—Uno para su gente y otro para los huelguistas, ¿verdad?
—Justo.
La idea no me hacía ni pizca de gracia. Ya sé lo que ocurre en casos así. Se azora uno y se hace un lío. Entregaría el salvoconducto equivocado y acabaría fusilado por un rebelde sanguinario, o por uno de los partidarios de la Ley y el Orden a quienes veo de patrulla por las calles, con sombrero hongo, fumando en pipa y con la escopeta metida descuidadamente bajo el brazo. Además, ¿qué haría yo en Pretoria? ¿Admirar la arquitectura de los edificios de la Unión Sudafricana y escuchar el eco de los disparos, hechos en los alrededores de Johannesburgo? ¿Quedaría encerrado allá, Dios sabe cuánto tiempo? Tengo entendido que han volado la vía férrea ya. Y no es como si pudiera uno echar un trago tranquilamente allí, por añadidura. Hace dos días que proclamaron la ley marcial.
—Mi querido amigo —le contesté—; no parece usted darse cuenta de que he venido a estudiar la situación en el Rand. ¿Cómo diablos quiere que la estudie desde Pretoria? Agradezco su interés por mi seguridad; pero no se moleste por mí. Nada me sucederá.
—Le advierto, sir Eustace, que la situación es seria.
—Si ayuno un poco, conservaré mejor la línea —respondí, con un suspiro.
Fuimos interrumpidos por la llegada de un telegrama con mi nombre. Lo leí con asombro:
«Anita sana y salva. Aquí conmigo en Kimberley. Susana Blair.»
No creo haber creído nunca en la aniquilación de Anita. Esa jovencita parece singularmente indestructible. Se parece a esas pelotas patentadas que da uno a los perros para que jueguen. Posee la extraordinaria facultad de reaparecer siempre con la sonrisa en los labios. Sigo sin comprender por qué tuvo necesidad de salir del hotel a medianoche para ir a Kimberley. De todas formas, tampoco había tren. Tendrá que haberse puesto un par de alas de ángel y haber volado hasta allí. Y no supongo que llegue a explicármelo nunca. Nadie da explicaciones, por lo menos a mí. Siempre tengo que adivinar las cosas. Y resulta monótono cuando tiene uno que estar haciendo siempre lo mismo. Con toda seguridad, ello obedecerá a las exigencias del periodismo. «Cómo salté en bote las cataratas», por Nuestra Enviada Especial.
Doblé el telegrama y me deshice de mi amigo gubernamental. No me gusta la perspectiva de quedarme con hambre; pero no me alarma el peligro que pueda correr. Smuts se basta y se sobra para acabar con la revolución. Pero, daría una buena cantidad por algo que beber. ¿Tendrá Pagett suficiente sentido común para traer consigo una botella de whisky cuando llegue mañana?
Me puse el sombrero y salí, con la intención de comparar unos cuantos recuerdos. Las tiendas de curiosidades de Johannesburgo son bastante agradables. Estaba contemplando un escaparate lleno de objetos de arte, cuando un hombre que salía de la tienda tropezó conmigo. Con gran sorpresa mía, resultó ser Race.
Confieso que no pareció muy encantado de verme. Mejor dicho, su rostro reflejaba disgusto más que otra cosa; pero insistí en que me acompañara al hotel. Me canso de no tener a nadie más que a la señorita Pettigrew con quien poder hablar.
—No tenía la menor idea de que se hallara usted en Jo'burg —le dije en tono de quien tiene muchas ganas de hablar—. ¿Cuándo llegó?
—Anoche.
—¿Dónde se aloja?
—Con amigos.
Mostró tendencia a ser extraordinariamente taciturno y pareció hallar embarazosa mi pregunta.
—Espero que tendrán aves de corral —observé—. Resultará agradable dentro de muy poco una dieta de huevos frescos y algún que otro pollo viejo si es cierto todo lo que se dice.
—A propósito —dije, cuando nos hallamos de nuevo en el hotel—, ¿se ha enterado de que la señorita Beddingfeld está viva y coleando?
El movió afirmativamente la cabeza.
—Nos dio un verdadero susto —proseguí—. Me gustaría saber a dónde diablos fue aquella noche.
—Estuvo en la isla cuando la andábamos buscando.
—¿Qué isla? No será aquélla en que se encontraba el joven.
—Sí que lo es.
—¡Cuan bochornoso! —murmuré—. Pagett quedará escandalizado. Jamás fue Anita Beddingfeld santo de su devoción. ¿Supongo que se trataría del mismo joven con quien había tenido la intención de reunirse en Durban primeramente?
—No lo creo.
—No me diga nada que no quiera decirme —le dije para animarle.
—Se me antoja que se trata de un joven al que todos quisiéramos echar el guante.
—¿No será...? —exclamé con creciente excitación.
El movió afirmativamente la cabeza.
—Enrique Rayburn, alias Enrique Lucas... Este último es su verdadero nombre en realidad. Se nos ha escapado a todos otra vez; pero acabaremos atrapándole... y sin tardar mucho, por añadidura.
—¡Caramba, caramba! —murmuré.
—Sea como fuere, no creemos que la muchacha sea cómplice suya. Por su parte sólo se trata de... una cuestión de amor.
Siempre me había parecido que Race estaba enamorado de Anita. La forma en que dijo las últimas palabras confirmaron mis sospechas.
—Se ha marchado a Beira —prosiguió, con cierta precipitación.
—¿Sí? —respondí mirándole con fijeza—. ¿Cómo lo sabe usted?
—Me escribió desde Bulawayo anunciándome que regresaba a Inglaterra por ese camino. Es lo mejor que puede hacer, pobre chica.
—No sé por qué me parece que no está en Beira —dije, pensativo.
—Estaba a punto de salir para allá cuando escribió.
Quedé un poco extrañado. Alguien mentía. Sin pararme a pensar que Anita pudiera tener excelentes motivos para intentar despistar, me permití el gusto de darle en las narices a Race. ¡Se muestra siempre tan seguro! Parece como si diera a sus palabras valor de sentencia. Saqué el telegrama del bolsillo y se lo entregué.
—Entonces, ¿cómo se explica esto? —inquirí, tranquilamente.
Pareció quedar estupefacto.
—Dijo que estaba a punto de salir para Beira —contestó como aturdido.
Ya sé que a Race se le tiene por inteligente. En mi opinión, sin embargo, es un hombre bastante estúpido. No parecía habérsele ocurrido que las muchachas no siempre dicen la verdad.
—Kimberley, por añadidura... ¿Qué está haciendo allí? —murmuró.
—Si; eso me sorprendió. Yo hubiese creído que la señorita Beddingfeld acudiría aquí con el fin de recoger noticias para su periódico.
—Kimberley —volvió a decir. Dijérase que el nombre le producía disgusto—. No hay nada que ver allí... las minas no funcionan.
—Ya sabe usted lo que son las mujeres —dije yo.
Sacudió la cabeza y se fue. Es evidente que le he dado algo en qué pensar.
No bien se hubo marchado, apareció de nuevo el funcionario gubernamental.
—Espero que me perdonará usted por molestarle otra vez, sir Eustace —se excusó—; pero quisiera hacerle una pregunta o dos. ¿Querrá usted contestarme sinceramente?
—No hay inconveniente, amigo mío —le repuse alegremente—. Ya puede usted preguntar.
—Se relacionan con su secretario...
—No sé una palabra de él —me apresuré a decir—. Se me colgó en Londres, me robó documentos de valor que me van a costar a mí un disgusto... y desapareció como por arte de magia en Ciudad de El Cabo. Es cierto que me hallaba yo en las Cataratas al mismo tiempo que él; pero yo me encontraba en el hotel y él en una isla. Le puedo asegurar que no le he puesto la vista encima en todo el tiempo que he estado allí.
Me detuve a recobrar el aliento.
—No me ha comprendido usted. De quien hablaba era de su otro secretario.
—¿Cómo? ¿De Pagett? —exclamó, asombrado—. Lleva ocho años conmigo... es un hombre de toda confianza.
Mi interlocutor sonrió.
—Seguimos sin entendernos. Me refiero a la señorita.
—¿A la señorita Pettigrew? —exclamé.
—Sí. Se la ha visto salir de la tienda de Curiosidades Indígenas de Agrasato.
—¡Dios Santo! —le interrumpí—. Tenía la intención de entrar en esa tienda yo esta tarde. ¡Hubiera podido sorprenderme a
mí
saliendo de allí!
No parece haber en Jo'burg cosa inocente alguna que pueda uno hacer sin que despierte las sospechas de alguien.
—¡Ah! Es que ha estado allí más de una vez... y en circunstancias sospechosas. Más vale que le diga, en confianza, sir Eustace... que se cree que la tienda en cuestión es el punto de cita empleado por la organización culpable de esta huelga. Por eso me gustaría saber todo lo que usted pudiese decirme de esa señorita. ¿Dónde y cómo llegó usted a aceptar sus servicios?
—Me fue prestada —le repliqué fríamente— por el propio gobierno de la Unión Sudafricana.
Se quedó completamente aplastado.
Se continúa el relato de Anita
En cuanto llegué a Kimberley, telegrafié a Susana. Se reunió conmigo allí a toda prisa, anunciando su llegada por anticipado con telegramas expedidos por el camino. Quedé la mar de sorprendida al comprobar que me apreciaba mucho en realidad. Creí que yo no había sido para ella más que una novedad; pero me echó los brazos al cuello y lloró de verdad cuando volvió a verme.
Cuando nos hubimos rehecho un poco de nuestra emoción, me senté en la cama y le conté toda la historia, del principio al fin.
—Siempre sospechaste del coronel Race —dijo, pensativa, una vez terminé—. Yo no... hasta la noche en que desapareciste. ¡Le encontraba tan simpático desde el primer momento y creía ver en él tan buen esposo para ti...! Oh, Ana, querida, no te enfades, pero, ¿cómo sabes que ese joven tuyo dice la verdad? ¿Crees a pies juntillas todo lo que él dice?
—¡Claro que si! —exclamé, indignada.
—Pero, ¿qué encuentras en él que tanto te atrae? Yo no le veo nada, como no sea que es alocado y bien parecido, y que hace el amor con una mezcla de caíd y de hombre de las cavernas.
Descargué mi ira sobre Susana durante unos minutos.
—Como tú estás bien casada y te estás poniendo gorda, has olvidado la existencia del romanticismo.
—¡Oh! ¡No me estoy poniendo gorda, Anita! Con lo preocupada que me has tenido últimamente, debo de haberme quedado en los huesos.
—Pareces singularmente bien alimentada —le contesté con frialdad—. Debes de haber engordado tres o cuatro kilos por lo menos.
—Y habría que discutir eso de que estoy bien casada —continuó Susana, con melancólica voz—. He estado recibiendo cablegramas terribles de Clarence, en los que me ordena que vuelva inmediatamente a casa. Acabé por no contestarle y ahora hace quince días que no tengo noticias de él.
Me temo que no tomé muy en serio las preocupaciones matrimoniales de Susana. Sabrá convencer a Clarence divinamente cuando llegue el momento. Encaucé la conversación hacia el tema de los diamantes.
Susana me miró con la boca abierta.
—Te explicaré, Anita... En cuanto empecé a desconfiar del coronel Race, me quedé la mar de preocupada por los diamantes. Quería quedarme en las Cataratas, por si acaso te tenía secuestrada allí cerca, pero no sabía qué hacer con las piedras preciosas. Tenía miedo de conservarlas en mi poder...
Miró a su alrededor con inquietud, como si temiera que las paredes tuviesen oídos y luego me susurró vehemente al oído:
—Fue una idea magnífica —aprobó—. Para entonces, quiero decir. Ahora resulta un poco fastidioso eso. ¿Qué hizo sir Eustace de las cajas?
—Las grandes se expidieron a Ciudad de El Cabo. Recibí noticias de Pagett antes de irme de las Cataratas y, con ellas, adjuntó el recibo del lugar en que las había depositado. Y a propósito, sale de Ciudad de El Cabo hoy para reunirse con sir Eustace en Johannesburgo.
—Ya... —murmuré pensativa—. ¿Y dónde están las cajas pequeñas?
—Supongo que sir Eustace las tiene a su lado.
Reflexioné:
—Bueno —dije por fin—; es una complicación, pero creo que están seguros. Más vale que no hagamos nada de momento.
Susana me miró con una sonrisa.
—No te gusta estar sin hacer nada, ¿verdad, Anita?
—No mucho —repuse con sinceridad.
Lo que sí podía hacer era conseguir una guía de ferrocarriles y averiguar a qué hora pasaría por Kimberley el tren en que viajaba Pagett. Descubrí que llegaría la tarde siguiente a las cinco cuarenta, para volver a salir a las seis. Tenía deseos de ver a Pagett lo más aprisa posible y se me antojó aquélla una buena oportunidad. La situación se estaba poniendo muy seria en el Rand y podría transcurrir mucho tiempo antes de que se me presentara otra ocasión.
La única cosa que animó un poco el día fue un cable procedente de Johannesburgo. Un cable, cuyo contenido no podía parecer más inocente:
«Llegado sano y salvo. Todo marcha bien. Eric aquí. También Eustace, pero no Guy. No te muevas de dónde estás, de momento. Andy.»
Eric era un seudónimo de Race. Lo había escogido yo, porque es un nombre que me es antipatiquísimo. No había nada que hacer, evidentemente, hasta que viese a Pagett. Susana se entretuvo expidiendo un cablegrama largo y apaciguador a Clarence. Se puso verdaderamente sentimental. A su manera —que, claro está, es distinta a más no poder de la mía y de Enrique— le tiene mucho cariño, demasiado, a Clarence.
—¡Ojalá estuviese aquí, Anita! —exclamó, con un nudo en la garganta—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he visto!
—Ponte un poco de crema facial —le dije, consoladora.
Susana se frotó un poco de crema en la punta de su encantadora naricita.
—Y necesitaré más crema pronto, por añadidura —observó—. Y esta clase sólo se puede comprar en París —exhaló un suspiro—. ¡París!
—Susana —dije—, dentro de poco estarás harta a más no poder de África y de aventuras.
—Me gustaría un sombrerito que fuera elegante de verdad —contestó ella con añoranza—. ¿Quieres que te acompañe a ver a Pagett mañana?
—Prefiero ir sola. Le costará más trabajo hablar delante de las dos.
Así fue que me hallaba yo en la puerta del hotel a la tarde siguiente forcejeando con una sombrilla recalcitrante que se negaba a abrirse, mientras Susana yacía apaciblemente sobre la cama con un libro y una cesta de fruta.
Según el conserje, el tren se portaba bien aquel día y llegaría casi a su hora, aunque dudaba que lograse recorrer todo el camino hasta Johannesburgo. Me aseguró solemnemente que los huelguistas habían volado la vía. ¡Como para animar a cualquiera!
No me costó dar con Pagett.
—¡Ah, señorita Beddingfeld!, tenía entendido que había desaparecido usted.