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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (23 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Sólo que en ésta había un dejo de determinación en su voz que me hizo volverme y mirarle. El rostro tenía la expresión más severa que había visto yo en él jamás.

—¿Qué... qué quiere usted decir? —balbucí.

Me miró inescrutable, dominador.

—Sólo que... que ahora sé lo que he de hacer.

Sus palabras me hicieron estremecer. Tras ellas advertía una determinación que no lograba comprender. Y me asustaba.

Ninguno de los dos dijimos una palabra ya hasta que volvimos al hotel. Me fui derecha a Susana. Estaba echada en su cama, leyendo y andando muy lejos de parecer que le aquejase dolor de cabeza alguno.

—Aquí reposa la perfecta carabina —anunció—, alias la perfecta encarnación del tacto en cuerpo de rodrigón. Pero... ¡Anita!, ¿qué sucede?

Porque yo había estallado en sollozos.

Le hablé de los gatos, no me pareció justo hablarle del coronel Race. Pero Susana es muy astuta. Creo que se dio cuenta de que había algo más que aquello.

—No se habrá resfriado, ¿verdad, Anita? Parece ridículo pensar en tal cosa con semejante calor, pero no hace más que tiritar.

—No es nada —contesté—. Los nervios o un simple escalofrío, tal vez. Tengo el presentimiento de que algo terrible va a ocurrir.

—No sea tonta —dijo Susana con decisión—; hablemos de algo interesante. Anita, esos diamantes...

—¿Qué pasa con ellos?

—No estoy segura de que no peligren en mi poder. No había por qué preocuparse antes. A nadie podría ocurrírsele que se hallaran en mi equipaje. Pero ahora que todo el mundo sabe que somos tan amigas usted y yo, también se desconfiará de mí.

—Nadie sabe que se hallan ocultos en un rollo de película, sin embargo —argüí—. Es un escondite magnífico y no creo que pudiéramos mejorarlo.

Asintió, no muy convencida; pero dijo que volveríamos a discutir el asunto cuando llegáramos a las Cataratas.

Nuestro tren salió a las nueve. Sir Eustace seguía de mal humor y la señorita Pettigrew parecía un poco cansada. El coronel Race se mostraba el mismo de siempre. Llegué a preguntarme si no habría soñado toda la conversación que había tenido lugar durante el camino de regreso de Matoppos.

Dormí profundamente aquella noche en mi dura litera, luchando con sueños amenazadores muy confusos. Me desperté con dolor de cabeza y salí a la plataforma del coche. Hacía un tiempo fresco y hermoso y en todo alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, veíanse ondulantes cerros cubiertos de bosques. Me enamoré del país, me enamoré como jamás me había enamorado de sitio alguno que hubiese visto. Hubiera querido entonces tener una cabaña en el corazón de los chaparrales y vivir allí siempre...

Un poco antes de las dos y media, estando yo en el «despacho», el coronel Race me llamó desde la plataforma y señaló una bruma blanca, en forma de ramillete, que se cernía sobre cierta parte de la maleza.

—El agua pulverizada de las Cataratas —anunció—. Casi hemos llegado ya.

Yo seguía envuelta en aquel extraño sentimiento de excitación que experimentaba tras la desasosegada noche. Sentía fuertemente arraigada en mí la sensación de que había regresado al hogar... ¡Hogar! ¡Y, sin embargo, jamás había estado allí antes! O..., ¿habría estado en sueños? Caminamos desde el tren al hotel, un gran edificio blanco con las ventanas cubiertas de alambre fino para impedir que entraran los mosquitos. No había calles. Ni casas. Salimos al
stoep y
exhalé una exclamación. Allá, a media milla de distancia y frente a nosotros, estaban las Cataratas. Jamás he visto cosa tan hermosa ni de tanta grandiosidad. Ni la veré nunca.

—Anita, estás hechizada —dijo Susana, cuando nos sentamos a comer—. Nunca te he visto así antes.

Me miró con curiosidad.

—¿De veras? —reí. Pero mi risa me pareció forzada—. Es que estoy enamorada de todo esto.

—Es algo más que eso.

Frunció levemente el entrecejo, con aprensión. Sí; me sentía feliz. Pero aparte de eso, experimentaba la extraña sensación de que estaba aguardando algo, algo que sucedería pronto. Estaba excitada, llena de desasosiego. Después de tomar el té salimos a dar una vuelta, nos subimos a una especie de volquete, y unos negros sonrientes nos empujaron por la minúscula vía hasta el puente.

Era una visión maravillosa. El gran abismo; el torrente de agua abajo; el velo de bruma y agua pulverizada ante nuestros ojos, velo que se rasgaba de vez en cuando, permitiendo ver durante un fugaz instante la catarata antes de soldarse de nuevo y envolver las aguas en impenetrable misterio. Eso, en mi opinión, ha sido siempre lo fascinador de las Cataratas, su esquiva cualidad. Una cree siempre que va a ver y no llega a ver nunca.

Cruzamos el puente y seguimos andando muy despacio por el camino señalado con piedra blanca a cada lado, cambio que bordeaba el desfiladero. Por fin llegamos a un gran claro donde, a la izquierda, hay una senda descendente que conduce al abismo.

—La garganta de palmeras —anunció el coronel Race—. ¿Bajamos? O..., ¿lo dejamos para mañana? El descenso es largo y el ascenso es más pesado.

—Lo dejaremos para mañana —dijo sir Eustace, con decisión.

He observado que no es muy amigo de hacer demasiado ejercicio.

Emprendió el camino de regreso, caminando delante de todos. Nos cruzamos con un indígena magnífico, seguido de una mujer que parecía llevar todo el ajuar sobre la cabeza. Y entre las demás cosas asomaba una sartén.

—Nunca llevo máquina fotográfica cuando más la necesito —gimió Susana.

—La oportunidad de sacar una instantánea así se le presentará con harta frecuencia, señora Blair —dijo el coronel—. Conque no se lamente.

Llegamos de nuevo al puente.

—¿Entramos en el bosque de los arcos iris? —continuó—. O..., ¿tienen ustedes miedo de mojarse?

Susana y yo le acompañamos. Sir Eustace regresó al hotel. Me desilusionó bastante el bosque en cuestión. No había, ni con mucho, arcos iris suficientes y nos calamos hasta los huesos. Pero de vez en cuando pudimos ver las Cataratas, que se hallaban enfrente, y nos dimos cuenta de cuan enormemente anchan son. ¡Oh, queridas, queridísimas Cataratas! ¡Cuánto os amo y adoro y cuánto os amaré y adoraré durante toda la vida!

Regresamos al hotel justamente a tiempo para cambiarnos para cenar. Sir Eustace parece haberle cobrado una antipatía intensa al coronel. Susana y yo intentamos animarle con dulzura, pero no conseguimos gran cosa.

Después de comer se retiró a su salita, llevándose consigo a la señorita Pettigrew. Susana y yo charlamos un rato con el coronel Race, y luego mi amiga declaró, con un prodigioso bostezo, que se iba a acostar. No quería quedarme sola con él. Conque me levanté a mi vez y me retiré a mi cuarto.

Pero estaba demasiado excitada para dormirme. Ni siquiera me desnudé. Me retrepé en un sillón y me entregué de lleno al sueño. Y durante todo el tiempo, el instinto me advertía que algo extraño se acercaba más y más... Llamaron a la puerta y me sobresalté. Me puse en pie y me acerqué a ella. Un negrito me tendió un papel. Me iba dirigido, escrito en letra que me era desconocida. Lo tomé y volví a entrar en el cuarto. Permanecí unos instantes inmóvil, con el papel en la mano. Por fin lo abrí. Era muy corto el mensaje:

«Preciso verla. No me atrevo a acercarme al hotel. ¿Quiere acercarse al claro próximo a la garganta de palmeras? Aunque no sea más que en recuerdo del camarote 17, tenga la bondad de venir. El hombre a quien conoció usted bajo el nombre de Enrique Rayburn.»

El corazón me latió con angustiosa violencia. Conque estaba allí. ¡Oh, ya lo sabía!, ¡lo había sabido desde el primer instante! Lo había sentido cerca de mí. Inconscientemente había ido a parar al lugar en que tenía su retiro.

¿Sir Eustace? Me detuve a la puerta de su salita. Sí; le estaba dictando a la señorita Pettigrew. Oía la voz monótona de la mujer repetir: «Por lo tanto, me atrevo a insinuar que al abordar el problema de la mano de obra indígena...» Hizo una pausa para que sir Eustace continuara y le oí gruñir algo, con ira.

Seguí el camino. El cuarto del coronel Race estaba vacío. No le vi en la sala. Y ¡él era el hombre a quien más temía yo! No obstante, no podía perder tiempo. Salí precipitadamente del hotel y eché a andar por el camino del puente. Lo crucé y permanecí allí, aguardando en las sombras. Si alguien me había seguido, le vería cruzar el puente. Pero transcurrieron los minutos y no cruzó nadie. No me habían seguido. Me volví y seguí el camino hacia el claro. Di unos seis pasos y me detuve. Algo se había movido detrás de mí. No podía ser persona alguna que me hubiese seguido desde el hotel. Era alguien que estaba allí aguardando.

E inmediatamente, sin cuenta ni razón, pero con la certidumbre que da el instinto, comprendí que era yo la persona amenazada. Era la misma sensación que sentí a bordo del
Kilmorden
aquella noche, un instinto infalible advertía del peligro.

Miré bruscamente por encima del hombro. Silencio. Di un paso o dos. Oí de nuevo movimiento. Sin dejar de andar, miré por encima del hombro otra vez. La figura de un hombre salió de las sombras en mi dirección.

La oscuridad era demasiado grande para que pudiese reconocer á nadie. Lo único que pude ver fue que se trataba de un hombre alto y que era europeo y no indígena. Eché a correr como un galgo. Le oí correr detrás de mí. Corrí más aprisa, con la mirada fija en las piedras blancas que señalaban el camino, porque no había Luna llena aquella noche.

Y de pronto, no hallé tierra bajo mis pies. Oí reír al hombre que me seguía, una risa malévola, siniestra. Repercutió en mis oídos cuando caía de cabeza, precipitándome vertiginosamente hacia el fondo del abismo donde me aguardaba la destrucción total.

Capítulo XXV

Recobré el conocimiento lenta y dolorosamente. Me dolía la cabeza
y
sentí una punzada en el brazo izquierdo cuando intenté moverme y todo me parecía irreal, un sueño. Flotaron ante mí visiones de pesadilla. Me sentí caer, volver a caer. Una vez, el rostro de Enrique Rayburn pareció surgir de una bruma. Casi lo imaginé real. Luego se volvió a alejar flotando como burlándose de mí. Recuerdo que una vez alguien me acercó una taza a los labios y bebí. Un rostro negro se acercó al mío, sonriente, y solté un chillido. Después, sueños otra vez, sueños largos y agitados en los que buscaba en vano a Enrique Rayburn para ponerle en guardia, en guardia... ¿contra qué? Ni yo misma lo sabía. Pero existía un peligro, corría un gran peligro, y sólo yo podía salvarle. Luego la oscuridad otra vez, piadosas tinieblas y sueño verdadero reparador.

Me desperté, por fin, dueña de mí otra vez. La larga pesadilla había terminado. Recordaba perfectamente todo lo ocurrido: mi precipitada huida del hotel para acudir a la cita con Enrique, el hombre en las sombras, el último y terrible momento de mi caída...

Milagrosamente no me había matado. Estaba magullada, dolorida y muy débil; pero seguía con vida. Sin embargo, ¿dónde me encontraba? Moviendo la cabeza con dificultad, miré a mi alrededor. Me hallaba en un cuarto pequeño, de paredes de tosca madera. Colgaban de ellas enormes pieles de animales y varios colmillos de marfil. Yacía sobre un lecho tosco, cubierto también de pieles, y tenía el brazo izquierdo vendado y me sentía entumecida e incómoda. Al principio creí que estaba sola. A continuación, vi la figura de un hombre sentado entre mí y la luz, con la cabeza vuelta hacia la ventana. Estaba tan quieto, que parecía tallado en madera. La negra cabeza de pelo cortado al rape me pareció conocida; pero no me atreví a dar rienda suelta a mi imaginación. De pronto se volvió y contuve el aliento. Era Enrique Rayburn. Enrique Rayburn en persona.

Se puso en pie y se acercó a mí.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó con cierto embarazo.

No pude responder. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Estaba débil aún, pero así su mano con las dos mías. Si pudiera morir así, mientras me estuviera mirando él con aquella expresión en los ojos...

—No llores, Ana. Por favor, no llores. No corres peligro ahora. Nadie te hará daño.

Fue en busca de una taza y me la trajo.

—Bebe esta leche.

Bebí sumisa. Él siguió hablando en voz baja, pensativa, como si estuviese hablando con una criatura.

—No me hagas más preguntas ahora. Vuelve a dormirte. Te pondrás más fuerte con el tiempo. Me marcharé si quieres.

—¡No! —exclamé—. ¡No, no!

—Entonces, me quedaré.

Acercó un escabel a mi lado y se sentó. Posó su mano sobre la mía y me apaciguó y consoló. Me quedé dormida otra vez.

Debía de ser de noche entonces; pero cuando volví a despertarme, el sol tocaba a su cénit. Me encontraba sola en la cabaña; pero al moverme, una indígena vieja entró corriendo. Era fea como un pecado; pero me sonrió animadora. Me trajo agua en un cuenco y me ayudó a lavarme la cara y las manos. Luego me dio un tazón muy grande de sopa, y me tomé hasta la última gota. Le hice varias preguntas; pero ella se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la cabeza, y a hablar en un idioma gutural. Conque deduje que no sabía una palabra de inglés.

De pronto se irguió y se retiró respetuosamente al entrar Enrique Rayburn. Él la despidió con un gesto y la mujer se fue, dejándonos solos. Enrique me sonrió.

—Hoy sí que está mejor, ¿verdad?

—Sí; en efecto; pero aturdida aún. ¿Dónde estoy?

—En una islita de Zambeze, a unas cuatro millas de las Cataratas.

—¿Saben... saben mis amigos que estoy aquí?

Él negó con la cabeza.

—Es preciso que les mande un aviso.

—Como usted quiera, claro está; pero en su lugar, yo aguardaría a encontrame un poco más fuerte.

—¿Por qué?

El no contestó inmediatamente; conque proseguí:

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Su contestación me dejó estupefacta.

—Cerca de un mes.

—¡Oh! —exclamé—. Tendré que mandarle aviso a Susana. Debe de estar consumida de ansiedad.

—¿Quién es Susana?

—La señora Blair. Estaba con ella, y sir Eustace, y el coronel Race, en el hotel..., pero, ¿eso ya lo sabía usted?

Él movió negativamente la cabeza.

—Yo no sé nada, salvo que la encontré a usted en la bifurcación de la rama de un árbol, sin conocimiento y con el brazo dislocado.

—¿Dónde estaba ese árbol?

—Por encima del desfiladero. De no habérsele enganchado la ropa en las ramas, se hubiera hecho usted pedazos.

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