asunto.

—¿Ernest? Desde luego —le dije. La miré mientras se quitaba los guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocos pedruscos!

—Acabo de romperme una uña al bajar del taxi —me dijo mientras me miraba sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría de la gente, o nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible—. A su padre y a mí nos preocupa mucho —dijo—. A veces nos parece que no es muy sociable.

—No la entiendo…

—Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado fácil hacer amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio para su edad.

¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una tabla de retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta sabía qué clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunca se sabe. Están todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. Estaba la mar de bien la señora.

—¿Quiere un cigarrillo? —le pregunté.

Miró a su alrededor.

—Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph —me dijo.

¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!

—No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos —le dije.

Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspiraba el humo, claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujeres de su edad. La verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de
sex-appeal
.

Me miró con una expresión rara.

—Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz —dijo de pronto.

Asentí y saqué el pañuelo. Le dije:

—Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas.

No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero habría tardado muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho que me llamaba Rudolph Schmidt.

—Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey, ¿lo sabía?

—No. No lo sabía.

Afirmé:

—A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy especial. Bastante raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? Por ejemplo, cuando le conocí le tomé por un
snob
. Pero no lo es. Es sólo que tiene un carácter bastante original y cuesta llegar a conocerle bien.

La señora Morrow no dijo nada. Pero ¡jo! ¡Había que verla! La tenía pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten lo maravilloso que es su hijo.

Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.

—¿Le ha contado lo de las elecciones? —le pregunté—. ¿Las elecciones que tuvimos en la clase?

Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.

—Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el único tío que podía hacerse cargo de la situación —le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estaba metiendo!—. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se negó en redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso —la miré—. ¿Se lo ha contado?

—No. No me ha dicho nada.

—¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido. Debería ayudarle a salir de su cascarón.

En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida. Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo. Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas cosas.

—¿Le gustaría tomar una copa? —le pregunté. Me apetecía tomar algo—. Podemos ir al vagón restaurante.

—¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? —me preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para dárselas de superior.

—Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto —le dije—, y porque tengo mucho pelo gris.

Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.

—Vamos, la invito. ¿No quiere? —le dije. La verdad es que me habría gustado mucho que aceptara.

—Creo que no. Muchas gracias de todos modos —me dijo—. Además el restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?

Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome:

—Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia —no lo preguntaba por fisgonear, estoy seguro.

—No, en casa están todos bien —le dije—. Yo soy quien está enfermo. Tienen que operarme.

—¡Cuánto lo siento! —dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.

—Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.

—¡Oh, no! —se llevó una mano a la boca y todo.

—No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.

Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas.

Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un
Vogue
que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts, pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi abuela. Ésa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de Morrow. Por muy desesperado que estuviera.

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