James es el único que se atreve a preguntar con tono quedo:
—¿Quién es esa joven, Callie?
Callie le mira con ojos centelleantes.
—Mi hija.
Luego se pone a gritar y vuelca la mesa y el ordenador que hay sobre ella.
Todos retrocedemos atónitos, conmocionados. No por su violenta reacción, sino por la revelación.
—¡Ese cabrón está muerto, muerto, muerto! —chilla volviéndose hacia mí—. ¿Me oyes, Smoky? —grita con un tono desgarrador.
Me veo apuntándola con una pistola, meses atrás, disparando con el cargador vacío. Por supuesto que la oigo.
—Consiga esa dirección, Leo —digo sin apartar los ojos de Callie—. Ahora mismo.
E
STOY sentada en el asiento del copiloto en el coche de Callie, rogando a Dios que sobrevivamos y lleguemos a nuestro destino en Ventura County. Callie conduce por la autopista 101 como una posesa, rompiendo la barrera del sonido. Confío en que los otros nos sigan. Leo había encontrado las señas de la titular del dominio llamado Rosa Roja en Internet, y Callie había salido por la puerta en estampida, sin darnos tiempo a reaccionar. Lo único que pude hacer fue salir detrás de ella.
La miro. Emana una mezcla de terror y peligro.
—Dime algo, Callie —dije sujetándome con fuerza al reposabrazos de la puerta.
—Mira en mi cartera —replica ella ásperamente—. Está en mi bolso.
Saco la cartera y la abro. Sé lo que quiere que vea en cuanto doy con ello. Es una fotografía pequeña, en blanco y negro, el tipo de foto de un bebé tomada en el hospital. En ella aparece una criatura recién nacida, con los ojos cerrados y la cabeza en forma de cono debido al esfuerzo de pasar por el canal vaginal.
—Yo tenía quince años —dice Callie tomando una curva muy cerrada a tal velocidad que los neumáticos rechinan. Su tono es seco—. Tenía quince años y era una estúpida. Me acosté con Billy Hamilton porque consiguió seducirme y quitarme las bragas y porque olía bien. Es curioso, ¿no, cielo? —pregunta con amargura—. Eso es lo que recuerdo de Billy. Que olía bien. Una mezcla de sol y lluvia.
No respondo. No es necesario.
—Billy me dejó preñada y se formó un escándalo mayúsculo en casa de los Thorne. Y de los Hamilton. Mi padre por poco me repudia. Mi madre fue a la iglesia y se quedó allí tres días. La opción de un aborto estaba descartada, éramos una respetable familia católica. —Las palabras de Callie rezuman sarcasmo y dolor—. Nuestros padres se juntaron para solucionar el tema. Así era como funcionaban en aquel entonces las familias burguesas en Connecticut. Billy tenía un futuro, y yo podía tenerlo, aunque por supuesto mancillado. —Callie sujeta con fuerza el volante—. Decidieron que yo terminara el curso recibiendo clases en casa, que tuviera al bebé discretamente y lo diera en adopción. Lo de las clases en casa lo justificaron con la historia de que yo padecía una alergia muy seria que requería que permaneciera unos meses aislada. Eso fue lo que decidieron, y así se hizo. El momento era perfecto. Tuve a la niña en verano y al año siguiente regresé al instituto como si no hubiera ocurrido nada. Lo cual casi era cierto. —Toma otra curva cerrada a toda pastilla—. No me dejaban salir, y advirtieron a Billy que mantuviera la boca cerrada so pena de muerte. —Callie se encoge de hombros—. Billy no era mal chico. Mantuvo la boca cerrada y después de lo ocurrido no me trató mal. Parecía como si el episodio no se hubiera producido nunca. —Me indica con la cabeza la foto que sostengo en la mano—. Pero aunque yo era una ingenua y una estúpida, comprendí que no podía fingir que todo había sido un sueño. Una de las enfermeras tomó la foto de la niña. Yo me forzaba a mirarla al menos una vez al mes. Y tomé varias decisiones —dice con tono quedo y solemne. La imagino sola en su habitación, haciéndose un juramento en silencio—. Decidí que jamás volvería a ser una estúpida y una ingenua. Que no quería saber nada del catolicismo. Y que era la última vez que permitía que otros tomaran una decisión importante por mí.
—Joder, Callie. —No sé qué decir.
Ella sacude la cabeza.
—Nunca traté de buscarla, Smoky. No me parecía justo. Sabía que la niña había sido adoptada. Era el único dato que sabía de ella. Y decidí dejar que viviera su propia vida. —Emite una risa dolorosa, como un cuchillo traspasando un objeto de metal—. Pero supongo que lo que dicen es verdad, cielo. Nunca dejas de ser madre, aunque hayas renunciado a tu hija. Ella tiene una página web pornográfica y probablemente haya muerto por ser yo su madre. La vida es la monda, ¿no te parece?
Sus manos tiemblan mientras aferra el volante. Contemplo de nuevo la foto. Eso era lo que Callie miraba cuando salí del lavabo en la cafetería. Callie, maleducada, irreverente, corrosiva, con una confianza en sí misma apabullante. ¿Cuántas veces al año sacaba esa fotografía, la miraba y sentía la tristeza que yo había visto en su rostro?
Miro las onduladas colinas que desfilan a través de la ventanilla, junto con algún que otro letrero de salida. El día está envuelto en un resplandor dorado; el cielo presenta un aspecto perfecto, sin una sola nube. Es el tipo de día soleado que la gente imagina cuando oye la palabra «California».
A la mierda con el sol y los cielos perfectos. Una parte de mí desea ponerse a gritar. Porque la realidad no deja de derribar los bolos: Matt, Alexa, Annie, Elaina… Ahora le ha tocado a Callie. Pero en vez de ponerme a gritar trato de expresar con palabras la intensidad de lo que siento.
—Escucha. Es posible que tu hija no esté muerta. Quizá lo hicieron para jorobarte.
Callie no responde. Me mira durante unos momentos. Sus ojos reflejan desesperación. Luego pisa el acelerador a fondo.
Llegamos a Moorpark unos treinta minutos después de partir de la oficina, gracias a las dotes de piloto de carreras de Callie. Es una ciudad pequeña pero pujante cerca de Simi Valley y Thousand Oaks, una mezcla de clase media y alta. Nos hallamos en el centro de la zona residencial. Nos detenemos frente a la casa. Es un edificio de dos plantas, pintado de blanco con rebordes azules. Todo está en silencio. Frente a nosotras vemos a un vecino segando el césped. La banalidad de la escena es surrealista.
Callie se apea rápidamente del coche, echando mano a su pistola. Una máquina mortífera pelirroja impulsada por el temor.
—Joder —mascullo apeándome también del coche y siguiéndola. Esto me da mala espina.
Me vuelvo, confiando en ver a Alan o a James pisándonos los talones, pero nada turba la paz que reina en esa zona residencial.
Callie se pone a aporrear la puerta principal sin vacilación.
—¡FBI! —grita—. ¡Abran!
Silencio. Al cabo de unos momentos oímos unos pasos que se acercan a la puerta. Miro a Callie. Tiene los ojos muy abiertos y las fosas nasales dilatadas. Empuña la pistola con ambos manos.
Oímos una voz femenina a través de la puerta.
—¿Quién es?
—El FBI, señora —responde Callie con el dedo sobre el guardamonte—. Haga el favor de abrir la puerta.
Imagino las dudas de la persona situada al otro lado de la puerta, casi las siento. Luego el pomo gira, la puerta se abre y…
Contemplo a la hija de Callie, viva, mirándonos atemorizada al ver que empuñamos unas pistolas.
Sostiene a un bebé en brazos.
N
OS hallamos en el interior de la casa. Callie está sentada en el cuarto de estar, con la cabeza apoyada en las manos. Yo estoy en la cocina, hablando por el móvil con Alan.
—Aquí no hay nada —digo—. El asesino pretendía intimidar a Callie.
—James y yo podemos estar allí en unos diez minutos. ¿Quieres que vayamos?
Dirijo la vista hacia el cuarto de estar y miro a Callie y a su hija. El ambiente es tenso, saturado de temor, cansancio y la típica resaca después de un subidón de adrenalina.
—No. Creo que cuantas menos personas haya aquí mejor. Volved a la oficina. Ya te llamaré.
—De acuerdo.
Alan cuelga. Respiro hondo y me encamino hacia el ciclón emocional. La hija de Callie, que se llama Marilyn Gale, se pasea frenéticamente por la habitación, dando unas palmaditas en la espalda al bebé al tiempo que se detiene y echa a andar de nuevo, una y otra vez. Pienso que las palmaditas están más destinadas a reconfortarse a ella misma que al bebé.
Es igualita que Callie, aunque la joven no parece haberse percatado todavía de ese detalle. Es algo más baja, un poco más rellenita y tiene unas facciones más suaves. Pero el pelo rojo es idéntico. Y el rostro y el cuerpo poseen la misma belleza, como la de una modelo. Los ojos son distintos. Supongo que los ha heredado de Billy Hamilton. Lo que más me recuerda a Callie es la ira de Marilyn. Está muy cabreada, siente la furia que suele desencadenar un súbito temor.
—¿Quieren hacer el favor de explicarme a qué viene todo esto? —pregunta con tono estridente—. ¿Por qué motivo dos agentes del FBI se presentan inopinadamente en mi casa empuñando sus pistolas?
Callie no responde. Sigue con la cabeza apoyada en las manos. Parece agotada.
Tendré que ser yo quien aclare las cosas.
—Siéntese, señora Gale. Se lo explicaré todo, pero creo que en primer lugar debe relajarse.
Marilyn se detiene y me mira enojada. Casi basta para convencerme de que la genética desempeña cierto papel en la personalidad. En los ojos furibundos de la joven observo el carácter enérgico de Callie.
Yo la miro sonriendo tímidamente. Ella se sienta. Callie aún no ha levantado la cabeza de las manos.
—Soy la agente especial Smoky Barrett, señora Gale, y…
—Señorita, no señora —me interrumpe Marilyn—. ¿Barrett? ¿La agente a la que un tipo atacó hace seis meses? ¿La que perdió a su marido y su hija?
Siento que el corazón se me encoge. Pero asiento con la cabeza.
—Sí.
Eso parece disipar el temor de Marilyn. Sigue enojada, pero su enojo está teñido de compasión. El ciclón remite. Sólo se vislumbra algún que otro rayo a lo lejos.
—Lo siento —dice, y parece fijarse por primera vez en mis cicatrices. Las contempla con una expresión mesurada y cautelosa, pero no con repulsión. Me mira a los ojos y veo en ellos algo que me sorprende. No una expresión de lástima, sino de respeto.
—Gracias —respondo. Respiro hondo y prosigo—: Estoy a cargo del grupo del FBI en Los Ángeles que se ocupa de los crímenes violentos. De los asesinatos en serie. Perseguimos a un hombre que ya ha matado a una mujer. Ese hombre envió un correo electrónico a la agente Thorne indicando que usted era su próximo objetivo.
Marilyn palidece y estrecha al bebé contra su pecho.
—¿Qué? ¿Yo? ¿Por qué yo?
Callie alza por fin la vista. Apenas la reconozco. Está pálida, demudada.
—Ese asesino persigue a mujeres que tienen páginas pornográficas en la Red. Nos envió un enlace con su página web.
El temor da paso a la perplejidad en el rostro de Marilyn. No sólo perplejidad, sino pavor.
—¿Cómo? ¡Cielo santo! Pero si yo no tengo una página web. Y menos una página pornográfica. Estudio en la universidad, aunque ahora estoy de baja por maternidad. Ésta es la segunda residencia de mis padres; me la han prestado para que me aloje durante un tiempo.
Silencio. Callie la mira, calibrando la confusión de la joven. Comprendiendo, como yo, que es imposible fingir esa expresión de desconcierto. Marilyn dice la verdad.
Callie cierra los ojos. Su rostro muestra una expresión de alivio no exento de tristeza. Lo comprendo. Se siente aliviada de que su hija no se dedique a la pornografía. Pero sabe que ése es sólo uno de los motivos por los que Jack Jr. se ha fijado en Marilyn. Una profunda sensación de alivio mezclado con una intensa sensación de culpa, mi mezcla favorita.
—¿Están seguras de que ese hombre se refería a mí?
—Sí —responde Callie.
—Pero yo no tengo una página web pornográfica.
—El asesino tiene otros motivos —dice Callie mirando a la joven—. ¿Es usted adoptada, señorita Gale?
Marilyn frunce el ceño.
—Sí. ¿Por qué…?
La joven se detiene y mira a Callie atentamente por primera vez. De pronto abre los ojos como platos, estupefacta. La observo examinar el rostro de Callie, casi la oigo hacer unas comparaciones mentalmente. Veo en sus ojos el impacto de la revelación.
—Usted… usted es…
Callie esboza una sonrisa amarga.
—Sí.
Marilyn permanece muda, anonadada. Su rostro trasluce diversas emociones: asombro, incredulidad, dolor, indignación… Pero no puede encajarlas.
—Yo… no sé qué… —Marilyn se levanta bruscamente, estrechando con fuerza al bebé—. Voy a acostarlo en su cuna. Vuelvo enseguida. —Sale apresuradamente de la habitación y sube la escalera que conduce al segundo piso de la casa.
Callie se reclina hacia atrás en la butaca y cierra los ojos. Parece como si necesitara dormir durante un billón de años.
—Menos mal que todo ha ido bien, cielo.
Me vuelvo hacia ella. Su rostro refleja un profundo cansancio y temor. Está hecha polvo. ¿Qué puedo decirle?
—Está viva.
Callie asimila esa simple verdad. Una verdad profunda semejante a la que ella me ofreció en el hospital. Entonces abre los ojos y me mira.
—Eres una optimista —dice sonriendo. Detecto cierto nerviosismo en su voz, pero me siento más animada.
En ese momento oímos unos pasos bajando la escalera. Marilyn entra en el cuarto de estar. Parece haber recobrado la compostura. Parece recelosa, pensativa. Quizás un tanto intrigada.
Me maravilla lo rápidamente que se ha recuperado, pero luego recuerdo de quién es hija.
—¿Queréis tomar algo? ¿Un vaso de agua, un café?
—Un café —respondo.
—Yo prefiero un vaso de agua —dice Callie—. En estos momentos no necesito ingerir ningún estimulante.
Esa ocurrencia hace sonreír a Marilyn.
—Ahora mismo os lo traigo.
Se dirige a la cocina y regresa con una bandeja. Me pasa mi café y señala la jarrita de leche y el azucarero. Entrega a Callie su vaso de agua y toma la taza de café que se ha preparado para ella. Luego se sienta cómodamente, doblando las piernas y apoyándolas en el sofá, y mira a Callie mientras sostiene la taza de café con ambas manos.
Después del golpe inicial, observo en sus ojos una expresión de inteligencia. Y de fuerza. No la fuerza de Callie, ni su dureza. Es casi una mezcla de Elaina y Callie, de la Madre por antonomasia y el acero.