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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (5 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos bucles.

—Voy a bajar a decirle hola.

—Anda sí, ve. Bajaré dentro de un momento.

Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.

—Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo. Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban por la radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.

—¿Sí? —dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el sexo, le encantaba al muy hijoputa.

—Ha tenido una infancia terrible. De verdad.

Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.

—¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! —no podía dejar de pensar en ella—. Tengo que bajar a saludarla.

—¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? —dijo Stradlater.

Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda empañada.

—En este momento no tengo ganas —le dije. Y era verdad. Hay que estar en vena para esas cosas—. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera jurado.

Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.

—¿Le ha gustado el partido? —dije.

—Sí. Supongo que sí. No lo sé.

—¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?

—Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.

Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando todas sus marranadas en el neceser.

—Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?

—Bueno —dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría. Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.

—Oye —le dije—, no le digas que me han echado, ¿eh?

—Bueno.

Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en el fondo era porque le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de gallo.

—No me la estires por todas partes —le dije. Sólo me la había puesto dos veces.

—No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?

—Están en el escritorio —le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía nada—. Debajo de la bufanda.

Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De
mi
chaqueta.

Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.

—Oye, ¿adónde vais a ir? ¿Lo sabes ya? —le pregunté.

—No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido permiso más que hasta las nueve y media.

No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:

—Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.

—Desde luego —dijo Stradlater.

No había forma de hacerle enfadar. Se lo tenía demasiado creído.

—Ahora en serio. Escríbeme esa composición —dijo.

Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.

—No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima descripción, ¿eh?

No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:

—Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.

—Bueno —dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a preguntar—. ¡Que te diviertas! —dijo. Y luego salió dando un portazo.

Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.

De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.

Capítulo 5

Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey. Lo consideraban una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la cabeza a que lo hacían porque como el domingo era día de visita, Thurmer pensaba que todas las madres preguntarían a sus hijos qué habían cenado la noche anterior y el niño contestaría: «Un filete». ¡Menudo timo! Había que ver el tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde meterle mano. Para acompañarlo, nos daban un puré de patata lleno de grumos y, de postre, un bizcocho negruzco que sólo se comían los de la elemental, que a los pobres lo mismo les daba, y tipos como Ackley que se zampaban lo que les echaran.

Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue muy bonito. Habían caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevando a manta. Estaba todo precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otros y a hacer el indio como locos. Fue un poco cosa de críos, pero nos divertimos muchísimo.

Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Mal Brossard que estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en autobús a Agerstown a comer una hamburguesa y ver alguna porquería de película. Ninguno de los dos tenía ninguna gana de pasarse la noche mano sobre mano. Le pregunté a Mal si le importaba que viniera Ackley con nosotros. Se me ocurrió decírselo porque Ackley nunca hacía nada los sábados por la noche. Se quedaba en su habitación a reventarse granos. Mal dijo que no le importaba, pero que tampoco le volvía loco la idea. La verdad es que Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos le grité a Ackley que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó perfectamente a través de las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de esos tíos que tardan una hora en contestar. Al final vino y me preguntó con quién iba. Les juro que si un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca, antes de dejarse salvar preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal Brossard.

—Ese cabrón… Bueno. Espera un segundo.

Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tardó en arreglarse como cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la abrí e hice una bola de nieve directamente con las manos, sin guantes ni nada. La nieve estaba perfecta para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que había aparcado al otro lado de la calle, pero al final me arrepentí. Daba pena con lo blanco y limpio que estaba. Luego pensé en tirarla a una boca de agua de esas que usan los bomberos, pero también estaba muy bonita tan nevada. Al final no la tiré. Cerré la ventana y me puse a pasear por la habitación apelmazando la bola entre las manos. Todavía la llevaba cuando subimos al autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije que no pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca se cree nada.

Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella noche, así que nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco a la máquina de las bolitas, y volvimos a Pencey en el autobús. No me importó nada no ir al cine. Ponían una comedia de Cary Grant, de esas que son un rollazo. Además no me gustaba ir al cine con Brossard ni con Ackley. Los dos se reían como hienas de cosas que no tenían ninguna gracia. No había quién lo aguantara.

Cuando volvimos al colegio eran las nueve menos cuarto. Brossard era un maniático del bridge y empezó a buscar a alguien con quien jugar por toda la residencia. Ackley, para variar, aparcó en mi habitación, sólo que esta vez en lugar de sentarse en el sillón de Stradlater se tiró en mi cama y el muy marrano hundió la cara en mi almohada. Luego empezó a hablar con una voz de lo más monótona y a reventarse todos sus granos. Le eché con mil indirectas, pero el tío no se largaba. Siguió, dale que te pego, hablando de esa chica con la que decía que se había acostado durante el verano. Me lo había contado ya cien veces, y cada vez de un modo distinto. Una te decía que se la había tirado en el Buick de su primo, y a la siguiente que en un muelle. Naturalmente todo era puro cuento. Era el tío más virgen que he conocido. Hasta dudo que hubiera metido mano a ninguna. Al final le dije por las buenas que tenía que escribir una composición para Stradlater y que a ver si se iba para que pudiera concentrarme un poco. Por fin se largó, pero al cabo de remolonear horas y horas. Cuando se fue me puse el pijama, la bata y la gorra de caza y me senté a escribir la composición.

Lo malo es que no podía acordarme de ninguna habitación ni de ninguna casa como me había dicho Stradlater. Pero como de todas formas no me gusta escribir sobre cuartos ni edificios ni nada de eso, lo que hice fue describir el guante de béisbol de mi hermano Allie, que era un tema estupendo para una redacción. De verdad. Era un guante para la mano izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie está muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946 mientras pasábamos el verano en Maine. Les hubiera gustado conocerle. Tenía dos años menos que yo y era cincuenta veces más inteligente. Era enormemente inteligente. Sus profesores escribían continuamente a mi madre para decirle que era un placer tener en su clase a un niño como mi hermano. Y no lo decían porque sí. Lo decían de verdad. Pero no era sólo el más listo de la familia. Era también el mejor en muchos otros aspectos. Nunca se enfadaba con nadie. Dicen que los pelirrojos tienen mal genio, pero Allie era una excepción, y eso que tenía el pelo más rojo que nadie. Les contaré un caso para que se hagan una idea. Empecé a jugar al golf cuando tenía sólo diez años. Recuerdo una vez, el verano en que cumplí los doce años, que estaba jugando y de repente tuve el presentimiento de que si me volvía vería a Allie. Me volví y allí estaba mi hermano, montado en su bicicleta, al otro lado de la cerca que rodeaba el campo de golf. Estaba nada menos que a unas ciento cincuenta yardas de distancia, pero le vi claramente. Tan rojo tenía el pelo. ¡Dios, qué buen chico era! A veces en la mesa se ponía a pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba para caerse de la silla. Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en llevarme a un psiquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del garaje. Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí en el garaje y rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me dio. Hasta quise romper las ventanillas del coche que teníamos aquel verano, pero me había roto la mano y no pude hacerlo. Pensarán que fue una estupidez pero es que no me daba cuenta de lo que hacía y además ustedes no conocían a Allie. Todavía me duele la mano algunas veces cuando llueve y no puedo cerrar muy bien el puño, pero no me importa mucho porque no pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a ninguna de esas cosas.

Pero, como les decía, escribí la redacción sobre el guante de béisbol de Allie. Daba la casualidad de que lo tenía en la maleta así que copié directamente los poemas que tenía escritos. Sólo que cambié el nombre de Allie para que nadie se diera cuenta de que era mi hermano y pensaran que era el de Stradlater. No me gustó mucho usar el guante para una composición, pero no se me ocurría otra cosa. Además, como tema me gustaba. Tardé como una hora porque tuve que utilizar la máquina de escribir de Stradlater, que se atascaba continuamente. La mía se la había prestado a un tío del mismo pasillo.

Cuando acabé eran como las diez y media. Como no estaba cansado, me puse a mirar por la ventana. Había dejado de nevar, pero de vez en cuando se oía el motor de un coche que no acababa de arrancar. También se oía roncar a Ackley. Los ronquidos pasaban a través de las cortinas de la ducha. Tenía sinusitis y no podía respirar muy bien cuando dormía. Lo que es el tío tenía de todo: sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas uñas espantosas. El muy cabrón daba hasta un poco de lástima.

Capítulo 6

Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño. Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si ustedes hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido con él en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo. No tenía el menor escrúpulo. De verdad.

El pasillo tenía piso de linóleum y se oían perfectamente las pisadas acercándose a la habitación. Ni siquiera sé dónde estaba sentado cuando entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que no me acuerdo.

Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo:

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de cadáveres.

Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a molestarme yo en explicárselo. Empezó a desnudarse. No dijo nada de Jane. Ni una palabra. Yo sólo le miraba. Todo lo que hizo fue darme las gracias por haberle prestado la chaqueta de pata de gallo. La colgó en una percha y la metió en el armario.

Luego, mientras se quitaba la corbata, me preguntó si había escrito la redacción. Le dije que la tenía encima de la cama. La cogió y se puso a leerla mientras se desabrochaba la camisa. Ahí se quedó, leyéndola, mientras se acariciaba el pecho y el estómago con una expresión de estupidez supina en la cara. Siempre estaba acariciándose el pecho y la cara. Se quería con locura, el tío. De pronto dijo:

—Pero ¿a quién se le ocurre, Holden? ¡Has escrito sobre un guante de béisbol!

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