El hombre del traje color castaño (26 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
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—Eso es una historia aparte —anuncié yo—. La
mía
. Y te la voy a contar ahora mismo. Escúchame con atención.

Capítulo XXVII

Enrique escuchó atentamente mientras narré todos los acontecimientos que he relatado ya en estas páginas. Lo que más le aturdió y sorprendió fue el saber que, durante todo aquel tiempo, los diamantes habían estado en mis manos o, mejor dicho, en las de Susana. Era una cosa que jamás se le había ocurrido sospechar siquiera. Claro está, después de conocer su historia, comprendí el por qué de la combinación de Carton, o la de Nadina más bien, puesto que estaba segura que ella habría sido la que concibiera el plan. Jamás conseguiría nadie apoderarse de las piedras atacándola a ella o a su esposo. El secreto había muerto con ella y no era fácil que el «Coronel» adivinase que se hallaban bajo la custodia del mayordomo de un barco.

Parecía seguro ya que Enrique podría demostrar su inocencia en el asunto del robo de los diamantes. Era la otra y más grave acusación la que paralizaba todas nuestras actividades. Porque según estaban las cosas, no podía salir al descubierto a defenderse.

Vez tras vez volvimos al mismo punto: la identidad del «Coronel». ¿Era Guy Pagett o no lo era?

—Yo diría que lo es, de no ser por una cosa —dijo Enrique—. Parece bastante seguro que fue Pagett quien asesinó a Anita Grünberg en Marlow..., cosa que indudablemente da color a la suposición de que el «Coronel» es él, puesto que lo que pretendía Anita no era cosa que pudiera discutirse con un subordinado. No; la única cosa que pugna contra esa teoría es el intento de quitarte a ti del paso la noche de tu llegada aquí. Viste a Pagett quedarse atrás en Ciudad de El Cabo. Hubiera sido completamente imposible que llegara aquí, por medio alguno, antes del miércoles siguiente. Es muy improbable que tenga emisarios por esta parte del mundo y todos sus planes tendían a encargarse de ti en Ciudad de El Cabo. Hubiese podido, claro está, cablegrafiar instrucciones a algún lugarteniente suyo de Johannesburgo, que hubiera podido coger el tren de Rhodesia en Mafeking. Pero tendrían que haber sido muy claras y concretas las instrucciones que recibiera para que pudiese escribir la nota que recibiste.

Guardamos silencio unos instantes. Luego dijo Enrique, muy despacio:

—¿Dices que la señora Blair estaba dormida cuando abandonaste el hotel, y que oíste a sir Eustace dictarle a la señorita Pettigrew? ¿Dónde estaba el coronel Race?

—No pude encontrarle en ninguna parte.

—¿Tenía algún motivo para creer que... tú y yo pudiésemos tener amistad?

—Puede haberlo tenido —respondí, pensativa, recordando nuestra conversación en los Matoppos. Es un hombre de personalidad muy fuerte —proseguí—; pero no se ajusta a la idea que yo me he formado del "Coronel". Y de todas formas, semejante idea resultaría ridícula. Pertenece al Servicio Secreto.

—¿Cómo lo sabes? Es la cosa más fácil del mundo insinuar una cosa así. Nadie lo contradice y el rumor se propaga hasta que todo el mundo lo toma por el Evangelio. Proporciona una excusa para toda suerte de actos dudosos. Ana, ¿te es simpático Race?

—Me lo es... y no me lo es. Me repele y al mismo tiempo me fascina. Pero una cosa sé: siempre le tengo algo de miedo.

—No sé si lo sabes —anunció Enrique, despacio—, pero estaba en África del Sur por el tiempo en que se cometió el robo.

—¡Si fue él quien le contó a Susana la historia del «Coronel» y le dijo que había estado en París intentando ponerse sobre la pista!

—Enmascaramiento y muy ingenioso, por cierto.

—¿Qué papel desempeña Pagett en el asunto entonces? ¿Trabajaba a sueldo de Race?

—Quizá —anunció Enrique deliberadamente— no desempeñe ningún papel.


¿Cómo?

—Haz memoria, Anita. ¿Oíste alguna vez la versión que dio Pagett de lo sucedido aquella noche a bordo del
Kilmorden
?

—Sí; por boca de sir Eustace.

Repetí la historia. Enrique me escuchó atentamente.

—Vio a un hombre que venía, al parecer, del camarote de sir Eustace y le siguió a cubierta. ¿Es lo que dice él? Y, ¿quién tenía el camarote de enfrente al de sir Eustace? El coronel Race. Supongo que el coronel Race subió a cubierta, y al fallarle su ataque contra ti, dio la vuelta y se encontró con Pagett que salía en aquel momento por la puerta del salón. Le derriba de un puñetazo y se mete dentro, cerrando la puerta. Llegamos nosotros y encontramos a Pagett caído. ¿Qué te parece?

—Olvidas que declaró positivamente que fuiste tú quien le derribó.

—Bueno, pues suponte que en el preciso instante en que recobra el conocimiento me ve a mí desaparecer a lo lejos. ¿No daría por sentado que era yo su atacante? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que había creído, desde el primer momento, que era yo la persona a quien había estado siguiendo con afán?

—Es posible, sí —contesté—. Pero eso cambia todas nuestras ideas. Y hay otras cosas.

—La mayoría de ellas son fáciles de explicar. El hombre que te siguió en Ciudad de El Cabo le habló a Pagett. Y éste consultó su reloj. Cabe la posibilidad de que aquel hombre sólo le estuviera preguntando la hora.

—¿Que fue nada más que una simple coincidencia, quieres decir?

—No, precisamente. Hay método en todo esto. Parece existir un plan para relacionar a Pagett con el asunto. ¿Porqué se escogió la Casa del Molino para el asesinato? ¿Sería porque Pagett había estado en Kimberley cuando se robaron los diamantes? ¿Le hubiesen cargado a él con la responsabilidad del crimen de no haberme presentado yo tan providencialmente en escena?

—Así, pues, ¿tú crees que puede ser completamente inocente?

—Así parece. Pero si eso es cierto, tenemos que averiguar lo que estaba haciendo en Marlow. Si puede dar una explicación razonable de eso, estamos sobre la pista verdadera.

Se puso en pie.

—Es más de medianoche. Acuéstate, Ana, y duerme un poco. Un poco antes del amanecer, te cruzaré en la canoa. Es preciso que tomes el tren de Livingstone. Tengo allí un amigo que te ocultará hasta que salga el tren. Ve a Bulawayo y coge el tren para Beira. Puedo averiguar por medio de mi amigo de Livingstone qué está sucediendo en el hotel y dónde están tus amigos ahora.

—Beira —dije, pensativa.

—Sí, Ana. Has de ir a Beira. Éste es trabajo de hombres. Déjalo de mi cuenta.

La emoción nos había dejado momentáneamente mientras discutíamos la situación; pero ahora volvió a apoderarse de nosotros. Ni siquiera nos miramos.

—Está bien —dije.

Y entré en la cabaña.

Me eché sobre las pieles del lecho; pero no me dormí. Oí a Enrique Rayburn pasearse de un lado para otro, hora tras hora. Por fin me llamó.

—Vamos, Ana. Es hora de marchar.

Me levanté y salí, obediente. Todavía era de noche, pero sabía que no tardaría en amanecer.

—Usaremos el bote, no la canoa automóvil —empezó a decir Enrique.

Y calló de pronto, alzando la mano.

—¡Chitón! ¿Qué es eso?

Escuché. No pude oír nada. Tenía él más agudo el oído que yo, sin embargo; el oído del hombre que ha vivido mucho tiempo en las grandes soledades. No tardé en oír yo también el leve rumor de canaletes al introducirse en el agua. Procedía de la ribera derecha del río y se aproximaba a nuestro embarcadero.

Escudriñamos la oscuridad y distinguimos un bulto sobre la superficie del agua. Era una embarcación. Luego surgió una llamarada. Alguien había encendido una cerilla. A su resplandor reconocí a un hombre: al holandés barbirrojo del chalet de Muizenberg. Los demás eran indígenas.

—¡Aprisa! ¡A la cabaña!

Me empujó hacia dentro. Descolgó de la pared un par de escopetas y un revólver.

—¿Sabes cargar un rifle?

—Nunca lo he hecho. Enséñame cómo se hace.

Aprendí en seguida. Cerramos la puerta y Enrique se colocó juntó a la ventana que daba hacia el embarcadero.

El bote estaba a punto de atracar.

—¿Quién va? —preguntó Enrique con su sonora voz.

Cualquier duda que hubiéramos podido tener acerca de las intenciones de nuestros visitantes se disiparon en seguida. Una lluvia de balas cayó a nuestro alrededor. Afortunadamente ninguna de ellas nos dio. Enrique alzó la escopeta. Sonó una detonación. Y otra. Y otra. Oí dos gemidos y un chapuzón.

—Eso les ha dado algo en qué pensar —murmuró sombrío, alargando la mano hacia la otra escopeta—. Procura permanecer bien al fondo por lo que más quieras, Ana. Y carga aprisa.

Más proyectiles. Uno le rozó la mejilla a Enrique. Los disparos con que él contestó fueron más certeros que los del enemigo. Yo tenía ya cargada la escopeta cuando se volvió a cogerla. Me rodeó con el brazo izquierdo, me estrechó contra su pecho y me besó con ferocidad antes de volverse hacia la ventana otra vez. De pronto lanzó un grito.

—Se van... Ya han recibido bastante. Resultan un blanco magnífico allá en el agua, y no pueden ver cuántos somos. Están derrotados de momento. Pero volverán. Tendremos que prepararnos para recibirlos.

Dejó caer la escopeta y se volvió hacia mí.

—¡Ana! ¡Hermosa! ¡Maravillosa! ¡Reina! Valiente como una leona. ¡Pelinegra hechicera!

Me tomó entre sus brazos; me besó el cabello, los ojos, la boca.

—Y ahora al navío —dijo, soltándome de pronto—. Saca esas latas de petróleo.

Hice lo que me mandaba. Él estaba ocupado dentro de la cabaña. A los pocos momentos le vi en el tejado, arrastrándose con algo en brazos. Se reunió conmigo un par de minutos más tarde.

—Baja a la embarcación. Tendremos que transportarla al otro lado de la isla.

Recogió el petróleo al desaparecer yo.

—Vuelven —dije en voz baja.

Había visto destacarse una mancha en la ribera opuesta.

Bajó corriendo a mi lado.

—Justamente a tiempo. Pero..., ¿dónde diablos está el bote?

Habían cortado las amarras de los dos. Enrique emitió un leve silbido.

—Nos encontramos en un trance apurado, querida. ¿Te asusta?

—No; a tu lado, no.

—Ah. Pero el morir juntos no es muy divertido. Haremos algo mejor que eso. Fíjate..., son dos botes llenos esta vez. Van a desembarcar en dos puntos distintos. Ahora vamos a ver el resultado de mi pantomima.

No había hecho más que decirlo, cuando surgió una llamarada de la cabaña. Su luz iluminó a dos figuras agazapadas sobre el tejado.

—Mi ropa vieja..., llena de trapos..., pero tardarán en darse cuenta de ello. Vamos, Ana, tenemos que recurrir a medios desesperados.

Cruzamos la isla a todo correr, asidos de la mano. Sólo un estrecho canal de agua la separaba de la ribera por aquel lado.

—Tenemos que cruzar a nado. ¿Sabes nadar, Ana? Aunque no importa. Puedo llevarte yo. Es mal sitio para una embarcación..., hay demasiadas rocas. Pero es el mejor sitio para atravesar a nado... y el lado que hemos de alcanzar para ir a Livingstone.

—Sé nadar un poco..., más distancia de ésa. ¿En qué consiste el peligro, Enrique? (Porque había notado su expresión.) ¿Tiburones?

—No, boba. Los tiburones viven en el mar, pero eres perspicaz, Ana. Cocodrilos..., ése es el peligro.

—¿Cocodrilos?

—Sí; no pienses en ellos... o reza, según te dé, cuando nades.

Nos echamos al agua. Mis oraciones debieron de ser eficaces, porque llegamos a la otra orilla sin incidentes y salimos del río chorreando.

—Ahora a Livingstone. Es duro el camino, me temo. Y el llevar la ropa mojada no nos ayudará. Pero hay que hacerlo.

Aquella caminata fue una verdadera pesadilla. La falda mojada me azotaba las piernas y se adhería al pie. Las espinas no tardaron en hacerme trizas las medias. Por fin me detuve, completamente agotada. Enrique volvió a mi lado.

—Animo, querida. Te llevaré un poco.

Así entré en Livingstone... echada a un hombro como un saco de patatas. No sé cómo pudo conmigo tanto rato y por semejante camino. Empezaba a rayar la aurora. El amigo de Enrique era un joven de veinte años, propietario de una tienda de curiosidades indígenas. Se llamaba Ned
[8]
. Quizá tuviera otro nombre, pero yo jamás lo oí. No pareció sorprenderse lo más mínimo al ver entrar a Enrique chorreando y con una mujer, no menos calada, de la mano. Los hombres son maravillosos.

Nos dio de comer, y café caliente, y nos puso a secar la ropa mientras nos envolvíamos en mantas de Manchester, de colores chillones. En la minúscula trastienda no corríamos el menor peligro de ser vistos, mientras iba él a investigar qué había sido de sir Eustace y sus amigos, y averiguar si había quedado alguno de ellos en el hotel.

Fue entonces cuando le informé a Enrique que nada del mundo me induciría a ir a Beira. Jamás había tenido la menor intención de ir de todas formas. Ahora por añadidura, toda razón de marchar allí había desaparecido. El objeto del plan había sido conseguir que mis amigos siguieran creyéndome muerta. Ahora que sabían que no lo estaba, de nada serviría que marchase a Beira. Ningún trabajo les costaría seguirme hasta allí y asesinarme tranquilamente. No tendría a nadie que me protegiera. Se acordó, por fin, que me reuniera con Susana, donde quiera que se encontrase, y que dedicara todas mis energías a cuidarme. No debía, con pretexto alguno, buscar aventuras ni intentar dar jaque al «Coronel».

Mi obligación era permanecer tranquilamente al lado de Susana y aguardar instrucciones de Enrique. Los diamantes habían de depositarse en el Banco de Kimberley a nombre de Parker.

—Hay otra cosa —dije pensativa—; debiéramos tener una clave o algo así. No conviene correr el riesgo de que se nos vuelva a engañar con mensajes falsos.

—Eso es muy fácil. Todo mensaje que proceda genuinamente de mi, contendrá la conjunción «y» tachada.

—Todo lo que no lleve la marca registrada es una burda imitación —murmuré—. ¿Y los telegramas?

—Cualquier telegrama mío irá firmado por «Andy».

—El tren llegará pronto ya, Enrique —dijo Ned, asomando la cabeza y volviéndola a retirar inmediatamente.

Me puse en pie.

—Y, ¿he de casarme con un hombre formal, bueno y trabajador si lo encuentro? —pregunté, humildemente.

—¡Dios! —exclamó—: Como llegues a casarte alguna vez con uno que no sea yo, Anita, le retuerzo el pescuezo. En cuanto a ti...

—¿Qué? —pregunté, agradablemente excitada en espera de su respuesta.

—¡Te llevaré conmigo y no dejaré un hueso sano en tu cuerpo!

—¡Qué marido más delicioso he escogido! —murmuré satíricamente— Y, ¡cómo cambia de opinión de la noche a la mañana!

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