Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
El gobernador vivía en las afueras de la ciudad, tras un mirador y pórticos coloniales franceses, y disponía de un secretariado de setenta individuos, por lo menos. El inmenso vestíbulo de hormigón daba a una sala de espera aún no terminada, y a unas oficinas mucho más pequeñas que había detrás, a una de las cuales le llevaron, tras una espera de cincuenta minutos, a la diminuta presencia de un camboyano chiquitín vestido de negro enviado por Fnom Penh para tratar con los apestosos corresponsales. Se decía que era hijo de un general y que manejaba la sucursal de Battambang del negocio de opio de la familia. El escritorio era demasiado grande para él. Había por allí varios ayudantes, todos muy serios. Uno llevaba un uniforme con muchas medallas. Jerry pidió información y escuchó una retahíla de sueños encantadores: que el enemigo comunista estaba casi derrotado; que se estaba hablando muy en serio de abrir otra vez toda la red viaria nacional; que el turismo era la industria más floreciente de la provincia. El hijo del general hablaba despacio, en un hermoso francés y era evidente que le proporcionaba gran placer oírse a
sí
mismo pues mantenía los ojos semicerrados y sonreía mientras hablaba, como si escuchase una música muy querida.
—Y debo terminar, Monsieur, con unas palabras de advertencia a su país. ¿Es usted norteamericano?
—Inglés.
—Es lo mismo. Dígale usted a su Gobierno, señor, que si no nos ayudan a seguir la lucha contra los comunistas, recurriremos a los rusos y les pediremos que les sustituyan a ustedes en nuestra lucha.
Ay madre, pensó Jerry. Ay, muchacho. Ay Dios.
—Transmitiré ese mensaje —prometió, y se dispuso a irse.
—
Un instant, Monsieur —
dijo el alto funcionario con viveza, y hubo un pequeño revuelo entre sus adormilados cortesanos. Abrió un cajón y sacó una voluminosa carpeta. El testamento de Frost, pensó Jerry. Mi sentencia de muerte. Sellos para Cat.
—¿Es usted escritor?
—Sí.
Ko me está echando el guante. Esta noche el calabozo, y mañana despertaré con el cuello rebanado.
—¿Fue usted a la Sorbona, Monsieur? —inquirió el oficial.
—A Oxford.
—¿Oxford está en Londres?
—Sí.
—Entonces habrá leído usted a los grandes poetas franceses, Monsieur.
—Con profundo placer —replicó fervorosamente Jerry.
Los cortesanos tenían un aire sumamente grave.
—Entonces quizás quiera usted favorecerme con su opinión sobre los siguientes versos,
Monsieur.
Y el diminuto oficial empezó a leer en voz alta, en su majestuoso francés, dirigiendo lentamente con la mano.
Deux amants assis sur la terre
Regardaient la mer,
empezó, y continuó con unos veinte penosísimos versos más que Jerry escuchó perplejo.
—
Voilà
—dijo al fin el oficial, dejando a un lado la carpeta—.
Vous
l’aimez? —
preguntó, fijando la mirada severamente en una zona neutral de la estancia.
—
Superbe —
dijo Jerry en un arrebato de entusiasmo—.
Merveilleux.
Una gran sensibilidad.
—¿De quién diría usted que son?
Jerry asió un nombre al azar.
—¿De Lamartine?
El funcionario negó con un cabeceo. Los cortesanos miraban a Jerry aún más atentamente.
—¿Victor Hugo? —aventuró Jerry.
—Son míos —dijo el oficial, y con un suspiro volvió a colocar los poemas en el cajón.
Los cortesanos se relajaron.
—Procuren que este literato disponga de todas las facilidades en su tarea —ordenó.
Jerry volvió al aeropuerto y se encontró con un caos peligroso y desconcertante. Los Mercedes corrían arriba y abajo por la vía de acceso como si alguien hubiera invadido su nido, la parte frontal del recinto era un remolino de faros, motos y sirenas; y el vestíbulo, cuando consiguió que le dejaran pasar los del puesto de control, estaba atestado de individuos asustados que pugnaban por leer los tableros de avisos, se gritaban unos a otros y escuchaban los atronantes altavoces, todo al mismo tiempo. Jerry logró abrirse paso hasta la oficina de información y la encontró cerrada. Saltó al mostrador y vio las pistas a través de un agujero que había en el tablero protector. Por la pista vacía corría un pelotón de soldados armados hacia un grupo de mástiles blancos de los que colgaban banderas nacionales, inmóviles en el aire quieto. Bajaron dos a media asta y, dentro del vestíbulo, los altavoces se interrumpieron a sí mismos para lanzar unos cuantos compases atronadores del himno nacional. Jerry buscó entre las inquietas cabezas alguien con quien poder hablar. Eligió al fin a un flaco misionero de amarillento pelo a cepillo y gafas que llevaba una cruz de plata de unos quince centímetros prendida al bolsillo de su camisa oscura. Tenía al lado a un par de camboyanos de aire triste y cuello clerical.
—
Vous
parlez français?
—
¡Sí, pero también inglés!
Un tono correctivo y melodioso. Jerry pensó que debía ser danés.
—Soy periodista. ¿Qué es lo que pasa? —tuvo que decirlo a voz en grito.
—Han cerrado el aeropuerto de Fnom Penh —aulló en respuesta el misionero—. No pueden salir ni entrar aviones.
—¿Por qué?
—Los khmers rojos han volado el depósito de municiones del aeropuerto. La ciudad quedará incomunicada hasta mañana por lo menos.
El altavoz empezó a parlotear de nuevo. Los dos sacerdotes escucharon. El misionero se inclinó casi hasta doblarse por la mitad para captar su cuchicheada traducción.
—Han causado grandes daños y ya han destrozado media docena de aviones. ¡Oh sí! Los han destruido por completo. Las autoridades sospechan también sabotaje. Puede que hayan cogido además algunos prisioneros. Pero bueno, ¿por qué han instalado un depósito de municiones en el aeropuerto? Era algo peligrosísimo. ¿Cuál es el motivo?
—Buena pregunta —convino Jerry.
Cruzó el vestíbulo. Su plan maestro quedaba abortado, como solía pasar con todos sus planes maestros. La puerta de «sólo personal», estaba guardada por un par de trituradores muy serios y, dada la tensión, no vio posibilidades de abrirse camino por allí. La multitud empujaba hacia la salida de pasajeros, donde el acosado personal de tierra se negaba a aceptar las tarjetas de embarque y la acosada policía se veía asediada con cartas de
Laissez passer
destinadas a poner a las personas importantes fuera de su alcance. Jerry se dejó arrastrar. A un lado, chillaba un grupo de comerciantes franceses pidiendo el reembolso del dinero de los billetes, y los más veteranos empezaban a acomodarse para pasar allí la noche. Pero el centro empujaba y vigilaba e intercambiaba nuevos rumores, y el impulso fue llevándole con firmeza hacia adelante. Al llegar al fondo, Jerry sacó discretamente su tarjeta cablegráfica y saltó la improvisada barrera. El policía jefe era delgado y estaba a cubierto y miró desdeñoso a Jerry mientras sus subordinados trabajaban. Jerry se fue recto hacia él, balanceando la bolsa en una mano y le puso la tarjeta cablegráfica en las narices.
—
Securité americaine —
gritó en un francés horrible, y con un bufido a los dos hombres de las puertas de batientes, se lanzó hacia la pista y siguió caminando, mientras su espalda esperaba continuamente una orden de alto o un tiro de aviso o, en la atmósfera despreocupada de la guerra, un tiro que no fuese siquiera de aviso.
Caminaba con denuedo, con agria autoridad, balanceando la bolsa, estilo Sarratt, para distraer. Delante de él (sesenta metros, pronto cincuenta) había una hilera de aviones militares de entrenamiento, de un solo motor, sin insignias. Más allá, estaba el recinto enrejado y los cobertizos de carga, numerados del nueve al dieciocho, y, más allá de los cobertizos de carga, Jerry vio un grupo de hangares y de zonas de aparcamiento, con el letrero de prohibido el paso prácticamente en todos los idiomas salvo el chino. Cuando llegó donde estaban los aparatos de entrenamiento, siguió caminando ante ellos con paso imperioso, como si estuviera haciendo una inspección. Estaban inmovilizados con ladrillos sobre cables. Reduciendo el paso, pero sin detenerse, tanteó malhumorado un ladrillo con la bota de cabritilla, tiró de un alerón y movió la cabeza. Un grupo de artilleros antiaéreos le miraban indolentes desde su puesto, rodeado de sacos terreros, a la izquierda.
—
Qu’est ce que vous faîtes?
Jerry se volvió a medias y haciendo bocina con las manos gritó: «¡Mirad al cielo, por amor de Dios!», en buen norteamericano, señalando malhumoradamente el cielo y siguió andando hasta llegar a la zona enrejada. Estaba abierta y vio ante sí los cobertizos. En cuanto los pasara, quedaría fuera del campo de visión de la terminal y de la torre de control. Caminaba sobre un suelo de hormigón desmigajado con hierba en las fisuras. No se veía a nadie. Los cobertizos eran de tablas, unos diez metros de largo por tres de alto, con techos de palma. Llegó al primero. Sobre las ventanas había un letrero que decía «Bombas de fragmentación sin espoleta». Un camino de tierra apisonada llevaba a los hangares que había al otro lado. A través del hueco, Jerry atisbo los colores chillones de los aviones de carga que estaban aparcados allí.
—Te cacé —murmuró Jerry, cuando ya llegaba al lado seguro de los cobertizos, porque allí, ante él, claro como el día, como una visión del enemigo tras meses de marcha en solitario, vio un destartalado Carvair DC4 gris y azul, gordo como una rana, aposentado sobre el desmigajado asfalto con el cono del morro abierto. Goteaba el aceite en una lluvia negra y rápida de ambos motores de estribor y había un chino larguirucho de gorra de marinero llena de insignias militares fumando debajo del compartimiento de carga mientras hacía inventario. Dos
coolies
iban y venían con sacos y un tercero manejaba el viejo montacargas. A sus pies, escarbaban malhumoradas las gallinas. Y en el fuselaje, en un rojo llameante sobre los desvaídos colores hípicos de Drake Ko, se veían las letras OCHART. Las demás habían desaparecido en un trabajo de reparación.
¡Oh, Charlie es indestructible,
absolutamente
inmortal! Charlie
Mariscal,
señor Tiu, un individuo fantástico, medio chino, todo piel huesos y opio, y un piloto de primera…
Mejor que lo sea, amigo, pensó Jerry con un escalofrío, mientras los
coolies
cargaban saco tras saco, por el morro abierto, en la abollada panza del avión.
El Sancho Panza de toda la vida del reverendo Ricardo, Señoría,
había dicho Craw, ampliando la descripción de Lizzie.
Es medio chow como ya os ha dicho esa buena señora, y un orgulloso veterano de varias guerras inútiles.
Jerry se quedó quieto, sin hacer tentativa alguna de ocultarse, balanceando la bolsa y con la mueca de disculpa de pobre inglés perdido. Los
coolies
parecían converger ahora en el avión desde varios puntos distintos a la vez: había bastante más de dos. Dándoles la espalda, Jerry repitió su rutina de caminar siguiendo la hilera de cobertizos, lo mismo que había caminado antes ante la hilera de aviones de adiestramiento, o por el pasillo camino del despacho de Frost, atisbando por las rendijas de las tablas y no viendo más que alguna caja rota de cuando en cuando.
El permiso para operar desde Battambang cuesta medio millón de dólares norteamericanas, renovables,
había dicho Keller. ¿Quién puede pagarse una nueva decoración tras esos precios? La hilera de cobertizos se interrumpió y Jerry se encontró con cuatro camiones del ejército cargados hasta arriba de fruta, verdura y sacos de arpillera sin etiquetar. Había dos soldados en cada camión que les pasaban los sacos de arpillera a los
coolies.
Lo razonable habría sido arrimar la parte trasera de los camiones al aparato, pero prevalecía una atmósfera de discreción.
Al ejército de tierra le gusta participar en las cosas,
había dicho Keller.
La marina puede sacar millones de un convoy del Mekong, las fuerzas aéreas están bastante bien surtidas; los bombarderos transportan fruta y los helicópteros pueden sacar por vía aérea a los chinos ricos de las ciudades cercadas en vez de sacar a los heridos. Los chicos que combaten andan con un poco de hambre porque tienen que aterrizar donde despegan. Pero los del ejército de tierra han de arañar lo que pueden para poder vivir.
Jerry estaba ya más cerca del avión y podía oír los chillidos de Charlie Mariscal dando órdenes a los
coolies.
Empezaron otra vez los cobertizos. El número dieciocho tenía puertas dobles y el nombre
Indocharter
escrito con pintura verde en vertical, de modo que, a cierta distancia, las letras parecían caracteres chinos. En el sombrío interior, había una pareja de campesinos chinos acuclillados en el suelo de tierra. Sobre el tranquilo pie del viejo se apoyaba la cabeza de un cerdo atado. Sus otras posesiones eran un largo paquete de juncos meticulosamente atados con cuerdas. Parecía un cadáver. En un rincón había una jarra de agua con dos cuencos de arroz al lado. No había más cosas en el cobertizo. «Bienvenido a la sala de espera de Indocharter», pensó Jerry. Con las costillas empapadas de sudor, fue siguiendo la hilera de
coolies
hasta que llegó adonde estaba Charlie Mariscal, que seguía gritando en khmer, mientras con temblorosa pluma reseñaba cada paquete de carga en el inventario.
Llevaba una camisa de manga corta de un blanco aceitoso con suficientes tiras doradas en las hombreras como para hacerle general de cualquier fuerza aérea. Llevaba prendidas en el peto de la camisa dos insignias de combate norteamericanas, en medio de una asombrosa colección de medallas y estrellas rojas comunistas. Una de las insignias decía: «Mata a un comunista por Cristo» y la otra: «Cristo era, en el fondo, un capitalista.» Tenía la cabeza vuelta hacia abajo y la cara oscurecida por la sombra de su inmensa gorra marinera, que le caía libremente sobre las orejas. Jerry esperó a que alzara la vista. Los
coolies
estaban ya gritándole que continuase, pero Charlie Mariscal mantenía la cabeza tercamente baja, mientras cotejaba y escribía en el inventario y les chillaba furioso.
—Capitán Mariscal, estoy haciendo un reportaje sobre Ricardo para un periódico de Londres —dijo tranquilamente Jerry—. Quiero ir con usted hasta Fnom Penh y hacerle algunas preguntas.