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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (26 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Era pues una «retrasada mental», una «boba», una «estúpida», o eso había parecido, y eso la habían llamado a lo largo de toda su vida, pero era una «retrasada» con una capacidad poética inesperada y extrañamente conmovedora. Superficialmente era una masa de deficiencias e incapacidades, con las angustias y frustraciones profundas que eso implicaba; a este nivel era, y ella misma tenía la sensación de serlo, una lisiada mental… muy por debajo de las habilidades sin esfuerzo, las capacidades felices de los demás; pero a cierto nivel más profundo no había ningún sentimiento de deficiencia o incapacidad, sino una sensación de calma y plenitud, de estar plenamente viva, de ser un alma, profunda y elevada, e igual a todas las demás. Así pues, intelectualmente, Rebeca se sentía una lisiada; espiritualmente se sentía un ser pleno y completo.

La primera vez que la vi (torpe, tosca, desmañada) la vi, mera o totalmente, como una víctima, una criatura rota, cuyos trastornos neurológicos yo podía determinar y analizar con precisión: una multitud de apraxias y agnosias, una masa de defectos, deficiencias sensoriomotrices, limitaciones de conceptos y esquemas intelectuales similares (siguiendo criterios de Piaget) a los de un niño de ocho años. Una pobrecilla, me dije, quizás con un «fragmento de habilidad», un don extraño para el lenguaje; un mero mosaico de funciones corticales superiores, esquemas piagetianos… la mayoría deficientes.

La próxima vez que la vi, era todo muy distinto. No la tenía en una situación de prueba, no estaba «evaluándola» en una clínica. Yo paseaba por fuera (era un maravilloso día de primavera), me quedaban unos minutos para iniciar el trabajo en la clínica, y vi a Rebeca allí sentada en un banco, contemplando tranquilamente el follaje abrileño, con evidente satisfacción. No había en su postura nada de la torpeza que tanto me había impresionado la vez anterior. Sentada allí, con un vestido claro, la expresión tranquila, una leve sonrisa, me hizo recordar de pronto a una joven heroína de Chejov (Irene, Anya, Sonia, Nina) vista contra el telón de fondo de un bosquecillo de cerezos chejoviano. Podría haber sido una joven cualquiera disfrutando de un bello día de primavera. Ésta era mi visión humana, frente a mi visión neurológica.

Al acercarme oyó mis pisadas y se volvió, me dirigió una amplia sonrisa y me hizo un gesto mudo. «Contempla el mundo», parecía decir. «Qué hermoso es.» Y luego brotaron, en chorros jacksonianos, exclamaciones extrañas, súbitas, poéticas: «Primavera», «nacimiento», «crecimiento», «animación», «brotar a la vida», «estaciones», «todo tiene su tiempo». Pensé de pronto en el Eclesiastés: «Para todo hay una estación, y una época para cada objetivo bajo el cielo. Una época para nacer y una época para morir; una época para plantar y una época…». Esto era lo que, a su modo inconexo, me decía Rebeca: una visión de estaciones, de épocas, como la del Predicador. «Es un Eclesiastés idiota», me dije. Y en esta frase se unían, chocaban y se fundían mis dos visiones de ella (como idiota y como simbolista). Se había desenvuelto mal en la prueba, que, en cierto modo, estaba destinada, como todas las pruebas neurológicas y psicológicas, no sólo a descubrir, a revelar déficits, sino a descomponerla en funciones y déficits. Ella se había desmoronado, horriblemente, en la prueba formal, pero ahora estaba misteriosamente «integrada» y equilibrada.

¿Por qué se había desintegrado antes, cómo podía estar tan integrada ahora? Yo tenía una vigorosísima sensación de dos formas de pensamiento, o de organización, o de ser, totalmente distintas. La primera esquemática, capaz de ver pautas, de resolver problemas, ésta era la que había sido probada, y donde se la había encontrado tan deficiente, tan desastrosamente carente. Pero las pruebas no habían aportado datos más que de los déficits, nada decían de lo que pudiese estar, digamos,
más allá
de los déficits.

No me habían dado ningún indicio de sus capacidades positivas, de su aptitud para percibir el mundo real (el mundo de la naturaleza y quizás de la imaginación) como un todo coherente, inteligible, poético: su capacidad de ver esto, de pensar esto y (cuando podía) de vivir esto; no me habían dado ningún indicio de su mundo interior, que, no había duda,
era
integrado y coherente, y había que abordarlo como algo distinto a una serie de problemas o tareas.

Pero ¿cuál era el principio integrador que podía permitirle la integración (y que evidentemente era algo distinto a lo esquemático)? Pensé de pronto en su amor a los cuentos y relatos, a la coherencia y la composición narrativa. ¿Es posible, me pregunté, que este ser que tengo ante mí (que es al mismo tiempo una muchacha encantadora y una deficiente, una lisiada cognitiva) pueda
utilizar
una forma narrativa (o dramática) para componer e integrar un mundo coherente, en lugar de la forma esquemática, que es en ella tan defectuosa que sencillamente no funciona? Y mientras pensaba esto, la recordé bailando y recordé que así podía organizar sus movimientos por lo demás torpes y mal coordinados.

Mientras la contemplaba sentada allí en el banco (disfrutando no sólo de una visión simple de la naturaleza sino de una visión sagrada) pensé que nuestras «valoraciones», nuestros enfoques, son ridículamente impropios. No nos muestran más que déficits, no nos muestran potencialidades; sólo nos muestran rompecabezas y esquemas, cuando necesitamos ver música, narración, juego, un ser comportándose espontáneamente a su propio modo natural.

Rebeca, pensé, era completa y estaba intacta como ser «narrativo», en condiciones que le permitían organizarse de un modo narrativo; y saber esto era muy importante, pues te permitía verla, y ver su potencial, de un modo completamente distinto al impuesto por la forma esquemática.

Quizás fue una suerte que tuviese la oportunidad que tuve de ver a Rebeca en sus dos aspectos, dos aspectos tan diferentes (tan deficiente e incorregible en uno, tan llena de promesas y potencialidades en el otro) y que fuese ella uno de los primeros pacientes que vi en nuestra clínica. Porque lo que vi en ella, lo que ella me mostró, lo veo ahora en todos ellos.

A medida que continué viéndola, su personalidad pareció hacerse más profunda. O quizás reveló, o yo pasé a respetar, más y más sus profundidades. No eran profundidades totalmente dichosas (ninguna profundidad lo es nunca) pero fueron predominantemente dichosas durante la mayor parte del año.

Luego, en noviembre, murió su abuela, y la luz, la alegría que Rebeca había mostrado en abril pasaron a convertirse en la oscuridad y la aflicción más hondas. Estaba destrozada, pero se comportaba con mucha dignidad. La dignidad, la profundidad ética, se añadió en esta ocasión, formando un contrapunto serio y perdurable con el yo leve, lírico que yo había visto especialmente antes.

La visité en cuanto me enteré de la noticia y ella me recibió, con gran dignidad, pero paralizada de dolor, en su pequeña habitación de una casa que se había quedado vacía. Su expresión oral volvía a ser espasmódica (jacksoniana), emisiones breves de dolor y pesar. «¿Por qué tuvo que irse?» gimió; y añadió: «Lloro por mí, no por ella». Luego, tras una pausa: «La abuelita está perfectamente. Se ha ido a su Casa Grande». ¡Casa Grande! ¿Era un símbolo propio o un recuerdo inconsciente del Eclesiastés o una alusión a él? «Tengo mucho frío», exclamó, encogiéndose. «No está fuera, el invierno está dentro. Frío como muerte», añadió. «Ella era parte de mí. Parte de mí murió con ella.»

Estaba integrada en su dolor (trágica e integrada), no se percibía ni el más leve indicio de que se tratase de una «deficiente mental». Al cabo de media hora, se desbloqueó, recuperó parte de su calor y su animación y dijo: «Es invierno. Me siento muerta. Pero sé que vendrá de nuevo la primavera.»

La superación de aquella prueba fue lenta, pero positiva, tal como Rebeca, cuando estaba más afectada, había previsto. La ayudaron muchísimo el apoyo y la comprensión de una tía abuela suya, hermana de la fallecida, que se trasladó a vivir a la casa. También la ayudaron mucho la sinagoga y la comunidad religiosa, sobre todo los ritos de «sivan» y el status especial que se le otorgaba como la afligida, la familiar más allegada a la difunta. Es probable que también la ayudase el que pudiese hablar libremente conmigo. Y es interesante añadir que la ayudaron también los sueños, que explicaba muy animada, y que marcaron claramente etapas de la superación del dolor (ver Peters, 1983).

Lo mismo que la recuerdo, como Nina, bajo el sol abrileño, la recuerdo también, bosquejada con trágica claridad, en el sombrío noviembre de aquel año, en el lúgubre cementerio de Queens, rezando el Qaddish ante la tumba de su abuela. Las oraciones y los relatos bíblicos la habían atraído siempre, pues se ajustaban al aspecto «bendito», lírico, feliz, de su vida. Ahora, en las oraciones fúnebres, en el salmo 103 y sobre todo en el Qaddish, hallaba las únicas palabras adecuadas de aflicción y consuelo.

Durante los meses intermedios (entre la primera vez que la vi, en abril, y la muerte de su abuela aquel noviembre) Rebeca, como todos nuestros «clientes» (una palabra odiosa que se ponía de moda por entonces, en teoría menos degradante que «pacientes»), se vio obligada a participar en una serie de talleres y clases, como parte de nuestra Campaña Formativa y Cognitiva (eran también términos muy de aquel período).

La campaña fue completamente ineficaz en el caso de Rebeca, igual que en la mayoría de los demás casos. Yo acabé convencido de que era un procedimiento inadecuado, porque lo que hacíamos era centrarlos predominantemente en sus limitaciones, como se había hecho ya, inútilmente, y a menudo hasta el punto de la crueldad, a todo lo largo de sus vidas.

Prestábamos mucha atención, demasiada, a los defectos de nuestros pacientes, como Rebeca fue la primera en decirme, y demasiado poca a lo que estaba intacto o preservado en ellos. Utilizando otro término del argot, nos interesábamos demasiado en la «defectología», y demasiado poco en la «narratología», la ciencia olvidada y necesaria de lo concreto.

Rebeca mostraba claramente, con ejemplos concretos, con su propio yo, las dos formas de pensamiento y de inteligencia totalmente distintas, totalmente diferenciadas, la «paradigmática» y la «narrativa» (en la terminología de Bruner). Y aunque igualmente natural e innata para el entendimiento humano en expansión, la narrativa viene primero, tiene prioridad espiritual. Los niños muy pequeños gustan mucho de cuentos y relatos y los piden, y pueden entender cuestiones complejas expuestas como cuentos y fábulas, cuando su capacidad para captar conceptos generales, paradigmas, es casi inexistente. Esta capacidad simbólica o narrativa es la que aporta
un sentido del mundo
(una realidad concreta en la forma imaginativa de símbolo y relato) cuando el pensamiento abstracto no puede proporcionar ninguno. El niño sigue la Biblia antes de seguir a Euclides. No porque la Biblia sea más simple (podría decirse lo contrario) sino porque viene dada en una forma simbólica y narrativa.

Y en este sentido Rebeca, a los diecinueve años, era aún, como decía su abuela, «igual que una niña». Como una niña, pero no una niña, porque era adulta. (El término «retardado» indica un niño que persiste, el término «deficiente mental» un adulto deficiente; ambos términos, ambos conceptos, combinan falsedades y verdades profundas.)

En el caso de Rebeca (y en el de otros deficientes a los que se permite, o estimula, el desarrollo personal) las facultades emotivas, narrativas y simbólicas pueden desplegarse vigorosa y exuberantemente, y pueden producir (como en el caso de Rebeca) una especie de poetisa natural (o, como en el caso de José, un cierto género de artista natural) mientras que las potencias paradigmáticas o conceptuales, manifiestamente débiles desde el principio, se desarrollan muy lenta y laboriosamente y sólo pueden llegar a alcanzar un desarrollo muy limitado y raquítico.

Rebeca comprendía esto perfectamente, y me lo había indicado con toda claridad, desde el primer día que la vi, cuando me habló de su torpeza, y de que sus movimientos descompuestos y desorganizados se volvían integrados, ágiles y organizados con la música; y cuando me
mostró
que se integraba frente a un paisaje natural, una escena con unidad y sentido orgánicos, estéticos y dramáticos.

Con bastante brusquedad adoptó, a raíz de la muerte de su abuela, una actitud clara y terminante. «No quiero más clases, no quiero más talleres», dijo. «No me sirven de nada. No hacen nada por integrarme.» Y después, con aquella capacidad para la metáfora o el ejemplo precisos que yo tanto admiraba, y que tan bien desarrollada estaba en ella pese a su índice de inteligencia bajo, clavó la mirada en la alfombra del consultorio y dijo:

—Yo soy como una especie de alfombra viva. Necesito una pauta, un dibujo, como el que hay en esa alfombra. Me derrumbo, me descompongo, si no hay un dibujo.

Contemplé la alfombra, mientras Rebeca decía esto, y empecé a pensar en la famosa imagen de Sherrington, que comparaba la mente/cerebro con un «telar encantado», que tejía formas que se disolvían constantemente, pero que siempre tenían un sentido. Pensé: ¿es posible una alfombra tosca sin un dibujo?, ¿es posible el dibujo sin la alfombra (aunque esto pareciese como la sonrisa sin el gato de Cheshire)? Una alfombra «viva» como era Rebeca, tenía que tener ambas cosas… y ella especialmente, con su falta de estructura esquemática (la urdimbre y la trama, el tejido de la alfombra, como si dijésemos), podría descomponerse realmente sin un dibujo (la estructura escénica o narrativa de la alfombra).

—Debo tener un sentido —continuó— . Las clases, esas tareas extrañas no tienen ningún sentido… lo que me gusta de veras —añadió melancólicamente— es el teatro.

Sacamos a Rebeca del taller que odiaba y logramos incorporarla a un grupo de teatro especial. Le encantó… la integró; lo hacía asombrosamente bien: se convertía en cada papel en una persona completa, equilibrada, desenvuelta, con estilo. Y ahora si uno ve a Rebeca en el escenario, pues el teatro y el grupo teatral pronto se convirtieron en su vida, no llegaría nunca a imaginar siquiera que se trataba de una deficiente mental.

POSTDATA

El poder de la música, la narración y el teatro, es de la mayor importancia, teórica y práctica. Esto puede comprobarse hasta en el caso de idiotas con índice de inteligencia inferior a 20 y con el descontrol y la incapacidad motrices más extremadas. Sus movimientos torpes pueden desaparecer al instante con música y baile… de pronto, con la música, saben moverse. Vemos cómo los retrasados, incapaces de realizar tareas bastante simples que entrañan por ejemplo cuatro o cinco movimientos o maniobras en una secuencia, pueden hacerlos perfectamente si trabajan con música… la secuencia de movimientos que no pueden captar como esquemas resulta perfectamente captable como música, es decir impregnada de música. Se observa lo mismo, muy espectacularmente, en pacientes con lesión grave del lóbulo frontal y apraxia (una incapacidad para hacer cosas, para retener los programas y secuencias motrices más simples, incluso caminar, pese a que la inteligencia se mantenga perfectamente en todos los demás aspectos). Este defecto procedimental, o idiocia motriz, como podríamos llamarla, frente al que resulta totalmente infructuoso cualquier sistema corriente de instrucción rehabilitadora, se esfuma de inmediato si el instructor es la música. Todo esto es, sin duda, el motivo, o uno de los motivos, de las canciones de trabajo.

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