Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Y, mientras le decía esto, posó suavemente el volumen de
Candide
encima del inventario, con tres billetes de cien dólares saliendo del libro en un discreto abanico. Cuando quieras que un hombre mire hacia un lado, dicen en la escuela de ilusionistas de Sarratt, has de señalarle siempre al otro.
—Me dijeron que le gustaba a usted Voltaire —añadió.
—A mí no me gusta nadie —replicó Charlie Mariscal en un áspero falsete, mirando el inventario, mientras la gorra se le bajaba aún más sobre la cara—. Odio a todo el género humano, ¿me ha entendido?
Su vituperio, pese a su cadencia china, era inconfundiblemente franco—norteamericano.
—¡Dios mío, odio tanto a la humanidad que si ella no se da prisa en hacerse pedazos sola me compraré personalmente unas cuantas bombas e iré a por ella yo mismo!
Había perdido su público. Jerry iba ya por la mitad de la escalerilla de acero antes de que Charlie Mariscal hubiese terminado de exponer su tesis.
—¡Voltaire no sabía nada de nada! —gritó, dirigiéndose al
coolie
siguiente—. Combatió en una guerra equivocada, ¿me oyes? ¡Ponlo allí, idiota perezoso, y coge otro puñado!
Dépèche—toi, crétin, oui?
Pero, de todos modos, se metió a Voltaire en el bolsillo de atrás de sus anchos pantalones.
El interior del avión era oscuro y espacioso y fresco como una catedral. Habían quitado los asientos y habían adosado a las paredes estanterías verdes perforadas como de mecano. Colgaban del techo cerdos en canal y gallinas de Guinea. El resto de la carga estaba almacenado en el pasillo, desde el extremo de la cola, lo que produjo cierta aprensión a Jerry pensando en el despegue, y consistía en frutas y verduras y los sacos de arpillera que Jerry había visto en los camiones del ejército, etiquetados como «grano», «arroz» y «harina», en letras lo bastante grandes para que pudiese leerlo hasta el agente de narcóticos más iletrado. Pero el pegajoso olor a levadura y melazas que llenaba ya la cabina de carga no necesitaba ninguna etiqueta. Algunos de los sacos habían sido colocados en círculo para dejar una zona donde los compañeros de viaje de Jerry pudieran sentarse. Los principales eran dos chinos austeros, vestidos de gris, muy pobremente, y, por su similitud y su tímida superioridad, Jerry dedujo de inmediato que eran especialistas de algún tipo. Recordó los especialistas en explosivos y los pianistas a los que había transbordado algunas veces, ingratamente, introduciéndolos en terreno peligroso o sacándolos de él. Junto a ellos, pero respetuosamente aparte, fumaban sentados, y comían de sus cuencos de arroz, cuatro montañeses armados hasta los dientes. Jerry los supuso meos o de alguna de las tribus shanes de las fronteras norte, donde tenía su ejército el padre de Charlie Mariscal, y. por su aire despreocupado, dedujo también que debían formar parte del servicio de guardia permanente. En una clase completamente independiente, se sentaba gente de más calidad: el propio coronel de artillería que había suministrado atentamente el medio de transporte y la escolta, y su compañero, un alto funcionario de aduanas, sin los cuales, no habría podido hacerse nada. Estaban majestuosamente acomodados en el pasillo, en sillas especiales, observando orgullosos cómo se desarrollaba la operación de carga, y vestían sus mejores uniformes, tal como la ceremonia exigía.
Había un miembro más del grupo y estaba solo, acechando encima de las cajas de cola, la cabeza casi pegándole en el techo, y resultaba imposible distinguirle con detalle. Estaba sentado allí con una botella de whisky para él solo, y un vaso incluso. Llevaba una gorra tipo Fidel Castro y barba cerrada. En los brazos oscuros le brillaban cadenillas de oro, de las que por entonces llamaban (todos, salvo los que las usaban) brazaletes de la CIA, en base al feliz supuesto de que un hombre aislado en un país hostil podía comprar el camino hacia la seguridad dando una cadenilla cada vez. Pero había en sus ojos, mientras observaban a Jerry a lo largo del cañón bien aceitado de un rifle automático AK47, un brillo fijo. «Estaba cubriéndome por el cono del morro», pensó Jerry. «Me tenía encañonado desde el momento en que salí del cobertizo.»
Los dos chinos eran cocineros, decidió en un momento de inspiración:
cocineros
era el equivalente en jerga a químico. Keller había dicho que las líneas aéreas del opio habían pasado a introducir el material en crudo para retinarlo en Fnom Penh, pero que les había costado muchísimo trabajo convencer a los cocineros para que fuesen a trabajar allí en condiciones de asedio.
—¡Eh tú! ¡Voltaire!
Jerry se apresuró a acercarse al borde de la cabina de carga. Miró hacia abajo y vio a la pareja de viejos campesinos de pie al fondo de la escalerilla y a Charlie Mariscal intentando sujetarles el cerdo mientras empujaba a la vieja escalerilla arriba.
—Cuando llegue arriba, échale una mano, ¿me oyes? —dijo, sosteniendo el cerdo en los brazos—. Si cae y se rompe el culo, tendremos muchos más problemas con esos cabrones. ¿Eres uno de esos héroes chiflados de narcóticos, Voltaire?
—No.
—Bueno, cógela bien, ¿me has oído?
La vieja empezó a subir la escalerilla. Cuando llevaba subidos unos cuantos escalones, empezó a croar y Charlie Mariscal consiguió meterse el cerdo debajo del brazo y darle un buen empujón en el trasero mientras le chillaba en chino. El marido subió tras ella y Jerry ayudó a ambos a alcanzar la seguridad de la cabina. Por último, apareció la cabeza de payaso del propio Charlie Mariscal y, aunque estaba anegada por la gorra, Jerry tuvo la primera visión de la cara que iba debajo: esquelética y oscura, con soñolientos ojos chinos y una gran boca francesa que se retorcía en todas direcciones cuando gritaba. Empujó adentro el cerdo, Jerry lo cogió y se lo llevó, chillando y debatiéndose, a los viejos campesinos. Luego Charlie aupó a bordo su enjuta figura, como una araña que saliera de un desagüe. Inmediatamente, el funcionario de aduanas y el coronel de artillería se levantaron, se limpiaron los traseros del uniforme y avanzaron con viveza por el pasillo hacia el individuo de la gorra estilo Fidel Castro que estaba acuclillado en las sombras sobre las cajas de la carga. Llegaron hasta donde estaba y esperaron respetuosos como acólitos que llevasen la ofrenda al altar.
Relumbraron los brazaletes, un brazo descendió, una vez, dos, y cayó un devoto silencio mientras los dos hombres contaban cuidadosamente un montón de billetes de Banco y todo —el mundo observaba. Casi al unísono, volvieron a la escalerilla, donde les esperaba Charlie Mariscal con la declaración de carga. El funcionario de aduanas la firmó, el coronel de artillería echó un vistazo aprobatorio y luego ambos saludaron y desaparecieron escalerilla abajo. El cono del morro giró vibrante hasta una posición de casi cierre, Charlie Mariscal le dio una patada, echó una esterilla por encima de la rendija y se dirigió luego rápidamente, pasando sobre las cajas hasta una escalerilla interior que llevaba a la cabina. Jerry escaló tras él y después de acomodarse en el asiento del copiloto, resumió silenciosamente sus bendiciones. «Llevamos una sobrecarga de unas quinientas toneladas. Perdemos aceite. Llevamos un cuerpo de guardia armado. Tenemos prohibido despegar. Tenemos prohibido aterrizar, el aeropuerto de Fnom Penh probablemente tenga un agujero del tamaño de Buckinghamshire. Tenemos hora y media de khmers rojos entre nosotros y la salvación. Y si alguien se enfada con nosotros en el otro lado, habrán pillado al super agente Westerby con las bragas en los tobillos y con unos doscientos sacos de opio en crudo en las manos.»
—¿Sabes pilotar esto? —gritó Charlie Mariscal, mientras golpeaba una hilera de mohosos conmutadores—. ¿Eres por casualidad un gran héroe del aire, Voltaire?
—No me gusta nada volar.
—Tampoco a mí.
Charlie Mariscal acertó a una inmensa mosca que zumbaba alrededor del parabrisas, luego encendió uno a uno los motores, hasta que todo el aparato empezó a traquetear y temblequear como un autobús de Londres en su último viaje de vuelta Clapham Hill arriba. Gorjeó la radio y Charlie Mariscal se tomó un minuto para dar una orden obscena a la torre de control, primero en khmer y luego, según la mejor tradición aeronáutica, en inglés. Se dirigieron luego hacia el lejano final de la pista, pasaron ante un par de instalaciones artilleras y, por un momento, Jerry esperó que alguien abriese fuego contra el fuselaje hasta que recordó, con gratitud, al coronel del ejército y sus camiones y su pago. Apareció otra mosca y esta vez Jerry se encargó de liquidarla. El avión no parecía adquirir velocidad alguna, pero la mitad de los instrumentos marcaban cero, así que no podía estar seguro. El estruendo de las ruedas sobre la pista parecía más escandaloso que los motores. Jerry recordó al chófer del viejo Sambo cuando le llevaba al colegio; el avance lento e inevitable por la vía de circunvalación hacia Slugh y finalmente Eton.
Dos de los montañeses habían acudido a ver la diversión y se morían de risa. Avanzó hacia ellos saltando un grupo de palmeras pero el avión mantuvo firmemente asentados los pies en el suelo. Charlie Mariscal echó hacia atrás la palanca con aire ausente y retiró el tren de aterrizaje. Dudando si se había alzado realmente el morro, Jerry pensó de nuevo en el colegio, y en cuando competía en el salto de longitud, y recordó la misma sensación de no elevarse y, sin embargo, de dejar de estar sobre la tierra. Sintió el impacto y oyó el chasquido de hojas cuando la parte inferior del aparato rebanó las puntas de los árboles. Charlie Mariscal insultaba al avión chillándole que se elevase de una vez en el aire, y durante siglos no tomaron altura alguna, sino que siguieron colgando y retumbando a unos metros por encima de una serpenteante carretera que subía inexorable hacia una cordillera. Charlie Mariscal estaba encendiendo un cigarrillo, así que Jerry se encargó del volante que tenía frente a sí y sintió el impacto vivo del timón. Charlie Mariscal recuperó los controles y enfiló el aparato hacia un suave talud que ascendía por el punto más bajo de la cordillera. Mantuvo el giro, coronó la cordillera y continuó hasta hacer un círculo completo. Cuando miraron hacia abajo, hacia los oscuros tejados y hacia el río y el aeropuerto, Jerry calculó que se hallaban a una altura de unos trescientos metros. Para Charlie Mariscal era una cómoda altitud de crucero, pues se quitó por fin la gorra y, con el aire del hombre que ha hecho bien un buen trabajo, se premió con un gran vaso de whisky de la botella que tenía a sus pies. Bajo ellos, se agolpaba la oscuridad, y la tierra parda se desvanecía suavemente en tonos malva.
—Gracias —dijo Jerry, aceptando la botella—. Sí, creo que me apetece.
Jerry empezó con una pequeña charla… si es posible tal cosa cuando uno tiene que hablar a gritos.
—Los khmers rojos acaban de volar el depósito de municiones del aeropuerto —aulló—. No se puede aterrizar ni despegar.
—¿Han hecho eso? —por primera vez desde que Jerry le conocía, Charlie Mariscal parecía a la vez impresionado y complacido.
—Dicen que Ricardo y tú fuisteis grandes camaradas.
—Lo bombardeamos todo. Matamos ya a la mitad del género humano. Vemos más gente muerta que gente viva: La llanura de los Jarros. Da Nang, somos unos héroes tan magníficos que cuando nos muramos bajará Jesucristo personalmente con un helicóptero para sacarnos de la selva.
—¡Me dijeron que Ricardo era muy bueno para los negocios!
—¡Cómo no! ¡No hay nadie mejor que él! ¿Sabes cuántas compañías llegamos a tener, Ricardo y yo? Seis. Teníamos fundaciones en Liechtenstein, empresas en Ginebra, conseguimos un director de Banco en las Antillas holandesas, abogados, Jesús. ¿Sabes cuánto dinero gané? —se dio una palmada en el bolsillo de atrás—. Trescientos dólares norteamericanos, exactamente. Charlie Mariscal y Ricardo mataron los dos solos a la mitad del género humano. Nadie nos da un céntimo. Mi padre mató a la otra mitad y consiguió hacer mucho dinero,
muchísimo.
Ricardo siempre andaba con planes locos, siempre. Casquillos de bala. Dios mío. ¡Vamos a pagarle a la gente para que recoja todos los casquillos y a venderlos para la guerra siguiente!
El morro se inclinó hacia abajo y Charlie volvió a elevarlo con un obsceno taco en francés.
—¡Látex! ¡Íbamos a robar todo el látex de Kampong Cham! Vamos a Kampong Cham. En grandes helicópteros, con cruces rojas. ¿Y qué hacemos? Sacamos a los condenados heridos. Estate quieto, cabrón de mierda, ¿me has oído?
Hablaba de nuevo para el aparato. Jerry vio de pronto en el cono del morro una larga hilera de agujeros de bala no demasiado bien tapada.
Rasgue por aquí,
pensó absurdamente.
—Cabello humano, íbamos a hacernos millonarios vendiendo pelo. Todas las chicas tontas de las aldeas y pueblos se dejaban el pelo muy largo y nosotros se lo cortaríamos y lo llevaríamos a Bangkok para hacer pelucas.
—¿Quién pagó las deudas de Ricardo para que pudiera volar con Indocharter?
—¡Nadie!
—A mí me dijeron que había sido Drake Ko.
—Jamás he oído hablar de Drake Ko. En mi lecho de muerte se lo digo a mi madre, a mi padre: «Charlie el bastardo, el chico del general, no ha oído hablar de Drake Ko en toda su vida.»
—¿Qué hizo Ricardo por Ko tan especial para que Ko pagara todas sus deudas?
Charlie Mariscal bebió un trago de whisky directamente de la botella y luego se la pasó a Jerry. Sus manos descamadas temblaban escandalosamente siempre que las separaba de la palanca, y le manaba la nariz constantemente. Jerry se preguntó por cuántas pipas al día andaría. En Luang Prabang había conocido a un hotelero corso
pied—noir
que necesitaba sesenta para hacer una buena jornada de trabajo.
El capitán Mariscal nunca vuela por las mañanas,
pensó.
—Los norteamericanos siempre tienen prisa —se quejó Charlie Mariscal con un cabeceo—. ¿Sabes por qué tenemos que llevar este material ahora a Fnom Penh? Porque todo el mundo anda impaciente. En estos tiempos, todo el mundo quiere un efecto rápido. Nadie pierde el tiempo fumando. Todos quieren conectarse en seguida. Si uno quiere matar al género humano, tiene que tomarse su tiempo, ¿me oyes?
Jerry probó otra vez. Uno de los cuatro motores se había parado, pero otro había iniciado un aullido como de un silenciador roto, así que tuvo que chillar aún más fuerte que antes.
—¿Qué hizo Ricardo para que pagasen por él todo aquel dinero? —repitió.
—Oye, Voltaire, mira, a mí no me gusta la política, soy sólo un simple traficante de opio, ¿me entiendes? Si te gusta la política, vuelve allá abajo y habla con esos shanes locos. «Las ideas políticas no se pueden comer. No puedes acostarte con ellas. No puedes ruinártelas.» Él se lo dijo a mi padre.