El hombre del traje color castaño (21 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
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A la señora Blair se le ocurrió de pronto sacar fotografías estúpidas. Cada vez que tomábamos una curva muy pronunciada a medida que el tren ascendía la montaña, ella sacaba un retrato de la locomotora.

—¿Comprenden ustedes mi objeto? —exclamó, encantada—. Tiene que ser una curva fantástica para que se pueda fotografiar la parte delantera del tren desde la parte de atrás. Y con la montaña de fondo tendrá un aspecto verdaderamente imponente y peligroso.

Le hice ver que no habría nada en la fotografía que indicase que se había tomado desde la parte posterior de un tren. Ella me miró compasiva.

—Escribiré debajo: «Obtenida desde el tren. Momento en que la locomotora toma una curva.»

—Eso podría usted escribirlo al pie de cualquier fotografía de un tren —dije.

A las mujeres nunca se les ocurren estas cosas tan sencillas.

—Me alegro de que hayamos llegado aquí en pleno día —exclamó Ana Beddingfeld—. No hubiera visto nada de esto de haberme ido a Durban anoche, ¿verdad?

—No —dijo el coronel Race, sonriendo—. Al despertarse mañana por la mañana se hubiese encontrado en el Karoo, caluroso y polvoriento desierto de piedra y roca.

—Me alegro de haber cambiado de opinión —murmuró Ana, suspirando de satisfacción y mirando a su alrededor.

El paisaje era maravilloso. Nos rodeaban grandes montañas, por entre las cuales serpenteábamos, subiendo cada vez más alto.

—¿Es éste el mejor tren del día para Rhodesia? —preguntó Ana Beddingfeld.

—¿Del día? —rió Race—. Pero mi querida señorita Ana, ¡si no hay más que tres trenes a la semana! El lunes, el miércoles y el sábado. ¿Se da usted cuenta de que no llegará a las Cataratas hasta el sábado próximo?

—¡Lo bien que nos conoceremos unos a otros para entonces! —dijo la señora Blair con malicia—. ¿Cuánto tiempo va a estar usted en las Cataratas, sir Eustace?

—Eso depende... —contesté con cautela.

—¿De qué?

—De cómo vayan las cosas en Johannesburgo. Mi intención original era pasarme dos o tres días en las Cataratas... que nunca he visto, aunque ésta es la tercera visita que hago a África... y continuar luego el viaje a Jo'burg
[7]
y estudiar la situación en el Rand. En Inglaterra, ¿saben?, paso por ser una autoridad en política sudafricana. Pero, a juzgar por lo que oigo decir, Jo'burg resultará un sitio bastante desagradable de visitar dentro de una semana o así. No. quiero estudiar el estado de cosas en plena revolución.

Race sonrió con cierta superioridad.

—Creo que sus temores son exagerados, sir Eustace. No existirá gran peligro en Jo'burg.

Las mujeres le miraron inmediatamente como diciendo: «¡Qué hombre más heroico es usted!» Me molestó enormemente. Soy tan valeroso como pueda serlo Race, sólo que no tengo su tipo. Los hombre altos, delgados y bronceados suelen llevarse a las mujeres de calle.

—Supongo que estará usted allí —dije con frialdad.

—Es muy posible. Podríamos hacer el viaje juntos.

—Aún no le aseguro que no me quede una temporada en las Cataratas —le respondí, sin comprometerme—. ¿Por qué Race tiene tantas ganas de que vaya a Jo'burg? Creo que le tiene echado el ojo a Anita. ¿Cuáles son sus planes, señorita Ana?

—Eso depende... —respondió ella, copiándome.

—Creí que era usted mi secretaria —objeté.

—Sí; pero se me ha hecho el vacío. Ha estado usted teniéndole la mano a la señorita Pettigrew toda la tarde.

—Haya estado haciendo lo que haya estado haciendo —le contesté—, puedo asegurarle que no ha sido eso...

Jueves noche

Acabamos de salir de Kimberley. A Race le obligaron a contar de nuevo la historia del robo de los diamantes. ¿Por qué les excita tanto a las mujeres todo lo relacionado con diamantes?

Anita Beddingfeld ha dejado caer, por fin, su velo de misterio. Parece ser que es corresponsal de un periódico. Mandó un larguísimo cablegrama desde El Aar esta mañana. A juzgar por el cotorreo que hubo casi toda la noche en el compartimiento de la señora Blair, debe de haber estado leyéndole en alta voz todos los artículos especiales que pensaba publicar este año y muchos de los venideros.

Deduzco que ha estado siguiendo la pista del «Hombre del traje color castaño» desde el primer momento. Al parecer no lo descubrió a bordo del Kilmorden —en realidad apenas tuvo lugar de hacerlo—, pero ahora está la mar de ocupada cablegrafiando a Inglaterra: «Cómo navegué en compañía del asesino», e inventando historias fantásticas de «Lo que me dijo a mí», etc. Yo ya sé cómo se escriben esas cosas. Las hago yo también en mis «Reminiscencias» siempre que me lo consiente Pagett. Y, claro está, uno de los eficientes redactores de Nasby dará aún mayor colorido a los detalles, de suerte que, cuando aparezcan en el
Daily Budget
, Rayburn no se reconocerá a sí mismo por la descripción.

La muchacha es inteligente, sin embargo. Al parecer, ha descubierto, sin ayuda alguna, la identidad de la mujer que murió en mi casa. Era una bailarina rusa llamada Nadina. Le pregunté a Anita Beddingfeld si estaba segura de ello. Me replicó que era una simple deducción, ¡como el propio Sherlock Holmes, caramba! No obstante, tengo entendido que en un cable a Nasby lo dio como hecho comprobado. Las mujeres tienen intuiciones así. No me cabe la menor duda de que Anita Beddingfeld tiene razón, que su suposición es cierta. Pero es absurdo decir que se trata de una deducción.

Lo que no concibo es cómo ha podido arreglárselas para entrar a formar parte de la Redacción del
Daily Budget
. Sin embargo, es mujer de las que saben hacer esas cosas. Es imposible resistirse a ella. Está llena de zalamerías que sirven de pantalla a una determinación invencible. Y si no, ¡fíjense en cómo consiguió introducirse en mi coche!

Empiezo a sospechar por qué. Race dio a entender que la policía sospechaba que Rayburn se dirigía a Rhodesia. Quizá lograra marchar por el tren del lunes. Supongo que telegrafiarían a lo largo de toda la línea sin que fuese hallada persona alguna cuya descripción correspondiera con la del fugitivo; pero eso significa muy poco. Es un joven astuto y conoce África. Probablemente irá exquisitamente disfrazado de mujer cafre, y la ingenua policía sigue buscando a un joven bien parecido con el rostro cruzado por una cicatriz y vestido a la última moda europea. Nunca me tragué del todo aquella cicatriz.

Sea como fuere, Ana Beddingfeld se halla sobre su pista. Aspira a la gloria de descubrirle por su propia cuenta y para el
Daily Budget
. Las jóvenes de hoy en día tienen una sangre fría espantosa. Le insinué que lo que estaba haciendo era muy poco femenino. Se me rió en las barbas. Me aseguró que si lograba dar con su paradero haría fortuna. A Race tampoco le gusta, según he observado. Quizá vaya Rayburn a bordo de este tren. Si es así, tal vez nos asesine a todos mientras dormimos. Se lo dije a la señora Blair, pero lejos de asustarse, pareció recibir la idea con agrado. Observó que, si me asesinaban a mí, ello resultaría un magnífico triunfo periodístico para Ana. ¡Un triunfo para Ana nada menos!

Mañana atravesaremos Bechuanaland. El polvo será horrible. Además, en cada estación se acercan niños cafres al tren para ofrecer unos animalitos de madera muy curiosos que tallan ellos mismos. Y cuencos y cestos. Mucho me temo que la señora Blair se desmande. Tienen tales juguetes un encanto, que creo que le resultará irresistible.

Viernes noche

Lo que yo me temía. ¡La señora Blair y Anita han comprado cuarenta y nueve animalitos de madera!

Capítulo XXIII

Se reanuda el relato de Ana Beddingfeld

Disfruté enormemente durante todo mi viaje a Rhodesia. Cada día había algo nuevo y emocionante. Primero, los maravillosos paisajes del valle del río Hex. Luego, la grandeza y la desolación del Karoo. Y, por último, la maravillosa extensión de la vía férrea recta en Bechuanaland y los adorables juguetes que los indígenas vendían. A Susana y a mí casi nos dejaban atrás en cada estación, si es que estaciones podían llamarse. Me parecía a mí como si el tren se parara siempre que le daba la gana, y no bien lo hacía, cuando surgían de la nada una horda de indígenas con cuencos, caña de azúcar, pieles y animales tallados en madera. Susana se puso inmediatamente a hacer colección de estos últimos. Yo la imité. La mayoría de las figuras se vendían a un «kiki» (tres peniques) cada una y todas ellas eran distintas. Había jirafas, tigres, serpientes, una especie de ciervo melancólico y una serie de guerreros negros absurdos. Nos divertimos la mar.

Sir Eustace intentó contenernos, pero en vano. Sigo creyendo que fue un verdadero milagro que no nos dejara en tierra en algún oasis del camino. Los trenes sudafricanos no silban ni se excitan cuando van a ponerse en marcha otra vez. Empiezan a deslizarse silenciosamente sin previo aviso, y cuando levanta una la vista, después de regatear con los negros, tiene que echar a correr para alcanzarlos.

Fácil de imaginar cuál no sería el asombro de Susana al verme subir al tren en Ciudad de El Cabo. Pasamos revista completa a la situación la primera noche de viaje. Estuvimos hablando casi hasta el amanecer.

Yo estaba convencida ya de que habría que adoptar una táctica defensiva no menos que una agresiva. Mientras viajara con sir Eustace y su grupo me hallaba bastante segura. Tanto él como el coronel resultaban poderosos protectores y calculé que mis enemigos no querrían exponerse a que ambos tomaran cartas en el asunto. Además, mientras me encontrase cerca de sir Eustace estaría más o menos directamente en contacto con Guy Pagett, que era el alma del misterio. Le pregunté a Susana si, en su opinión, era posible que Pagett fuese el misterioso «Coronel». La posición subordinada que ocupaba parecía excluir semejante posibilidad, como es natural; pero me había dado cuenta en más de una ocasión de que, a pesar de sus modales autoritarios, a sir Eustace le dominaba, en realidad, su secretario. Era un hombre muy complaciente, y un secretario hábil hubiese podido, sin dificultad, hacer lo que se le hubiese antojado. Lo subordinado de su posición podría serle, en realidad, muy útil, puesto que no le debía interesar que se fijara absolutamente nadie mucho en él. Susana, sin embargo, no estuvo de acuerdo conmigo. Se negó a creer que Pagett fuera el jefe. El verdadero cabecilla —el «Coronel»— se mantenía en las sombras. Probablemente se hallaría ya en África por la fecha de nuestra llegada.

Reconocí que su teoría era plausible hasta cierto punto; pero no me satisfacía del todo. Porque, en cada ocasión sospechosa, Pagett se había mostrado genio director. Verdad era que su personalidad parecía carecer del aplomo y la decisión que se esperaba hallar en un gran criminal. Pero, después de todo, el misterioso jefe, según el coronel Race, sólo aportaba la inteligencia y es frecuente hallar el genio creador en personas de constitución débil y timorata.

—Ahora habla la hija del profesor —me interrumpió Susana cuando llegué a este punto de mi argumento.

—No obstante, es cierto. Por otra parte, Pagett puede muy bien ser, en lugar de jefe, el Gran Visir, como quien dice, del Poderoso Sultán.

Guardé silencio unos instantes y proseguí musitando:

—¡Ojalá supiese cómo ganó su fortuna sir Eustace!

—¿Vuelve a sospechar de él?

—Susana, ¡he llegado a un punto en que no tengo más remedio que sospechar de alguien! No desconfío de él en realidad..., pero, después de todo, él
es
el jefe de Pagett... y era
suya
la Casa del Molino.

—Siempre he oído decir que hizo fortuna de una manera que prefiere no mencionar —dijo Susana, pensativa—. Pero eso no implica necesariamente que recurriera a medios ilegales para enriquecerse. ¡Puede que lo ganara vendiendo tachuelas o un generador del cabello!

Asentí con un movimiento de cabeza, a pesar mío. Hay gente, en efecto, que se avergüenza de su origen plebeyo o de haber hecho fortuna fabricando o vendiendo cosas que se le antojan vulgares.

—Supongo —murmuró Susana, dubitativa— que no nos estaremos tirando una plancha... ¿Y si nos estuviéramos despistando nosotras mismas al dar por sentada la complicidad de Pagett? ¿Y si Pagett fuera, después de todo, un hombre honrado?

Reflexioné un momento. Luego sacudí negativamente la cabeza.

—No puedo creer eso.

—No olvide que tiene explicaciones para todo.

—Síííí; pero no son muy convincentes. Por ejemplo, la noche que intentó tirarme al mar a bordo del
Kilmorden
, dice que siguió a Rayburn a cubierta y que Rayburn se volvió contra él y le derribó de un puñetazo. Nosotras sabemos que eso no es verdad.

—No —reconoció Susana a regañadientes; pero sólo oímos esa explicación de segunda mano. No conocemos más que la versión de sir Eustace. Si se lo hubiéramos oído contar así al propio Pagett, hubiese sido distinto. Ya sabe usted que cada persona cambia un poco el relato cada vez que lo repite.

Le di vueltas al asunto mentalmente.

—No —dije por fin; no le veo salida alguna. Pagett es culpable. No hay manera de excusar el hecho de que intentara tirarme al mar. Y todo lo demás encaja. ¿Por que se muestra usted tan insistente con esa nueva teoría suya?

—Por su rostro.

—¿Su rostro? Pero...

—Sí; ya sé lo que va usted a decir. Es su rostro siniestro. Ahí está la cosa, precisamente. Ningún hombre que tenga una cara así puede ser, en realidad, siniestro. Debe de tratarse de una broma colosal por parte de la Naturaleza.

No me convenció el argumento de Susana. Sé mucho de la Naturaleza de edades pretéritas. Si la Naturaleza tiene un sentido humorístico, no da muchas pruebas de ello. Susana es una de esas personas que se empeñan en revestir a la Naturaleza con los atributos que ellas poseen.

Pasamos a discutir nuestros planes inmediatos. Era evidente que yo necesitaba tener cierta personalidad. No podía pasarme la vida rehuyendo las explicaciones. La solución de todas mis dificultades se hallaba al alcance de mi mano, aunque tardé bastante en darme cuenta de ello. ¡El
Daily Budget
! Mi silencio, o mis ganas de hablar, ya no podían afectarle a Rayburn. Le habían señalado como el «Hombre del traje color castaño» sin culpa ni intervención mía. La mejor manera de ayudarle sería parecer estar en contra suya. El «Coronel» y su cuadrilla no debían sospechar que existía sentimiento alguno de amistad entre el hombre a quien habían escogido para que cargase con la responsabilidad del crimen de Marlow y yo. Que yo supiera, la víctima del asesinato seguía sin identificar. Le cablegrafiaría a lord Nasby sugiriendo que se trataba de la famosa bailarina rusa «Nadina» que durante tanto tiempo había hecho la delicia de los parisienses. Me parecía increíble que no hubiese sido identificada ya. Pero cuando supe más del asunto mucho tiempo después, comprendí cuan natural era que fuese así.

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