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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (2 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para no parecer maleducado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando llamé, me miró.

—¿Quién es? —gritó—. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!

Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.

En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el
Atlantic Monthly
, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo.

—Buenas tardes, señor —le dije—. Me han dado su recado. Muchas gracias.

Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él antes del comienzo de las vacaciones.

—No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.

—Siéntate ahí, muchacho —dijo Spencer.

Se refería a la cama. Me senté.

—¿Cómo está de la gripe?

—Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico —dijo Spencer.

Le hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo:

—¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del partido.

—Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el equipo de esgrima —le dije.

¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por ponerse serio. Me lo estaba temiendo.

—Así que nos dejas, ¿eh?

—Sí, señor, eso parece.

Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un vejete que ya no distinguía el culo de las témporas.

—¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una conversación.

—Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.

—Y, ¿qué te dijo?

—Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se puso como una fiera ni nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo eso… Ya sabe.

—La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego.

—Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.

De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada.

—¿Ha escrito ya el señor Thurmer a tus padres? —me preguntó Spencer.

—Me dijo que iba a escribirles el lunes.

—¿Te has comunicado ya con ellos?

—No, señor, aún no me he comunicado con ellos porque, seguramente, les veré el miércoles por la noche cuando vuelva a casa.

—Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia?

—Pues… se enfadarán bastante —le dije—. Se enfadarán. He ido ya como a cuatro colegios.

Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza.

—¡Jo! —dije luego. También digo «¡jo!» muchas veces. En parte porque tengo un vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y actúo como si fuera más joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. Ahora tengo diecisiete y, a veces, parece que tuviera trece, lo cual es bastante irónico porque mido seis pies y dos pulgadas y tengo un montón de canas. De verdad. Todo un lado de la cabeza, el derecho, lo tengo lleno de millones de pelos grises. Desde pequeño. Y aun así hago cosas de crío de doce años. Lo dice todo el mundo, especialmente mi padre, y en parte es verdad, aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las cosas tienen que ser verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también es un rollo que le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta como corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, pero de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada.

Spencer empezó a mover otra vez la cabeza. Empezó también a meterse el dedo en la nariz. Hacía como si sólo se la estuviera rascando, pero la verdad es que se metía el dedazo hasta los sesos. Supongo que pensaba que no importaba porque al fin y al cabo estaba solo conmigo en la habitación. Y no es que me molestara mucho, pero tienen que reconocer que da bastante asco ver a un tío hurgándose las napias.

Luego dijo:

—Tuve el placer de conocer a tus padres hace unas semanas, cuando vinieron a ver al señor Thurmer. Son encantadores.

—Sí. Son buena gente.

«Encantadores». Ésa sí que es una palabra que no aguanto. Suena tan falsa que me dan ganas de vomitar cada vez que la oigo.

De pronto pareció como si Spencer fuera a decir algo muy importante, una frase lapidaria aguda como un estilete. Se arrellanó en el asiento y se removió un poco. Pero fue una falsa alarma. Todo lo que hizo fue coger el
Atlantic Monthly
que tenía sobre las rodillas y tirarlo encima de la cama. Erró el tiro. Estaba sólo a dos pulgadas de distancia, pero falló. Me levanté, lo recogí del suelo y lo puse sobre la cama. De pronto me entraron unas ganas horrorosas de salir de allí pitando. Sentía que se me venía encima un sermón y no es que la idea en sí me molestara, pero me sentía incapaz de aguantar una filípica, oler a Vicks Vaporub, y ver a Spencer con su pijama y su batín todo al mismo tiempo. De verdad que era superior a mis fuerzas.

Pero, tal como me lo estaba temiendo, empezó.

—¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó. Y para su modo de ser lo dijo con bastante mala leche—. ¿Cuántas asignaturas llevas este semestre?

—Cinco, señor.

—Cinco. Y, ¿en cuántas te han suspendido?

—En cuatro.

Removí un poco el trasero en el asiento. En mi vida había visto cama más dura.

—En Lengua y Literatura me han aprobado —le dije—, porque todo eso de
Beowulf
y
Lord Randal, mi hijo
, lo había dado ya en el otro colegio. La verdad es que para esa clase no he tenido que estudiar casi nada. Sólo escribir una composición de vez en cuando.

Ni me escuchaba. Nunca escuchaba cuando uno le hablaba.

—Te he suspendido en historia sencillamente porque no sabes una palabra.

—Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si lo sé! No ha sido culpa suya.

—Ni una sola palabra —repitió.

Eso sí que me pone negro. Que alguien te diga una cosa dos veces cuando tú ya la has admitido a la primera. Pues aún lo dijo otra vez:

—Ni una sola palabra. Dudo que hayas abierto el libro en todo el semestre. ¿Lo has abierto? Dime la verdad, muchacho.

—Verá, le eché una ojeada un par de veces —le dije.

No quería herirle. Le volvía loco la historia.

—Conque lo ojeaste, ¿eh? —dijo, y con un tono de lo más sarcástico—. Tu examen está ahí, sobre la cómoda. Encima de ese montón. Tráemelo, por favor.

Aquello sí que era una puñalada trapera, pero me levanté a cogerlo y se lo llevé. No tenía otro remedio. Luego volví a sentarme en aquella cama de cemento. ¡Jo! ¡No saben lo arrepentido que estaba de haber ido a despedirme de él!

Manoseaba el examen con verdadero asco, como si fuera una plasta de vaca o algo así.

—Estudiamos los egipcios desde el cuatro de noviembre hasta el dos de diciembre —dijo—. Fue el tema que tú elegiste. ¿Quieres oír lo que dice aquí?

—No, señor. La verdad es que no —le dije.

Pero lo leyó de todos modos. No hay quien pare a un profesor cuando se empeña en una cosa. Lo hacen por encima de todo.

—«Los egipcios fueron una antigua raza caucásica que habitó una de las regiones del norte de África. África, como todos sabemos, es el continente mayor del hemisferio oriental».

Tuve que quedarme allí sentado escuchando todas aquellas idioteces. Me la jugó buena el tío.

—«Los egipcios revisten hoy especial interés para nosotros por diversas razones. La ciencia moderna no ha podido aún descubrir cuál era el ingrediente secreto con que envolvían a sus muertos para que la cara no se les pudriera durante innumerables siglos. Ese interesante misterio continúa acaparando el interés de la ciencia moderna del siglo XX».

Dejó de leer. Yo sentía que empezaba a odiarle vagamente.

—Tu ensayo, por llamarlo de alguna manera, acaba ahí —dijo en un tono de lo más desagradable. Parecía mentira que un vejete así pudiera ponerse tan sarcástico—. Por lo menos, te molestaste en escribir una nota a pie de página.

—Ya lo sé —le dije. Y lo dije muy deprisa para ver si le paraba antes de que se pusiera a leer aquello en voz alta. Pero a ése ya no había quien le frenara. Se había disparado.

—«Estimado señor Spencer» —leyó en voz alta—. «Esto es todo lo que sé sobre los egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho por ellos aunque sus clases han sido muy interesantes. No le importe suspenderme porque de todos modos van a catearme en todo menos en lengua. Respetuosamente, Holden Caulfield».

Dejó de leer y me miró como si acabara de ganarme en una partida de ping-pong o algo así. Creo que no le perdonaré nunca que me leyera aquellas gilipolleces en voz alta. Yo no se las habría leído si las hubiera escrito él, palabra. Para empezar, sólo le había escrito aquella nota para que no le diera pena suspenderme.

—¿Crees que he sido injusto contigo, muchacho? —dijo.

—No, señor, claro que no —le contesté. ¡A ver si dejaba ya de llamarme «muchacho» todo el tiempo!

Cuando acabó con mi examen quiso tirarlo también sobre la cama. Sólo que, naturalmente, tampoco acertó. Otra vez tuve que levantarme para recogerlo del suelo y ponerlo encima del
Atlantic Monthly
. Es un aburrimiento tener que hacer lo mismo cada dos minutos.

—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —me dijo—. Dímelo sinceramente, muchacho.

La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, así que me puse a hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, que en su lugar habría hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta de lo difícil que es ser profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siempre.

Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adónde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.

Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupideces y al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, pero cuando se habla con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pero de pronto me interrumpió. Siempre le estaba interrumpiendo a uno.

—¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho saberlo. Mucho.

—¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? —le dije. Hubiera dado cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama nada agradable.

—Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Colegio Whooton y en Elkton Hills.

Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bastante mala intención.

—En Elkton Hills no tuve ningún problema —le dije—. No me suspendieron ni nada de eso. Me fui porque quise… más o menos.

—Y, ¿puedo saber por qué quisiste?

—¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y muy complicada.

No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modos no lo habría entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver cómo trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una madre era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un traje de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa, les echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos media hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills.

Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.

—¿Qué? —le dije.

—¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?

—Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado.

—¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?

—Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa —medité unos momentos—. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.

—Te preocupará —dijo Spencer—. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.

No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.

—Supongo que sí —le dije.

—Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.

Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en campos opuestos. Eso es todo.

—Ya lo sé, señor —le dije—. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. De verdad.

Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez minutos más aunque me hubiera ido la vida en ello!

—Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger mis cosas. De verdad.

Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión muy seria. De pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más rato por eso de que estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada vez que echaba una cosa sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste que le dejaba al descubierto todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vaporub en toda la habitación.

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