En el corazón de París, Pierre Arthens, el crítico de gastronomía más célebre del mundo, está a punto de morir. Admirado por algunos y odiado por muchos, Monsieur Arthens lleva años decidiendo el destino de los chefs más prestigiosos, destruyendo y construyendo reputaciones a su antojo. Ahora, en sus últimas horas de vida, su pensamiento se posa sobre algo mucho más sencillo: busca desesperadamente un sabor único, el sabor que un día le hizo feliz. Empieza así un viaje en el que Monsieur Arthens se pasea por los entresijos de su memoria gustativa, se sumerge en los paraísos de la infancia y rememora todo tipo de delicias culinarias. Junto a la voz del propio Arthens escuchamos la de aquellos que han vivido junto a él: familiares, vecinos, amantes, protegidos… e incluso su gato.
Muriel Barbery
Rapsodia Gourmet
ePUB v1.1
Mística14.09.11
A Stéphane, sin quien...
Cuando tomaba posesión de la mesa, lo hacía cual monarca. Éramos los reyes, los soles de esas horas de festín que decidirían su porvenir, que dibujarían el horizonte, trágicamente cercano o deliciosamente lejano y radiante, de sus esperanzas como chefs. Penetraba en la sala como entra el cónsul en la arena para ser aclamado, y ordenaba que diera inicio la fiesta. Quien no ha sentido nunca el embriagador perfume del poder no puede imaginar la repentina oleada de adrenalina que irradia todo el cuerpo, desencadena la armonía de los gestos y borra todo cansancio, toda realidad que no se someta a los designios del placer, ese éxtasis del poderío sin freno, cuando ya no hay que combatir sino sólo gozar de lo que se ha conquistado, saboreando hasta el infinito la ebriedad de suscitar temor.
Así éramos y así reinábamos como amos y señores de las más grandes mesas de Francia, ahítos de la excelencia de los manjares, de nuestra propia gloria y del deseo nunca aplacado —siempre tan excitante como la primera pista de un perro de caza— de tener la última palabra sobre dicha excelencia.
Soy el crítico gastronómico más importante del mundo. Conmigo este arte menor se ha izado al rango de los más prestigiosos. En todos los rincones del mundo se conoce mi nombre, de París a Río de Janeiro, de Moscú a Brazzaville, de Saigón a Melbourne y Acapulco. He hecho y deshecho reputaciones, he sido, de todos estos ágapes suntuosos, amo consciente e implacable, dispersando la sal o la miel de mi pluma a los cuatro vientos, en diarios, programas y todas las tribunas donde se me invitaba a discurrir sobre aquello que, hasta entonces, quedaba reservado a la intimidad de las revistas especializadas o a la intermitencia de crónicas semanales.
Para la eternidad, he expuesto en mi vitrina algunas de las piezas más prestigiosas del arte culinario. A mí, y sólo a mí, se debe la gloria, seguida del declive, de la casa Partais, el derrumbe de la casa Sangerre y el fulgor cada vez más incandescente de la casa Marquet. Para la eternidad, sí, para la eternidad, he hecho de ellas lo que son.
He capturado la eternidad en la columna vertebral de mis palabras, y mañana moriré. Moriré dentro de cuarenta y ocho horas —a menos que lleve sesenta y ocho años muriéndome y sólo hoy haya dignado darme cuenta. Sea como fuere, la sentencia de Chabrot, médico y amigo, se abatió ayer sobre mí: «Amigo, te quedan cuarenta y ocho horas.» ¡Qué ironía! Tras decenios de grandes comilonas, de ríos de vino y alcoholes de toda índole, tras una vida entera bañándome en la mantequilla, la crema, la salsa, la fritura y el exceso sin tregua, sabiamente orquestado y minuciosamente mimado, mis lugartenientes más fieles, su excelencia el Hígado y su acólito el Estómago, gozan de excelente salud, pero quien entrega las armas es el corazón. Muero de insuficiencia cardiaca. ¡Qué ironía y qué amargura también! Yo que tanto he reprochado a los demás que no pusieran corazón en su cocina, en su arte, nunca pensé que a mí pudiera faltarme, que el corazón pudiera traicionarme de tan brutal manera, con un desdén apenas disimulado; cuán rápido se ha afilado la cuchilla de mi guillotina...
Voy a morir, pero no tiene importancia. Desde ayer, desde que hablara Chabrot, tan sólo una cosa importa. Voy a morir, y no acierto a recordar un sabor que albergo en lo más hondo de mi ser. Sé que ese sabor es la verdad primera y última de toda mi vida, que encierra en sí la llave de un corazón al que he amordazado desde entonces. Sé que es un sabor de infancia, o de adolescencia, un manjar originario y maravilloso, anterior a toda vocación crítica, a todo deseo y a toda pretensión de expresar mi placer por la mesa. Un sabor olvidado, oculto en lo más profundo de mí mismo y que se revela, en el ocaso de mi vida, como la única verdad que en ella se haya dicho —o hecho. Me devano los sesos, pero no doy con ello.
¿Y qué más? ¿Es que no les basta con que todos los días que nos da Dios limpie el barro que dejan sus zapatos de ricos, aspire el polvo de su deambular de ricos, escuche sus conversaciones y sus desvelos de ricos, dé de comer a sus perritos y a sus gatitos, riegue sus plantas, suene los mocos de sus retoños, reciba sus aguinaldos —el único momento en que ya no presumen de ricos—, huela sus perfumes, abra la puerta a sus amigos, reparta su correo, lleno de los extractos bancarios de sus cuentas de ricos, sus rentas de ricos y sus números rojos de ricos, haga un esfuerzo por devolverles las sonrisas y, por último, viva en su finca de ricos, yo, la portera, la insignificante, esa cosa tras el cristal de su chiscón a quien se saluda deprisa y corriendo para que haya armonía, porque es molesto ver a esa vieja escondida en su agujero oscuro, sin lámpara de araña de fino cristal, sin zapatitos de charol y sin abrigo de pelo de camello, es molesto pero tranquilizador a la vez, como una encarnación de la diferencia social que justifica la superioridad de su clase, el contraste que exalta su munificencia, el valedor que realza su elegancia? —No, no debe de bastarles porque, además de todo eso, además de llevar día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, pero, sobre todo, y es lo peor, año tras año, esta vida de reclusa inoportuna, además ¿tendría que comprender sus penas de ricos?
Si quieren noticias del Maaaestro, que llamen a su puerta, no te digo.
Hasta donde mi memoria alcanza, siempre me ha gustado comer. No sabría decir con precisión cuáles fueron mis primeros éxtasis gastronómicos, pero la identidad de mi primera cocinera predilecta, mi abuela, no deja subsistir mucha duda al respecto. El menú de los festejos se componía de carne en salsa, bien acompañada de patatas que se bañaban en dicha salsa, y pan abundante para rebañar. Nunca supe después si era mi infancia o los guisos lo que no alcanzaba a revivir, pero el caso es que, como en la mesa de mi abuela, jamás volví a saborear con tanta avidez —oxímoron este del que soy especialista— patatas empapadas en salsa, cuales exquisitas esponjitas. ¿Será acaso ésa la sensación olvidada que aflora en mí? ¿Bastaría acaso con pedirle a Anna que dejara marinar unos tubérculos en el jugo de un gallo al vino tinto, plato tan típicamente burgués? Ay de mí, de sobra sé que no.
De sobra sé que lo que persigo siempre ha escapado a mi facundia, a mi memoria y a mi reflexión. Guisos prodigiosos, extraordinarios pollos a la cazadora, maravillosos gallos al vino, ragoûts pasmosos, sois, qué duda cabe, compañeros de mi infancia carnívora y empapada en salsas. Os venero, amables ollas con efluvios de caza, pero no sois lo que ahora tanto persigo.
Más tarde, pese a esos amores antiguos y nunca traicionados, mis gustos se adentraron por otros parajes culinarios, y al amor por el ragoût vino a superponerse, con el placer adicional que provoca la certeza del propio eclecticismo, la llamada apremiante de los sabores austeros. La fineza de la caricia del primer sushi en el paladar ya no tiene secretos para mí; y bendigo el día en que descubrí en la lengua la textura, aterciopelada, embriagadora y casi erótica, de la ostra que sigue a un pedacito de pan con mantequilla salada. He analizado a fondo con tanto detalle y brío su delicadeza mágica que ese bocado divino se ha convertido para todos en un acto religioso. Entre esos dos extremos, entre la riqueza cálida del guiso y el esbozo cristalino de la valva, he recorrido el espectro entero del arte culinario; cual esteta enciclopédico, he sido siempre un adelantado en mi saber —pero me he dejado el corazón en el camino.
Oigo a Paul y a Anna hablar en voz baja en el pasillo. Entorno los párpados.
Mi mirada se topa, como de costumbre, con el arco perfecto de una escultura de Fanjol, regalo de Anna por mi sesenta cumpleaños, ocasión que se me antoja ahora tan lejana. Paul entra en la habitación sin hacer ruido. De todos mis sobrinos es el único al que quiero y aprecio, el único cuya presencia acepto en las horas postreras de mi vida y al que, como a mi esposa, confío, antes de que ya no acierte a pronunciar palabra, la razón de mi desasosiego. —¿Un plato? ¿Un postre? —me pregunta Anna con la voz anegada en llanto.
No soporto verla así. Amo a mi esposa, como siempre he amado los objetos hermosos de mi vida. Así es. Como potentado he vivido, y como potentado he de morir, no soy un sentimental ni tengo el más mínimo remordimiento por haber acumulado los bienes de esta manera, ni conquistado las almas y a los seres como quien adquiere un cuadro caro. Las obras de arte tienen alma. Quizá porque sé que no se pueden reducir a una simple vida mineral, a los elementos sin vida que las componen, nunca me he avergonzado lo más mínimo de considerar a Anna la más hermosa de todas, ella que, durante cuarenta años, ha alegrado con su belleza cincelada y su ternura digna las estancias de mi reino.
No me gusta verla llorar. En el umbral de la muerte, siento que espera algo, que sufre por este final inminente que se perfila en el horizonte de las próximas horas, y que teme que yo también desaparezca en la misma nada de comunicación que cultivamos desde que nos casamos —la misma pero esta vez definitiva, sin remedio, sin la esperanza, sin la coartada de que mañana será, tal vez, otro día. Sé que piensa o siente todo ello pero me trae sin cuidado. No tenemos nada que decirnos, y deberá aceptarlo como yo lo he decidido. Sólo quisiera que lo comprendiera, para aplacar su sufrimiento y, sobre todo, mi incomodidad.
Ahora ya nada tiene importancia; salvo este sabor que persigo en el limbo de mi memoria y que, furioso por una traición de la que ni siquiera conservo recuerdo, obstinadamente se me resiste y me rehuye.
Recuerdo unas vacaciones en Grecia, de niños, en Tinos, esa horrible isla quemada y descarnada que odié nada más verla, en cuanto pisé tierra firme tras abandonar el puente del barco y dejar atrás los vientos adriáticos.
Un grueso gato gris y blanco saltó a la terraza y, desde allí, hasta la pequeña tapia que separaba nuestra casa de aquélla, invisible, del vecino. Un grueso gato: para lo que se estilaba en el país, era impresionante. En los alrededores abundaban animales famélicos que apenas sujetaban la cabeza y cuyos andares agotados me partían el corazón. Éste sin embargo parecía haber comprendido desde muy pronto la ley de la supervivencia: había vencido el obstáculo de la terraza, se había aventurado hasta la puerta del comedor, la había franqueado con audacia y, sin el menor atisbo de vergüenza, se había abalanzado con ímpetu justiciero sobre el pollo asado que reinaba sobre la mesa. Nos lo encontramos instalado, tan campante, ante nuestras viandas, con un aire apenas asustado, lo justo para engatusarnos y así ganar tiempo y, de una dentellada rápida y experta, arrancar un ala y escabullirse ronroneando por la cristalera, con su botín entre los bigotes, para gran alborozo nuestro, los niños.