Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—¿Quién?
—Drake Ko se lo dijo a mi padre, mi padre me lo dijo a mí ¡y yo se lo digo a todo el maldito género humano! Drake Ko es un filósofo, ¿me oyes?
El avión había empezado a descender de modo constante por razones propias, hasta llegar a menos de cien metros de los arrozales. Vieron una aldea y fuegos de cocinas y aldeanos corriendo precipitadamente hacia los árboles, y Jerry se preguntó muy en serio si Charlie Mariscal se habría dado cuenta. Pero en el último minuto, como un paciente
jockey,
tiró y se encorvó y logró al fin que el caballo alzase la cabeza y los dos tomaron más whisky.
—¿Tú le conoces bien?
—¿A quién?
—A Ko.
—No le he visto en mi vida, Voltaire. Si quieres hablar de Drake Ko, vete a preguntarle a mi padre. Te corta el cuello.
—¿Y qué me dices de Tiu? Dime, ¿quiénes son esa pareja del cerdo? —gritó Jerry, para mantener viva la conversación mientras Charlie volvía a coger la botella para echar otro trago.
—Son haws, de allá, de Chiang Mai. Estaban muy preocupados por el piojoso de su hijo que está en Fnom Penh. Creen que está muñéndose de hambre y por eso le llevan el cerdo.
—¿Y qué me dices de Tiu?
—No he oído hablar en mi vida del señor Tiu, ¿entendido?
—A Ricardo le vieron en Chiang Mai hace tres meses —gritó Jerry.
—Sí, bueno, Ric es un imbécil rematado —dijo Charlie Mariscal con cierto apasionamiento—. Ric tiene que largarse de Chiang Mai porque si no le sacarán a tiros de allí. Si alguien está muerto, tiene que mantener la boca cerrada, ¿me entiendes? Siempre se lo digo: Ric, tú eres mi socio. Mantén la boca cerrada y no alces el culo, porque si no, cierta gente va a enfadarse mucho contigo.
El avión penetró en una nube e inmediatamente empezaron a perder altura muy de prisa. La lluvia corría sobre el techo de hierro y bajaba por el interior de las ventanillas. Charlie Mariscal accionó arriba y abajo algunas palancas. Brotó un pitido del cuadro de mandos y se encendieron un par de lucecitas, que los tacos que soltó el piloto no pudieron apagar. Para asombro de Jerry, empezaron a subir de nuevo, aunque, como estaban metidos en aquella nube en movimiento, no podía determinar con exactitud el ángulo. Miró hacia atrás para comprobar a tiempo de vislumbrar la barbuda figura del moreno pagador de la gorra a lo Fidel Castro que bajaba por la escalerilla de la cabina, sujetando su AK47 por el cañón. Siguieron subiendo, cesó la lluvia y les rodeó la noche como otro país. Brotaron de pronto las estrellas arriba, traquetearon por encima de las hendiduras de las cimas de las nubes iluminadas por la luna, se elevaron de nuevo, la nube desapareció definitivamente y Charlie Mariscal se puso la gorra y comunicó que los dos motores de estribor habían dejado ya de jugar papel alguno en las festividades. En ese momento de respiro, Jerry formuló su pregunta más disparatada:
—¿Y dónde está ahora Ricardo, amigo? Tengo que encontrarle, ¿sabes? Prometí a mi periódico que hablaría con él. No puedo desilusionarles, ¿comprendes?
Charlie Mariscal tenía casi cerrados los soñolientos ojos. Estaba sentado en un semitrance, la cabeza apoyada en el asiento y la gorra sobre la nariz.
—¿Cómo, Voltaire? ¿Has dicho algo?
—¿Dónde está ahora Ricardo?
—¿Ric? —repitió Charlie Mariscal, mirando a Jerry con expresión de asombro—. ¿Dónde está Ricardo, Voltaire?
—Eso es, amigo. ¿Dónde está? Me gustaría tener una charla con él. Para eso eran los trescientos billetes. Hay otros quinientos si puedes encontrar tiempo para presentármelo.
Reviviendo bruscamente, Charlie Mariscal sacó el
Candide
y lo posó con fuerza en el regazo de Jerry mientras se entregaba a un furioso arrebato.
—Yo no sé
nunca
dónde está Ricardo, ¿me has oído? No quiero tener un amigo en toda mi vida. Si viese a ese chiflado de Ricardo, le metería un par de balas en los huevos en la misma calle. ¿Me has entendido? Él, muerto. Así que puede seguir muerto hasta que se muera. Le explicó a todo el mundo que le habían matado. ¡Así que me parece que por una vez en mi vida, voy a creer lo que dice ese cabrón!
Enfilando furioso el avión hacia la nube, lo dejó descender hacia los lentos fogonazos de las baterías artilleras de Fnom Penh para hacer un perfecto aterrizaje de tres puntos en lo que para Jerry era total oscuridad. Esperó el estruendo del fuego de ametralladora de las defensas de tierra, esperó la desagradable caída libre al meterse de morro en un cráter gigantesco, pero todo lo que pudo ver, súbitamente, fue un
revêtement
recién colocado de las cajas de municiones rellenas de barro habituales, brazos abiertos pálidamente iluminados, esperando para recibirles. Mientras avanzaban hacia él, un jeep pardo se plantó ante ellos con una luz verde parpadeando en la parte trasera, como una luz intermitente que se apagase y encendiese a mano. El avión saltaba ya sobre la hierba. Junto al
revêtement,
Jerry distinguió un par de camiones verdes y un prieto círculo de individuos que esperaban, y que miraban ávidos hacia ellos, y detrás, la oscura sombra de un bimotor deportivo. Pararon y Jerry oyó a la vez el chasquido del cono de morro al abrirse, que llegaba de la cabina de carga, debajo de su ático, seguido del repiqueteo de pies en la escalerilla de hierro y rápidas voces llamando y contestando. La rapidez de su desembarco le cogió por sorpresa. Pero oyó algo más que le hizo estremecerse y bajar a toda prisa las escaleras hacia la panza del avión.
—¡Ricardo! —gritó—. ¡Para! ¡Ricardo!
Pero los únicos pasajeros que quedaban era la pareja de viejos campesinos aferrados a su cerdo y a su paquete. Se lanzó por la escalerilla, se dejó caer y sintió un estremecimiento en la columna al llegar al asfalto. El jeep había salido ya con los cocineros chinos y su cuerpo de guardia montañés. Mientras corría Jerry pudo ver cómo el jeep salía hacia una de las salidas del recinto del aeropuerto. La cruzó, dos centinelas cerraron las verjas y volvieron a situarse en la misma posición que antes. Tras él, el personal de tierra de casco se acercaba ya al Carvair, Aparecieron un par de camiones con policías y, por un instante, el occidental tonto que había en Jerry se sintió tentado por la idea de que podrían estar jugando algún papel represor, hasta que se dio cuenta de que eran la guardia de honor que se utilizaba en Fnom Penh para recibir un cargamento de opio de tres toneladas. Pero su vista se centraba en un solo individuo, y éste era el hombre alto y barbudo de la gorra Fidel Castro y el AK47 y la marcada cojera que resonó como un redoble de tambor irregular cuando la suela de goma de sus botas de vuelo repiqueteó escalerilla abajo. Jerry le vio justo unos instantes. La puerta del pequeño Beechcraft le esperaba abierta y había dos miembros del personal de tierra preparados para ayudarle a entrar. Cuando llegó junto a ellos, extendieron las manos para sostenerle el rifle, pero Ricardo les apartó. Se había vuelto y estaba buscando a Jerry. Por un segundo, se miraron. Jerry estaba cayendo y Ricardo alzaba el rifle, y durante unos veinte segundos, Jerry revivió su vida desde el nacimiento hasta aquel mismo instante mientras unos cuantos proyectiles más rasgaban y gemían por el aeropuerto asolado por la guerra. Cuando Jerry alzó de nuevo la vista, el fuego había cesado. Ricardo estaba dentro del avión y sus auxiliares retiraban ya las cuñas. Mientras el pequeño aparato se elevaba entre los fogonazos, Jerry corrió como un diablo hacia la parte más oscura del recinto antes de que algún otro decidiese que su presencia obstaculizaba el buen comercio.
Sólo una riña de amantes, se
dijo, sentándose en el taxi, mientras sostenía las manos sobre la cabeza e intentaba eliminar el desacompasado temblor del pecho. Eso es lo que sacas en limpio por intentar andar jugando con un viejo amante de Lizzie Worthington.
Cayó un cohete cerca, pero Jerry no hizo el menor caso.
Le concedió a Charlie Mariscal dos horas, aunque se daba cuenta de que una era ya un plazo generoso. Aunque pasaba ya del toque de queda, la crisis del día no había concluido con la oscuridad, había controles de tráfico en toda la ruta hasta Fnom Penh y los centinelas empuñaban las metralletas dispuestos a disparar en cualquier momento. En la plaza, dos hombres se gritaban uno al otro a la luz de unas antorchas ante una multitud. Por el bulevar, un poco más abajo, unos soldados rodeaban una casa iluminada con reflectores, y estaban apoyados contra la pared de la misma casa, con las armas dispuestas. El taxista dijo que la policía secreta había hecho una detención allí. Un coronel y sus ayudantes estaban aún dentro con un supuesto agitador. Había tanques en el patio del hotel y Jerry se encontró en su dormitorio a Luke tumbado en la cama, bebiendo tranquilamente.
—¿Hay agua? —preguntó Jerry.
—Sí.
Abrió los grifos del baño y empezó a desvestirse hasta que recordó la pistola.
—¿Cablegrafiaste? —preguntó.
—Sí —dijo Luke—. Y tú también.
—Ja, ja.
—Yo le envié un cable a Stubbie a tu nombre, a través de Keller.
—¿El reportaje del aeropuerto?
Luke le entregó una hoja suelta.
—Añadí un poco de auténtico colorido Westerby. Cómo florecen los capullos en el cementerio, cosas así. Eso a Stubbie le encanta.
—Gracias, hombre.
En el baño, Jerry se quitó la pistola y la guardó en el bolsillo de la chaqueta para tenerla más a mano en caso de que tuviera que utilizarla.
—¿A dónde vamos esta noche? —dijo Luke, a través de la puerta cerrada.
—A ningún sitio.
—¿Qué coño quieres decir con eso?
—Tengo una cita.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Llévate a Lukie. Tres en una cama.
Jerry se sumergió gratamente en el agua tibia.
—No.
—Llámala. Dile que busque una puta para Lukie. Oye, tenemos a esa zorra de abajo, la de Santa Bárbara. Yo no soy orgulloso. La llevaré.
—No.
—Por amor de Dios —gritó Luke, ya en serio—. ¿Por qué coño no quieres que vaya?
Se había acercado a la puerta cerrada para manifestar su protesta.
—Amigo, tienes que dejarme en paz —le aconsejó Jerry—. De veras, te quiero mucho, pero no lo eres todo para mí, ¿entendido? Así que déjame en paz.
—Tienes una espina en el trasero, ¿eh? —largo silencio—. Bueno, está bien, procura que no te vuelen el culo de un zambombazo, socio, está la noche muy terrible fuera.
Cuando Jerry volvió al dormitorio, Luke estaba en la cama en posición fetal mirando a la pared y bebiendo metódicamente.
—Sabes que eres peor que una maldita mujer —le dijo Jerry, parándose a la puerta para mirarle.
Toda aquella conversación pueril habría quedado por completo olvidada de no ser por el giro que tomarían luego los acontecimientos.
Esta vez, Jerry no se molestó en utilizar el timbre de las verjas. Trepó por la pared y se arañó las manos en los trozos de cristal de arriba. Tampoco se dirigió a la puerta de entrada de la casa, ni cumplió con el rito de contemplar las piernas morenas en el fondo de la escalera. Se quedó, por el contrario, en el jardín, y esperó a que se desvaneciese el ruido de su pesado aterrizaje y a que sus ojos y oídos captasen algún signo de vida en la gran villa que se perfilaba sombría sobre él con la luna detrás.
El coche llegó sin luces y salieron dos individuos de él, camboyanos por su estatura y su calma. Pulsaron el timbre de las verjas y, en la puerta de entrada de la casa, murmuraron la consigna mágica por la rendija y fueron instantánea y silenciosamente admitidos. Jerry intentó determinar la distribución. Le desconcertaba el que no le llegase ningún aroma delator ni de la parte frontal de la casa ni por la parte del jardín, donde estaba. No había viento. Jerry sabía que el secreto era algo vital para un gran
diván,
no porque la ley fuese punitiva, sino porque lo eran los sobornos. La villa poseía una chimenea y un patio y dos plantas: Una casa para vivir cómodamente como
colon
francés, con una pequeña familia de concubinas y de niños mestizos. La cocina, calculó, debía destinarse a la preparación. El lugar más seguro para fumar sin duda sería el piso de arriba, en las habitaciones que daban al patio. Y dado que no llegaba olor alguno de la puerta de entrada, Jerry llegó a la conclusión de que utilizaban la parte trasera del patio en vez de las alas o la fachada principal.
Caminó silenciosamente hasta llegar a la valla que marcaba el límite posterior. Estaba muy frondosa, llena de flores y enredaderas. Una ventana enrejada le proporcionó un primer apoyo para su bota de cabritilla, una cañería que sobresalía el segundo, y el ventilador de un extractor el tercero, y cuando escaló por encima de él hasta la galería superior, captó el olor que esperaba: cálido y dulce y tentador. En la galería, no había luz alguna aún, aunque las dos chicas camboyanas que estaban acuclilladas allí se veían claramente a la luz de la luna, y Jerry pudo ver sus ojos asustados clavarse en él cuando apareció como caído del cielo. Les hizo señas de que se levantaran, las hizo caminar delante de él, guiado por el olor. Había cesado el bombardeo, dejando la noche para los gecos. Jerry recordó que a los camboyanos les gustaba jugar y hacer cálculos y pronósticos basándose en el número de veces que piaban: mañana será un día de suerte; mañana no; mañana me echaré novia; no, pasado mañana. Las chicas eran muy jóvenes y debían estar esperando allí a que los clientes mandaran a por ellas. En la puerta de juncos vacilaron y volvieron la vista hacia él, acongojadas. Jerry les hizo una seña y empezaron a apartar capas de esterillas hasta que brilló en la galería una luz no más fuerte que la de una vela. Jerry entró, con las chicas delante.
La estancia debía haber servido antes como dormitorio del amo, con una segunda habitación, más pequeña, que se comunicaba con ella. Le echó la mano por el hombro a una chica. La otra les siguió sumisa. En la primera habitación había doce clientes, todos hombres. Entre ellos habían algunas chicas cuchicheando.
Coolies
descalzos servían, moviéndose con mucha parsimonia, yendo de un cuerpo reclinado al siguiente, formando una bolita en la aguja, encendiéndola y sosteniéndola sobre la cazoleta de la pipa mientras el cliente aspiraba firme y prolongadamente y la bolita se consumía. La conversación era lenta y en murmullos, muy íntima, quebrada por suaves rizos de gratas risas. Jerry reconoció al suizo de cara inteligente que estaba en la cena del Consejero. Charlaba con un camboyano gordo. Nadie se interesó por Jerry. Las chicas le legitimaban, lo mismo que lo habían hecho las orquídeas en el bloque de apartamentos de Lizzie Worthington.