Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Bravo, querida —dijo quedamente—. Una semana magnífica, si me permites decirlo. ¿Algo más?
Phoebe negó con un gesto.
—Quiero decir, para quemar —dijo él.
Ella negó de nuevo.
Craw la miró detenidamente.
—Phoebe, querida mía —declaró al fin, como si hubiera llegado a una importante decisión—. Mueve el trasero. Es hora de que te lleve a cenar.
Ella se volvió y le miró confusa. La bebida se le había subido a la cabeza, como siempre.
—Me atrevo a sugerir que una cena amistosa entre camaradas de la pluma de vez en cuando, no contradice la cobertura. ¿Qué te parece?
Le hizo mirar un rato a la pared mientras se ponía un lindo vestido. Antes tenía un colibrí, pero se murió. Él le compró otro, pero también se murió, así que decidieron que el piso traía mala suerte a los colibríes y renunciaron a ellos.
—Tengo que llevarte un día a esquiar —le dijo, mientras ella cerraba la puerta una vez ambos fuera. Era un chiste entre ellos, que se relacionaba con el paisaje nevado de la postal.
—¿Sólo un día? —contestó ella.
Eso también era un chiste, parte de la misma broma habitual.
En aquel año de la confusión, como diría Craw, aún era inteligente comer en un sampán en Causeway Bay. Los elegantes aún no lo habían descubierto, la comida era barata y difícil de encontrar en otro sitio. Craw corrió el riesgo y cuando llegaron a la orilla del mar la niebla había levantado y el cielo nocturno estaba despejado. Eligió el sampán que quedaba más lejos de la orilla, oculto entre un racimo de pequeños juncos. El cocinero estaba acuclillado ante el brasero de carbón y servía su esposa, los cascos de los juncos se alzaban sobre ellos, bloqueando las estrellas, y los niños de las barcas correteaban como cangrejos de una cubierta a otra, mientras sus padres canturreaban lentas y extrañas letanías sobre el agua negra. Craw y Phoebe, acuclillados en taburetes de madera bajo el plegado dosel, a poco más de medio metro del agua, comieron salmonetes a la luz de un farol. Más allá de las barreras antitifón pasaban deslizándose los barcos, edificios iluminados en movimiento, y los juncos cabeceaban en sus estelas. Hacia tierra, la isla gemía y retumbaba y palpitaba, y las inmensas colmenas relumbraban como joyeros abiertos por la belleza engañosa de la noche. Presidiéndolos a todos, vislumbrándose entre los bamboleantes dedos de los mástiles, asentada sobre el negro Pico, la Reina Victoria, su cara tiznada amortajada de vellones iluminados por la luna: la diosa, la libertad, el señuelo de todo aquel salvaje forcejeo y ajetreo del valle.
Hablaban de arte. Phoebe estaba haciendo lo que Craw consideraba su número cultural. Era muy aburrido. Un día, decía Phoebe soñolienta, dirigiría una película, quizás dos, en la China
auténtica,
la
real.
Había visto hacía poco un romance histórico, obra de Run Run Shaw, sobre las intrigas palaciegas. Consideraba la película excelente aunque un poco demasiado… bueno…
heroica.
Teatro, luego. ¿Se había enterado Craw de la buena noticia de que los Cambridge Playera tal vez actuaran en la Colonia en diciembre? De momento era sólo un rumor, pero Phoebe tenía la esperanza de que se confirmara a la semana siguiente.
—
Eso
sería divertido, Phoebe —dijo Craw con toda sinceridad.
—
No
sería en absoluto divertido —replicó Phoebe con firmeza—. Los Players están especializados en sátira social feroz.
Craw sonrió en la oscuridad y le sirvió más cerveza. Siempre podéis aprender, se dijo, siempre pueden aprender. Monseñores.
Luego, sin que ella percibiera conscientemente, ninguna incitación, Phoebe empezó a hablar de sus millonarios chinos, que era lo que Craw llevaba esperando toda la velada. En el mundo de Phoebe, los ricos de Hong Kong eran la realeza. Sus flaquezas y excesos circulaban tan pródigamente como en otros lugares las vidas de actrices o futbolistas. Phoebe los conocía de carrerilla.
—Bueno, ¿quién es el cerdo de la semana esta vez, Phoebe? —preguntó cordialmente Craw.
Phoebe estaba indecisa.
—¿A quién debemos elegir? —dijo, afectando una frívola indecisión. Estaba el cerdo PK, desde luego, su sesenta y ocho aniversario era el martes, tenía una tercera mujer a la que doblaba la edad. Y, ¿cómo celebra su cumpleaños PK? Fuera de la ciudad, con una zorra de veinte años.
Repugnante, confirmó Craw.
—PK —repitió luego—. PK era el tipo de los pilares, ¿no?
Hong Kong cien por cien, dijo Phoebe. Dragones de casi tres metros de altura, hechos de fibra de vidrio y plástico para poder ser iluminados desde el interior. O tal vez el cerdo YY, reflexionó Phoebe juiciosamente, cambiando de opinión. YY era sin lugar a dudas, un candidato. YY se había casado hacía exactamente un mes, con aquella linda hija JJ Haw, de Haw y Chan, los reyes de los petroleros, mil langostas en el banquete nupcial. Dos noches antes, apareció en una recepción con una nueva amante, comprada con el dinero de su esposa, un ser insignificante al que había engalanado en Saint—Laurent y decorado con un collar de cuatro vueltas de perlas Mikimoto, alquilado, por supuesto, no regalado. A pesar de sí misma, a Phoebe se le quebraba y suavizaba la voz.
—Bill —susurró—, esa chica tenía un aspecto absolutamente fantástico junto a ese viejo sapo. Qué lástima que no lo vieses.
O quizás Harold Tan, consideró soñadoramente. Harold había sido particularmente repugnante. Harold había hecho venir en avión a sus hijos desde sus colegios de Suiza para el festival, viaje de ida y vuelta en primera desde Ginebra. A las cuatro de la mañana estaban todos cabrioleando desnudos alrededor de la piscina, los chicos y sus amigos, borrachos, echando champán al agua, mientras Harold intentaba fotografiar la escena.
Craw esperaba, manteniéndole abierta de par en par la puerta, en su mente, pero ella aún no la cruzaba, y Craw era demasiado perro viejo para empujarla. Los chiu—chow eran mejores, dijo taimadamente.
—Los chiu—chow no harían un disparate así, ¿eh Phoebe? Los chiu—chow tienen los bolsillos muy grandes y los brazos muy cortos —comentó—. Los chiu—chow son capaces de hacer enrojecer de envidia a un escocés, ¿verdad Phoebe?
Phoebe no tenía sensibilidad para la ironía.
—No estoy de acuerdo con eso —replicó ceñuda—. Muchos chiu—chow son generosos e idealistas.
Estaba conjurando en ella al hombre, lo mismo que conjura el mago una carta, pero aun así ella vaciló, se desvió, buscó alternativas. Mencionó a uno, a otro, perdió el hilo, quiso más cerveza, y cuando él ya estaba a punto de renunciar, ella comentó, vagamente:
—Y en cuanto a Drake Ko, es un
cordero
completo. No digas nada contra Drake Ko, por favor.
Ahora le tocaba alejarse a Craw. Qué pensaba Phoebe del divorcio del viejo Andrew Kwok, preguntó. ¡Demonios,
eso sí
debía haber costado dinero! Decían que ella se lo había sacudido de encima hacía mucho, pero que quería esperar hasta que él reuniese un buen montón y mereciese realmente la pena divorciarse. ¿Hay algo de verdad en eso, Phoebe? Y continuó así; tres, cinco nombres. Antes de permitirse coger el anzuelo.
—¿Sabes si es verdad lo de que Drake Ko tiene una amante ojirredonda? Lo comentaron el otro día en el Club Hong Kong. Una rubia, dicen que es un bombón.
A Phoebe le gustaba imaginar a Craw en el Club Hong Kong. Satisfacía sus anhelos coloniales.
—Bueno,
todo el mundo
está enterado —dijo cansinamente, como si Craw estuviera como siempre a años luz de la presa—. En tiempos,
todos
las tenían… ¿no lo sabías? PK tuvo dos, ya lo sabes. Harold Tan tuvo una, hasta que se la robó Eustace Chow, y Charlie Wu intentó llevar a la suya a cenar a casa del gobernador, pero su
tai—tai
no dejó que el chófer fuera a recogerla.
—¿Y dónde demonios las conseguían? —preguntó Craw, riéndose.
—En las líneas aéreas, dónde va a ser —replicó Phoebe con evidente disgusto—. Las azafatas que hacían horas extras en sus escalas, quinientos dólares norteamericanos por noche por una puta blanca.
Y
las líneas aéreas inglesas también, no te creas, las inglesas eran las peores. Luego a Harold Tan le gustó tanto la suya que llegó a un acuerdo con ella, y poco después todas tenían pisos y recorrían las tiendas como duquesas cada vez que hacían una escala de cuatro días en Hong Kong. En fin, algo repugnante. Pero bueno lo de Liese es una cosa muy distinta. Liese tiene clase. Es muy aristocrática, sus padres tienen unas fincas fabulosas en el sur de Francia y además son propietarios de un islote en las Bahamas. Ella se niega a aceptar su riqueza sólo por razones de independencia moral. Bueno, no hay más que fijarse en su estructura ósea.
—
Liese —
repitió Craw—.
¿Liese?
Alemana, ¿eh? No soporto a los alemanes. No tengo prejuicios raciales, pero a mí los alemanes no me interesan. Pero, lo que me pregunto es qué hace un buen muchacho chiu—chow como Drake con una odiosa huna de concubina. De todos modos, tú deberías saberlo, tú eres la especialista, es tu jurisdicción, querida. ¿Quién soy yo para criticar?
Se habían trasladado a la parte de atrás del sampán y estaban tendidos en cojines uno junto al otro.
—No seas tan ridículo —replicó Phoebe—. Liese es una chica inglesa de la aristocracia.
—Tralalalá —dijo Craw, y contempló un rato las estrellas.
—Ella ejerce una influencia positiva y educativa sobre él.
—¿Quién? —dijo Craw, como si hubiera perdido el hilo.
Phoebe habló con los dientes apretados.
—
Liese
ejerce una influencia educativa sobre
Drake Ko.
Escúchame, Bill. ¿Te has dormido? Bill, creo que deberías llevarme a casa. Llévame a casa, por favor.
Craw lanzó un ronco suspiro. Aquellas riñas de amantes que tenían eran acontecimientos que se producían como mínimo cada seis meses, y ejercían un efecto purificador en sus relaciones.
—Querida mía. Phoebe. Escúchame ¿quieres? Por un momento, ¿eh? Ninguna chica inglesa, de alta cuna, de delicados huesos o patizamba puede llamarse
Liese, a
menos que haya un huno operando por alguna parte. Eso para empezar. ¿Cómo se apellida?
—Worth.
—¿Worth qué? Está bien, era un chiste. Olvídalo. Esa chica se llama Elizabeth. Cuyo diminutivo es Lizzie. O Liza. Liza de Lambeth. Oíste mal. Ahí puedes hincar el diente si quieres:
Señorita Elizabeth Worth.
Ahí sí que puedo ver la estructura ósea de que hablas. Liese no, querida. Lizzie.
Phoebe se puso claramente furiosa.
—¡No vengas a decirme cómo tengo que pronunciar las cosas! —replicó—. Se llama
Liese,
pronunciado Lisa y escrito L—I—E—S—E porque yo se lo
pregunté
a ella y lo
anoté y
he impreso ese nombre en… oh Bill —y apoyó la frente en el hombro de él—. Oh, Bill. Llévame a casa.
Y empezó a llorar. Craw la atrajo hacia sí, dándole cariñosas palmadas en el hombro.
—Oh vamos, cariño, anímate. La culpa es mía, no tuya. Debería haberme dado cuenta de que era amiga tuya. Una elegante mujer de sociedad como Liese, una mujer bella y rica, que tiene una relación romántica con uno de los miembros de la nueva nobleza de la isla: ¿Cómo no iba a ser amiga suya una periodista diligente como Phoebe? Estaba ciego. Perdóname.
Se permitió después un intervalo aceptable, tras el cual preguntó con indulgencia:
—¿Qué pasó? La entrevistaste, ¿verdad?
Por segunda vez aquella noche, Phoebe se secó los ojos con el pañuelo de Craw.
—Ella me suplicó. No es amiga mía. Es demasiado importante para ser mi amiga. ¡Cómo iba a serlo! Ella me suplicó que no publicara su nombre. Está aquí de incógnito. Su vida depende de eso. Si sus padres supieran que está aquí, enviarían a buscarla de inmediato. Tienen muchísimas influencias. Cogen aviones particulares, todo. En cuanto supieran que está viviendo con un chino, harían lo indecible pare conseguir que volviera con ellos. «Phoebe —me dijo—, de todos los habitantes de Hong Kong puede que tú seas quien mejor comprenda lo que significa vivir bajo la sombra de la intolerancia.» Apeló a mí. Te lo aseguro.
—Muy bien —dijo Craw con firmeza—. No rompas nunca esa promesa, Phoebe. Las promesas hay que cumplirlas.
Lanzó un suspiro de admiración y luego continuó:
—Los atajos de la vida, yo siempre lo digo, son aún más extraños que las autopistas de la vida. Si publicases eso en tu periódico, el director diría que estabas chiflada, estoy seguro, y sin embargo es cierto. Y constituye por sí sólo un ejemplo resplandeciente y asombroso de integridad humana.
Phoebe había cerrado los ojos, así que Craw le dio una sacudida para que los abriera.
—Pero, lo que me pregunto es dónde tuvo su origen un asunto como ése. ¿Qué estrella, qué azar feliz, puede unir a dos almas tan necesitadas? Y además en Hong Kong, Dios mío.
—Fue el destino. Ella ni siquiera vivía aquí. Se había retirado por completo del mundo después de una desdichada relación amorosa y había decidido pasar el resto de la vida haciendo delicadas piezas de joyería con el propósito de dar al mundo algo bello en medio de tanto sufrimiento. Vino en avión por un día o dos, sólo para comprar un poco de oro, y por pura casualidad, en una de esas fabulosas recepciones de Sally Cale, conoció a Drake Ko; y así empezó la cosa.
—Es decir, que a partir de entonces se abrió la vía del verdadero amor, ¿no?
—Claro que no. Le conoció. Se enamoró de él. Pero estaba decidida a no comprometerse y volvió a casa.
—
¿A casa? —
repitió Craw, desconcertado—. ¿Dónde tenía su casa esa mujer tan íntegra?
Phoebe se echó a reír.
—No en el sur de Francia, tonto. En Vientiane. En una ciudad a la que nadie va. Una ciudad sin vida social, sin ninguno de los lujos a los que ella estaba acostumbrada desde pequeña. Ese fue el lugar que eligió. Su isla. Tenía amigos allí, le interesaba el budismo y el arte y la antigüedad.
—¿Y dónde anda ahora? ¿Aún sigue en su humilde y rústico retiro, aferrada a sus ideas de abstinencia? ¿O el hermano Ko la ha inducido a seguir senderos menos frugales?
—No seas sarcástico. Drake le ha dado un apartamento maravilloso, naturalmente.
Era el límite de Craw: lo percibió de inmediato. Tapó la carta con otras, contó sus historias sobre el viejo Shanghai. Pero no dio ni un paso más hacia la escurridiza Liese Worth, pese a que Phoebe podría haberle ahorrado mucho trabajo de piernas.