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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (20 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Un tranvía estaba a punto de arrancar y tuve que correr para alcanzarlo. Oí los pasos de otra persona que corría detrás de mí. Logré subir, y el que me seguía, también. Le reconocí inmediatamente. Era el hombre que me había pasado cuando se me desató el zapato. Y, de pronto, me di cuenta de por qué me era conocido su semblante. Era el hombrecillo de descomunal nariz con quien tropezara la noche anterior al salir de la estación.

La coincidencia resultaba demasiado sorprendente. ¿Sería posible que el hombre aquel me estuviese siguiendo? Resolví ponerlo a prueba tan pronto como me fuera posible. Toqué el timbre y me apeé en la parada siguiente. El hombre no se apeó. Me oculté en las sombras de la puerta de un establecimiento y vigilé. Le vi saltar del tranvía en la parada siguiente y retroceder hacia donde yo me encontraba.

La cosa estaba bastante clara. Sí, me seguía. Había cantado victoria demasiado pronto. La ventaja obtenida sobre Pagett adquirió un aspecto distinto. Paré el tranvía siguiente y, como había esperado, el hombre subió a él también. Me puse a reflexionar en serio.

No cabía la menor duda de que había tropezado con algo mucho más serio de lo que había supuesto. El asesinato cometido en la casa de Marlow no era un incidente aislado cometido por un individuo solitario. Tenía que habérmelas con una cuadrilla. Y, gracias a las revelaciones que el coronel Race le hiciera a Susana y la conversación que yo misma había sorprendido en la casa de Muizenberg, empezaba a comprender algunas de sus múltiples actividades. ¡Crimen sistemático, organizado por un hombre a quien sus secuaces llaman «El Coronel»!

Recordé algunas de las cosas que había oído decir a bordo relacionadas con la huelga en el Rand y sus causas, y la creencia de que una organización secreta trabajaba fomentando la agitación. Aquello era obra del «Coronel». Sus emisarios trabajaban de acuerdo con un plan trazado. Siempre había oído decir que él nunca tomaba parte en tales planes, limitándose a organizar y dirigir. Él era el cerebro. Jamás hacía el trabajo peligroso. No obstante, podía muy bien ser que se hallara en escena, dirigiéndolo todo desde una posición aparentemente impecable.

Tal, pues, era el significado de la presencia del coronel Race a bordo del
Castillo de Kilmorden
. Seguía las huellas al archicriminal. Todo parecía confirmar semejante posición. Seguramente era un alto personaje dentro del Servicio Secreto, y de su incumbencia serla echar el guante al «Coronel».

Moví la cabeza afirmativamente. Las cosas empezaban a parecerme claras. ¿Y qué de mi parte en el asunto? ¿Qué pintaba yo en él? ¿Buscaban tan sólo los diamantes? Sacudí la cabeza negativamente. Por muy grande que fuera el valor de los diamantes, éste no justificaba los desesperados esfuerzos que se habían hecho por quitarme del paso. No; yo representaba algo más que eso. De alguna manera por mí desconocida, yo resultaba un peligro... una amenaza. Algo que yo sabía o que ellos creían que sabía, los impulsaba a quitarme del paso a todo trance. Y mis supuestos conocimientos estaban relacionados de alguna manera con los diamantes. Una persona había capaz de revelarme la verdad si se le antojaba hacerlo. Estaba segura de ello. El «Hombre del traje color castaño», Enrique Rayburn. Él conocía la otra mitad de la historia. Pero había desaparecido en las sombras. Era un fugitivo de la justicia. Con toda seguridad, él y yo no volveríamos ya a encontrarnos jamás...

Me obligué a volver bruscamente a la realidad inmediata. Era inútil pensar sentimentalmente en Enrique Rayburn. Había dado muestras de tenerme una gran antipatía desde el primer momento. O, por lo menos... ¡Vaya! ¡Ya volvía a ponerme a soñar! El verdadero problema era saber qué hacer ahora.

Yo, que me vanagloriaba de vigilar, me había convertido en vigilada. ¡Y tenía miedo! Por primera vez empecé a perder la serenidad. Yo era el grano de arena que impedía que funcionara bien la enorme máquina. Y me imaginaba que la enorme máquina sabría deshacerse sin dificultad de todos los granos de arena. Enrique Rayburn me había salvado una vez. Yo misma me había salvado otra. Pero tuve el presentimiento, de pronto, de que todas las probabilidades estaban en contra mía. Mis enemigos se hallaban todos a mi alrededor en todas direcciones. Y estaban estrechando el cerco. Si continuaba trabajando sola, estaba perdida.

Me rehice mediante un esfuerzo. Después de todo, ¿qué podían hacer? Me hallaba en una ciudad civilizada, con guardias estacionados a cada pocos metros. Iría con ojo avizor en adelante. No volvería a dejarme pillar en una trampa como en Muizenberg.

Cuando llegué a este punto de mis meditaciones, el tranvía llegó a Adderley Street. Me apeé. No habiendo llegado aún a una decisión, eché a andar lentamente por la acera izquierda de la calle. Entré en el establecimiento de Cartwright y pedí dos refrescos de café para templarme los nervios. Supongo que un hombre hubiese pedido una copa de whisky o coñac. Pero nosotras las muchachas encontramos mayor aliciente y consuelo en refrescos: Sorbí el refresco con una paja y con avidez. El líquido fresco se deslizó por mi garganta agradablemente. Aparté el primer vaso después de vaciarlo.

Me hallaba sentada en uno de los altos taburetes del mostrador. Por el rabillo del ojo vi al que me seguía entrar y tomar asiento a una mesita junto a la puerta. Terminé el segundo refresco de café y pedí uno de plátano. Soy capaz de beberme una cantidad ilimitada de refrescos helados.

De pronto, el hombre sentado junto a la puerta se puso en pie y salió. Aquello me sorprendió. Si su intención era aguardar fuera, ¿por qué no hacerlo desde un principio? Bajé del taburete y me acerqué cautelosamente a la puerta. Retrocedí con precipitación para no ser vista. El hombre estaba hablando con Guy Pagett.

Si alguna vez hubiese tenido dudas, aquello las hubiera disipado todas. Pagett había sacado el reloj y lo estaba consultando. Hablaron unas palabras y luego el secretario echó a andar calle abajo en dirección a la estación. Era evidente que había dado órdenes, pero, ¿qué órdenes?

De pronto me dio un vuelco el corazón. El hombre que me había seguido, salió al centro de la calle y habló con un guardia durante un buen rato, gesticulando y agitando el brazo en dirección al establecimiento en que me hallaba. Comprendí su plan inmediatamente. Si tenía la intención de hacerme detener, acusándome de algo, de carterista, quizá. Poco trabajo le costaba a la cuadrilla hacer una cosa así. ¿De qué me serviría protestar de mí inocencia? Se habrían encargado todos los detalles. Años antes habían acusado a Enrique Rayburn de haber robado a De Beers y él no había podido demostrar que la acusación fuera falsa, aunque yo tenía la convicción de que Rayburn no había robado nada. ¿Cómo iba yo a defenderme de la trampa que era capaz de idear el «Coronel»?

Alcé la mirada y contemplé el reloj casi maquinalmente y comprendí en seguida el otro aspecto del caso. Comprendí por qué había estado Pagett consultando el reloj. Eran casi las once y a las once en punto el tren correo salía de Rhodesia llevándose a las personas de influencia que hubieran podido acudir en mi auxilio. Estaba bien claro el motivo de mi inmunidad hasta ahora. Desde anoche hasta las once de esta mañana nada tenía que temer. Pero ahora el cerco se estrechaba a mi alrededor.

Abrí apresuradamente mi bolso y pagué los refrescos y, al hacerlo, pareció parárseme el corazón
¡porque encontré una cartera de hombre abarrotada de billetes!
Me la debían de haber metido hábilmente en el bolso cuando me apeaba del tranvía.

Perdí la serenidad por completo. Salí apresuradamente de casa Cartwright. El hombrecillo de la descomunal nariz y el guardia, cruzaban la calle en aquel instante. Me vieron, y el hombrecillo me señaló, excitado. Di media vuelta y eché a correr. Juzgué que aquel guardia sería lento. Podría pillarle una buena delantera. Pero no tenía plan alguno aun entonces. Me limité a bajar Adderley Street corriendo, como si en ello me fuera la vida. La gente se me quedó mirando. Temí que de un momento a otro alguien me parara.

Se me ocurrió una idea.

—¿La estación? —pregunté casi sin aliento.

—Allá abajo, a la derecha.

Seguí corriendo. Está justificado que se corra para pillar el tren. Entré en la estación; pero al hacerlo oí pasos detrás de mí. El hombrecillo de la gran nariz era un gran corredor. Preví que me detendría antes de que llegase al andén que me interesaba. Alcé la mirada hacia el reloj: las once menos un minuto. Quizá llegara a tiempo si me salía bien el plan que acababa de ocurrírseme.

Había entrado en la estación por la puerta principal de Adderley Street. Volví a salir por la puerta lateral. Inmediatamente delante de mí se hallaba la entrada lateral de Correos, cuya puerta principal da a Adderley Street.

Como había esperado, mi seguidor no intentó seguirme, sino que corrió calle abajo para contarme la retirada cuando saliese por la puerta principal o para decirle al guardia que lo hiciese.

Fue obra de un instante retroceder sobre mis pasos y entrar de nuevo en la estación. Corrí como una loca. Eran las once en punto. El largo tren se puso en movimiento en el preciso momento en que aparecí yo en el andén. Un mozo intentó detenerme, pero me desasí y salté al estribo. Subí los dos escalones y abrí la puerta. ¡Estaba a salvo! El tren cogía velocidad.

Pasamos junto a un hombre parado solo en el andén. Le agité la mano en señal de despedida.

—¡Adiós, señor Pagett! —grité.

En mi vida he visto un hombre más sorprendido. Parecía haber visto un fantasma. No comprendía, seguramente, que yo me hallase allí.

Unos segundos más tarde me vi en dificultades con el interventor. Pero reflexioné rápidamente y asumí un tono altanero.

—Soy la secretaria de sir Eustace Pedler —corté—. Tenga la bondad de conducirme inmediatamente a su coche particular.

Susana y el coronel Race se hallaban en la plataforma posterior. Ambos exhalaron una exclamación de sorpresa al verme.

—¡Hola, señorita Ana! —dijo el coronel—, ¿de dónde ha salido? Creí que había marchado a Durban. ¡Qué cosas más inesperadas hace!

Susana nada dijo; pero su mirada me hizo un centenar de preguntas.

—He de presentarme a mi jefe —anuncié—. ¿Dónde está?

—En el despacho... el compartimento central... dictándole a una velocidad increíble a la desgraciada señorita Pettigrew.

—Semejante entusiasmo por el trabajo es cosa nueva en él —comenté.

—¡Hum! —dijo el coronel Race—. Creo que su intención es darle suficiente trabajo para encadenarla a la máquina de escribir en su propio compartimiento durante el resto del día.

Reí. Luego, seguida de los otros dos, fui en busca de sir Eustace. Estaba paseándose de un lado para otro del pequeño espacio disponible, soltándole un torrente de palabras a la desdichada secretaria, a la que veía yo ahora por primera vez. Una mujer alta, cuadrada, con vestido pardusco, lentes y aire de capacidad. Deduje que le estaba costando trabajo seguir a sir Eustace, porque su lápiz parecía volar sobre el papel y tenía el entrecejo fruncido. Entré en el compartimiento.

—Llegué a bordo, jefe —anuncié tranquila.

Sir Eustace paró en seco en medio de una complicada frase sobre la situación obrera y me miró, boquiabierto. La señorita Pettigrew debe de ser muy nerviosa a pesar de su aire de capacidad y eficiencia, porque dio un brinco en su asiento.

—¡Santo Dios! —exclamó sir Eustace—. ¿Y el joven de Durban?

—Le prefiero a usted —contesté con dulzura.

—¡Encanto! —exclamó sir Eustace—. Puede empezar a cogerme la mano inmediatamente.

La señorita Pettigrew tosió y sir Eustace retiró la mano.

—Ah, sí —dijo—. Vamos a ver..., ¿dónde estábamos? Sí. Tylman Roos, en su discurso de... ¿Qué ocurre? ¿Por qué no lo anota?

—Creo —anunció dulcemente el coronel Race— que a la señorita Pettigrew se le ha roto la punta del lápiz.

Se lo quitó y lo afiló. Sir Eustace le miró boquiabierto y yo también. Había algo en el tono del coronel que yo no acababa de comprender del todo.

Capítulo XXII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Ganas me dan de abandonar mis «Reminiscencias». En su lugar escribiré un artículo corto titulado: «Secretarios que he tenido». En cuanto a secretarios se refiere, parece pesar sobre mí una maldición. Tan pronto no tengo secretario alguno como me sobran secretarios. En el momento actual me hallo en camino de Rhodesia acompañado de una cuadrilla de mujeres. Race se larga con las dos más bonitas, claro está y me deja un saldo. Eso es lo que siempre me ocurre a mí, y después de todo, éste es mi coche particular, no el de Race.

Además, Anita Beddingfeld me acompaña a Rhodesia bajo pretexto de ser mi secretaria interina. Pero durante toda esta tarde ha estado en la plataforma del coche con Race, alabando la belleza del Desfiladero del río Hex. Cierto es que le dije que su principal obligación sería tenerme cogida la mano. Ni siquiera está haciendo eso, sin embargo. Quizá le tenga miedo a la señorita Pettigrew. No me extrañaría que así fuese. La señorita Pettigrew no tiene nada de atractiva, es una mujer repulsiva, de pies enormes, más parecida a un hombre que a una mujer.

Hay algo muy misterioso en Ana Beddingfeld. Subió al tren en el último instante, jadeando a más no poder, como si hubiera estado tomando parte en una carrera. Y, sin embargo, ¡Pagett me dijo anoche que la había visto marchar en el tren de Durban! O Pagett ha estado bebiendo otra vez, o la muchacha tiene un cuerpo astral. ¡No lo comprendo!

Y nunca da explicaciones. Nadie da explicaciones nunca. Sí. «Secretarios que he tenido»: Número 1, un asesino fugitivo. Número 2, un borracho vergonzante que se dedica a intrigas poco recomendables en Italia. Número 3, una niña muy hermosa que posee la útil facultad de hallarse en dos lugares distintos al mismo tiempo. Número 4, la señorita Pettigrew, que, con toda seguridad, es un criminal peligroso disfrazado. Probablemente se trata de uno de los amigos italianos de Pagett que éste ha logrado colgarme al cuello. Nada me extrañaría que el mundo descubriera, el día menos pensado, que me había dejado engañar como un chino por Pagett. Bien mirado, creo que Rayburn fue el mejor de todos. Nunca me molestó ni se cruzó en mi camino. Guy Pagett ha tenido la impertinencia de hacer meter aquí el baúl de los papeles. Ninguno de nosotros puede andar sin tropezar con él y darse un batacazo. Salí hace un momento a la plataforma, esperando que mi aparición fuese saludada con gritos de júbilo y alegría. Las dos mujeres escuchaban, fascinadas, uno de los relatos de viaje de Race. Tendré que colgarle un letrero a este coche, no el de «Sir Eustace Pedler y amigos», sino el de «Coronel Race y su harén».

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