El honorable colegial (31 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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Un pétreo silencio recibió la última propuesta, y a ello contribuyó el desconcierto del propio Guillam. Que Guillam supiera, en ninguna parte, en ninguna de las discusiones preparatorias en el Circus, o con Lacon, había planteado nadie, ni siquiera el propio Smiley, la cuestión de la reapertura de High Haven o de buscarle sucesor. Se alzó un nuevo clamor.

—Si eso no es posible —concluyó, por encima de las protestas—, si no podemos tener residencia propia, pedimos, como mínimo, aprobación a ciegas para controlar a nuestros agentes extraoficiales en la Colonia. Ningún conocimiento de las autoridades locales, pero aprobación y protección de Londres. Y que se legitimicen retrospectivamente las fuentes que existan. Por escrito —concluyó, con una firme mirada a Lacon, tras lo cual se puso de pie.

Guillam y Smiley se sentaron lúgubremente, en la sala de espera, en el mismo banco salmón donde habían empezado, codo con codo, como pasajeros que viajan en la misma dirección.

—¿Por qué? —murmuró una vez Guillam; pero hacerle preguntas a George Smiley no sólo era de mal gusto aquel día; era un pasatiempo expresamente prohibido por el letrero de aviso que colgaba sobre ellos en la pared.

Es la forma más estúpida de estropear una jugada, pensaba con desánimo Guillam. Lo has tirado todo por la borda, pensaba. Pobre tonto: al final se pasó de la raya. La única operación que podría ponernos de nuevo en juego. Codicia, eso fue. La codicia de un viejo espía que tiene prisa. Seguiré con él, pensaba Guillam. Me hundiré con el barco. Abriremos los dos una granja avícola. Molly podrá llevar las cuentas y Ann podrá tener aventuras bucólicas con los peones.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—No es cuestión de sentimiento —contestó Smiley.

Muchísimas gracias, pensó Guillam.

Los minutos llegaron a veinte, Smiley no se había movido. Tenía la barbilla caída sobre el pecho, los ojos cerrados y podría parecer que estuviese rezando.

—Quizá debieras tomarte una tarde libre —dijo Guillam.

Smiley se limitó a fruncir el ceño.

Apareció un ordenanza, invitándoles a volver. Lacon presidía ahora la mesa y sus ademanes eran introductorios. Enderby estaba sentado a dos asientos de él, conversando en murmullos con el galés Hammer. Pretorius estaba sombrío como nube tormentosa y su dama sin nombre fruncía los labios en un inconsciente beso reprobatorio. Lacon hizo crujir sus notas pidiendo silencio y, como un juez quisquilloso, empezó a leer las detalladas conclusiones del comité antes de pronunciar el veredicto. Hacienda había expuesto una seria protesta sobre el mal uso de la cuenta administrativa de Smiley. Smiley debía tener en cuenta también que cualquier necesidad de permisos para actuar dentro del ámbito nacional debía solicitarse por anticipado al Servicio de Seguridad y no «saltar sobre ellos como un conejo que brota de un sombrero en una sesión de gala del comité». No había ninguna posibilidad de abrir de nuevo la residencia de Hong Kong. Ese paso era imposible, simplemente por el problema del tiempo. En realidad, era una propuesta sencillamente vergonzosa, vino a decir. Había una cuestión de principios, habrían de realizarse consultas al más alto nivel, y, dado que Smiley se había manifestado específicamente contrario a que se informase al gobernador de sus hallazgos (Lacon se quitó el sombrero aquí para Wilbraham) resultaría durísimo defender la reapertura de la residencia en un futuro previsible, teniendo en cuenta, sobre todo, la desdichada publicidad que había rodeado la evacuación de High Haven.

—Debo aceptar esa propuesta muy a mi pesar —dijo Smiley muy serio.

Por amor de Dios, pensó Guillam: ¡por lo menos caigamos luchando!

—Acéptalo como quieras —dijo Enderby, y Guillam habría jurado que había visto un brillo de triunfo en los ojos de Enderby y del galés Hammer.

Cabrones, pensó simplemente. No tendréis pollos gratis. Mentalmente, se despedía de todos ellos.

—Todo lo demás —dijo Lacon, posando una cuartilla y cogiendo otra—, con ciertas condiciones limitadoras y ciertas salvaguardias respecto a conveniencia, dinero y duración de la licencia, se concede.

* * *

El parque estaba vacío. Los viajeros abonados menores habían dejado el campo a los profesionales. Había unos cuantos amantes tendidos en la hierba húmeda, como soldados después del combate. Un puñado de flamencos dormitaban. Al lado de Guillam, mientras éste seguía eufóricamente en la estela de Smiley, Roddy Martindale entonaba alabanzas a Smiley.

—Creo que George es sencillamente maravilloso. Indestructible. Y el
control. Es
algo que me entusiasma. Es mi cualidad humana favorita. George lo tiene a paladas. Uno cambia de punto de vista sobre estas cosas cuando le traducen. Uno se pone al nivel de ellas, lo admito. ¿Tu padre era arabista, verdad?

—Sí —dijo Guillam, pensando de nuevo en Molly, preguntándose si aún sería posible cenar.

—Y terriblemente
Almanach de Gotha.
Pero, ¿era un especialista a.C. o un especialista d.C.?

Cuando Guillam estaba a punto de dar una respuesta absolutamente obscena, se dio cuenta, justo a tiempo, de que Martindale preguntaba por algo tan inofensivo como las preferencias eruditas de su padre.

—¡Oh, a.C.!…a.C. completo —dijo—. Habría llegado hasta el Edén si hubiese podido.

—Ven a cenar.

—Gracias.

—Fijaremos una fecha. ¿Quién es
divertido,
para variar? ¿Quién te agrada?

Delante de ellos, flotando en el aire impregnado de rocío, oyeron la áspera voz de Enderby que aplaudía la victoria de Smiley.

—Una reunión
bárbara.
Se ha conseguido muchísimo. No se ha cedido en nada. Una mano
bien
jugada. Creo que si se encaja ésta casi podremos hacer una ampliación. Y los primos cooperarán, ¿verdad? —gritaba, como si aún estuviesen en la sala de seguridad—. ¿Has tanteado allí? ¿Te llevarán las maletas y no intentarán apuntarse el tanto? Un asunto difícil ése, me parece a mí, pero supongo que ya estás al tanto de ello. Dile a Martello que lleve los zapatos de
crepé,
si tiene, o nos meteremos en líos con los coloniales en seguida. Da pena el viejo Wilbraham. Habría gobernado la India bastante bien.

Tras de ellos de nuevo, casi invisible entre los árboles, el pequeño Welsh Hammer hacía enérgicos gestos a Lacon, que se inclinaba para oírle.

Una linda conspiracioncita también, pensó Guillam. Miró hacia atrás y le sorprendió ver a Fawn, la niñera, corriendo hacia ellos. Al principio, parecía muy lejos. Las franjas de niebla borraban totalmente sus piernas. Sólo la parte superior de él se divisaba por encima del mar. Luego súbitamente, estaba mucho más cerca, y Guillam oyó su familiar rebuzno lastimero, «señor, señor», con el que intentaba captar la atención de Smiley. Situando rápidamente a Martindale fuera del ámbito auditivo, Guillam se acercó a zancadas a él.

—¿Qué demonios pasa? ¿Por qué gritas así?

—¡Han encontrado a una chica! La señorita Sachs, señor, ella me envió a decírselo como algo especial —sus ojos brillaban de modo intenso y un tanto alucinado—. «Dígale al jefe que han encontrado a la chica.» Esas fueron sus palabras, personal para el jefe.

—¿Quieres decir que ella te
envió
aquí?

—Personal para el jefe, inmediato —replicó evasivamente Fawn.

—He preguntado si te envió ella aquí —Guillam echaba chispas—. Contesta «no, señor, no fue ella». ¡Condenada diva de opereta, recorriendo Londres a la carrera con esos playeros! Estás chiflado.

Y arrebatándole de la mano la arrugada nota, la leyó por encima.

—Ni siquiera es el mismo nombre. Esto es un disparate histérico. Vuelve inmediatamente a tu cueva, ¿entendido? Ya prestará atención el jefe a esto cuando vuelva. No te atrevas a armar un alboroto así nunca más.

—¿Quién era? —preguntó Martindale, anhelante y emocionado, cuando regresó Guillam—. ¡Qué encantadora criaturilla! ¿Todos los espías son tan majos como ése? Es absolutamente veneciano. Yo me apuntaría voluntario ahora mismo.

Aquella misma noche, se celebró una conferencia informal en la sala de juegos, cuya calidad no mejoró la euforia (alcohólica en el caso de Connie) aportada por el triunfo de Smiley en la conferencia con el comité de dirección. Después de las limitaciones y tensiones de los últimos meses, Connie atacó en todas direcciones. ¡La chica! ¡La chica era la clave! Connie se había desprendido de todas sus ataduras intelectuales. Hay que mandar a Toby a Hong Kong, hay que protegerla, fotografiarla, seguirla, registrar su habitación. ¡Que venga Sam Collins, ya! Di Salís jugueteaba, sonreía bobaliconamente, resoplaba en su pipa y zangoloteaba los pies, pero durante aquella velada permaneció por completo bajo el hechizo de Connie. Habló incluso una vez de «una línea natural al corazón de las cosas»… refiriéndose de nuevo a la chica misteriosa. No era extraño que el pequeño Fawn se hubiese visto contagiado por su celo. Guillam se sentía casi obligado a pedir disculpas por su furia del parque. En realidad, sin Smiley y Guillam para echar el freno, muy bien podría haberse producido aquella noche un acto de locura colectiva que Dios sabe adonde podría haberles llevado. El mundo secreto tiene sobrados precedentes de individuos cuerdos que se desmoronan de ese modo, pero era la primera vez que Guillam había visto la enfermedad en plena acción.

Eran pues las diez o más cuando pudo enviarse un informe al viejo Craw; y hasta las diez y media no se tropezó Guillam torpemente con Molly Meakin cuando iba camino del ascensor. A causa de esta feliz coincidencia (¿o lo habría planeado Molly? Nunca lo supo) se encendió un faro en la vida de Peter Guillam que brilló intensamente a partir de entonces. Molly, con su aquiescencia habitual, consintió en que la acompañase a casa, aunque vivía en Highgate, a kilómetros de él, y cuando llegaron a la puerta le invitó, como siempre, a tomar un café rápido. En previsión de las frustraciones habituales («No—Pete—por favor—Peter
—querido—
lo siento»), Guillam estuvo a punto de rechazar la invitación, pero algo que percibió en la mirada de ella (una resolución sosegada y firme, le pareció a él) le movió a cambiar de idea. Una vez en el piso, Molly cerró la puerta y echó la cadena. Luego, le condujo recatadamente a su dormitorio, donde le asombró con una concupiscencia refinada y gozosa.

9
El barquito de Craw

Cuarenta y ocho horas después en Hong Kong, domingo por la noche. Craw caminaba cuidadosamente por la calleja. La oscuridad había surgido pronto con la niebla, pero las casas estaban demasiado próximas unas a otras para dejarla entrar, así que colgaba unas cuantas plantas más arriba, con la colada y los cables, escupiendo gotas de lluvia calientes y contaminadas que alzaban aromas de naranja en los puestos de comida y picoteaban el ala del sombrero de paja de Craw. Allí estaba en China, a nivel del mar, la China que él más amaba, y China velaba para el festival de la noche: cantando, graznando, gimiendo, golpeando gongs, comprando, vendiendo, cocinando, tocando pequeñas melodías con veinte instrumentos distintos o mirando inmóvil desde los portales lo delicadamente que aquel diablo extranjero de extraño aspecto se abría camino entre ellos. A Craw le encantaba todo esto, pero lo que más tiernamente amaba eran sus
barquitos,
como llamaban los chinos a sus soplones y de ellos, la señorita Phoebe Wayfarer, a la que iba a visitar en aquel momento, era un ejemplo clásico, aunque modesto.

Aspiró el aire, saboreando los placeres familiares. El Oriente nunca le había decepcionado. «Nosotros les colonizamos, señorías, nosotros les corrompemos, les explotamos, les bombardeamos, saqueamos sus ciudades, ignoramos su cultura y les confundimos con la infinita variedad de nuestras sectas religiosas. Resultamos abominables no sólo a sus ojos, monseñores, sino también para sus narices: el hedor de los ojirredondos es algo horrible para ellos y nosotros somos aún demasiado torpes para saberlo. Sin embargo, cuando hemos llegado a nuestro peor extremo, y más allá incluso, hijos míos, apenas si hemos rascado la superficie de la sonrisa asiática.»

Otros ojirredondos quizá no hubiesen estado allí tan gustosamente solos. La mafia del Pico no habría admitido que aquello existía. Las fortificadas esposas inglesas en sus barrios ghettos del Gobierno, en Happy Valley, habrían hallado allí todo cuanto más odiaban de su situación. No era una parte mala de la ciudad, pero tampoco era Europa: la Europa de Central y de Pedder Street a menos de un kilómetro de distancia, de puertas eléctricas que suspiraban por ti cuando te admitían al aire acondicionado. Otros ojirredondos, en su recelo, podrían haber lanzado involuntarias miradas curiosas, y eso era peligroso. En Shanghai, Craw había sabido de la muerte de más de un hombre por una mala mirada involuntaria. Pero la mirada y la expresión de Craw siempre eran amables, se mostraba respetuoso, era modesto en su actitud, y cuando se detenía para hacer una compra, saludaba con deferencia al dueño del puesto en malo, pero vigoroso cantonés. Y pagaba sin quejarse de la sobrecarga correspondiente a su raza inferior.

Compraba orquídeas e hígado de cordero. Los compraba todos los domingos, distribuyendo equitativamente el consumo entre puestos rivales y (cuando su cantonés se agotaba) cayendo en su propia versión ampulosa del inglés.

Pulsó el timbre. Phoebe, como el propio Craw, tenía portero automático. En la Oficina Central habían decretado que fuesen del modelo corriente. Ella había deslizado unas ramitas de brezo en el buzón para que le diese buena suerte, y ésta era la señal de que no había problema.

—¿Sí? —dijo una voz femenina, por el altavoz. Podría haber sido norteamericana o cantonesa.

—Larry me llama Pete —dijo Craw.

—Sube, Larry está aquí en este momento.

La escalera estaba completamente a oscuras y apestaba a vómito; los tacones de Craw repiquetearon como lata sobre los escalones de piedra. Apretó él interruptor de la luz, pero ésta no se encendió, así que tuvo que subir a tientas tres pisos. Había habido un intento de encontrarle un sitio mejor, pero se había desvanecido con la marcha de Thesinger y ahora no había ninguna esperanza y, en cierto modo, ninguna Phoebe tampoco.

—Bill —murmuró ella, cerrando la puerta tras él, y besándole en ambas mejillas, como las muchachitas guapas besan a los tíos cariñosos y amables, aunque ella no era guapa. Craw le dio las orquídeas. Su actitud era solícita y galante.

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