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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (3 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—Por supuesto —aseveré.

Me estudió durante un momento.

—Bien.

—¿Cuál era la otra razón? —pregunté, impaciente por dejar atrás el asunto de mi incapacidad para mantener la boca cerrada.

Pippa puso cara de incomodidad. Eso era tan insólito que tuve que mirar dos veces para asegurarme de que no me equivocaba. Arrugó la nariz como si hubiera olido algo peculiar.

—Vale. Bueno. Quería asegurarme de que estabas… bien. Ya sabes. Después de…

No quería ponerle las cosas difíciles, pero no sabía adónde quería ir a parar. ¿Después de asistir a demasiadas fiestas de cata de helado para mujeres solteras en la calle Bleecker? ¿Después de quedarme hasta las tantas con la Chica Sterling Mercedes Kim y la estrella del cine con la que estaba casada, viendo una primera versión de su última película en el
loft
de varios millones de dólares en el que vivían? ¿Después de dejar caer humus por accidente en la jaula de
Hitchens
, el conejito Holland Loop que había comprado después de comer?

—Después de lo de Gregory.

Traté de disimular mi consternación. Era el segundo intento de meter las narices en mi vida personal durante una sola conversación, cosa que me ponía nerviosa.

—Oh, estoy perfectamente —dije con tono alegre y un movimiento del brazo, tratando de encontrar la escotilla de escape para huir de aquella conversación. De hecho, estaba a gusto, pero hablar de ello con Pippa Flatland no era lo que yo entendía por un paso para olvidarlo.

Se tocó el pelo y enderezó los hombros.

—Como ya he sugerido antes, la verdad es que no creo que debas desechar la idea de la maternidad. De la familia y todo eso. Puede simplemente que Gregory no fuese el adecuado. Te he asignado el caso del hotel porque el heredero, Hutchinson…, es decir, es, bueno… —Se aclaró la garganta, incómoda—. Está bastante bien. Ya sabes. Es bastante apuesto.

Parpadeé con asombro.

—¿Quieres emparejarme con un sospechoso? —Sólo mi propia madre estaba tan desesperada por verme con descendencia. Tanto que, por primera vez desde que era adulta, nuestra relación estaba sufriendo de verdad. No uno de esos sufrimientos propios de la adolescencia y provocados por el uso no autorizado de una chaqueta de cuero, sino de los que te estrujan las tripas, del tipo «me-siento-como-si-ya-no-te-conociera».

Me miró con el cejo fruncido, lo que volvió a darme esperanzas de que abandonara el terreno personal.

—No seas absurda. Simplemente es un regalo para la vista. Y no había terminado. También creo que, trabajando en un hotel, tendrás la ocasión de conocer a mucha gente nueva y puede que eso te ayude a seguir adelante.

—¿En serio? —pregunté. No me lo podía creer.

—Vaya, da igual, Zephyr —me espetó—. Me importan un comino mis empleados y dos cominos los jóvenes. Y tres las jóvenes, quienes, como todo el mundo sabe, son pocas y aparecen cada bastante tiempo. Creo que estar cerca de un hombre apuesto, que, tengo que recordártelo, podría ser un delincuente o no serlo, y de las personas interesantes que se alojen en el hotel te ayudará a dejar de pensar en ese tío y a pasar página. Pero también quiero que quede claro, por si hubiera alguna duda, que si te ofrezco el caso es, sobre todo, porque creo que puedes llevarlo. Bueno, da igual —repitió con petulancia.

Me sentía como si estuviera abriendo una ventana a la cínica y nada halagüeña visión que Pippa tenía sobre el corazón humano. Para ella, A más B era igual a cuarenta y siete. Sus ecuaciones no se correspondían con ningún proceso racional que yo conociera. No obstante, estaba bastante segura de que trataba de tener un gesto generoso y eso me conmovía.

—Gracias —dije al tiempo que la embarcación rebotaba contra las orillas de Richmond County. Nos pusimos en pie y nos preparamos para dar un giro de 180 grados en el interior de la terminal de St. George, antes de subir de nuevo al mismo barco para el viaje de regreso. Nuestros pies apenas rozarían la superficie de Staten Island. Un día, me prometí mientras descendíamos rápidamente por la pasarela, visitaría aquel barrio misterioso y ocasionalmente sedicioso.

—Una cosa más —dijo mientras apretaba un enorme bolso de mano Harrods contra su pecho, rodeada por la multitud—. No tienes permiso para interrogar a los testigos ni a los sospechosos. Comienzas el martes por la mañana como la nueva conserje del hotel Greenwich Village. Ballard McKenzie es el único, y con eso quiero decir el único, Zephyr, que estará al corriente de tu verdadera identidad. Tú, él y yo. Hay demasiados interrogantes para ampliar el círculo.

—Voy de incógnito. —De repente tenía dificultades para respirar.

—¿Crees que puedes hacerlo? —inquirió mientras me dirigía una mirada firme—. Si no, dímelo ahora mismo y se lo asignaré a otro. Hablamos de apropiación indebida, posible falsificación y puede que fraude postal, lo que significa que sería un delito federal, si tenemos suerte.

Asentí con entusiasmo, sin saber todavía que la apropiación indebida, la falsificación y el fraude postal serían el menor de los problemas de los McKenzie y el comienzo de los míos.

2

En teoría, la noche que se llevaron a toda prisa a Jeremy Wedge al hospital St. Vincent yo no debía estar en el mostrador de Corian moteado del vestíbulo del hotel Greenwich Village. Donde debía estar era de camino a la calle Orchard con mi hermano Gideon para pasar una velada cultural por obligación: dos horas de una función tan tediosa como excesiva en el vestuario, escrita por un amigo de Gid e interpretada en un sótano mal ventilado y definido en un exceso de generosidad como «escenario de teatro experimental».

Yo había terminado mi turno media hora antes, tras uno de mis típicos días «cubo de Rubik», en el que había tenido que mendigar pases de camerino para el festival New Age de la BAM para los titiriteros que se alojaban en la habitación 203 y ayudar a los neozelandeses de la 506 a localizar un restaurante en el Bronx en el que sirvieran cenas típicas de Acción de Gracias durante todo el año. Pero estaba cubriendo a mi amigo Asa Binsky, con la esperanza de que Hutchinson McKenzie, el hijo de Ballard, no prestara demasiada atención a nuestros respectivos horarios.

Asa, que llegaba tarde por tercera vez aquella semana, se acercaba peligrosamente a la cola del paro. Insistía en que sus sesiones con una acupuntora-bruja de Fort Greene estaban curándole los dolores crónicos del tobillo, resultado de una lesión sufrida en pleno éxtasis durante la última noche electoral. Había estado en una concentración gay por el partido de Obama, celebrada en el East Village un año antes, y cuando se anunciaron los resultados de Ohio, Asa y sus ciento diez kilos saltaron desde el piano de cola. Llevaba pagando las consecuencias desde entonces, pero afirmaba que «Rosie II» —el término afectuoso por el que conocía al hombre al que él consideraba la reencarnación de Roosevelt— merecía hasta el último de sus calambres. Y tampoco le ayudaba demasiado el hecho de que, cuando estaba en el hotel, Asa tenía dificultades para reprimir su adicción a los números 800. Telefoneaba con regularidad a una amplia variedad de empresas para ofrecerles comentarios, sugerencias, preguntas y críticas sobre sus productos, con el fin de recibir regalos por ello.

Estaba saboreando una breve pausa en la actividad del mostrador del vestíbulo y aprovechando para navegar de manera subrepticia por Facebook —con el cejo ligeramente fruncido para aparentar que estaba trabajando— cuando una voz digna de pertenecer a un hijo bastardo de Katherine Hepburn y William Buckley interrumpió como un mazazo mi momento de respiro.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó Hutchinson McKenzie arrastrando las sílabas. Había rodeado con sigilo el escritorio y apoyaba su cuadrada mandíbula sobre su puño de nudillos blancos. Hutchinson representaba para mí una lección permanente: la de que la combinación de mal genio y arrogancia sin límites no quería decir que uno se convirtiera automáticamente en sospechoso.

—Tengo muchos amigos —murmuré mientras, con un movimiento disimulado, usaba el tabulador para volver a la pantalla de Ez-Checking.

—¿Y con cuántos de ellos estás jugando ahora mismo a Word Scramble?

«Que te den, so repelente. Culo tieso.» ¿Acaso había una cámara vigilando el escritorio y no me había dado cuenta? La idea de que Hutchinson McKenzie estuviera observándome por el circuito cerrado de televisión desde su oficina, la misma oficina de la que, sin saberlo él, yo tenía una llave, me provocó un escalofrío. Me ajusté el cuello mandarín de la chaqueta de color carmesí y lo miré a los ojos.

—Hutchinson —dije con tono alegre, tratando de impedir una tormenta de fuego—, ¿hay algo que se deba hacer y no se esté haciendo?

Su nariz porcina se dilató. Hutchinson y yo habíamos empezado con mal pie tres semanas antes, el día que empecé a trabajar en el hotel de su familia, y nuestro vals de hostilidad había continuado desde entonces. Él, por razones que yo creía arraigadas en alguna inseguridad procedente de sus tiempos de instituto, quería que le llamaran por su apellido —McKenzie—. Sin embargo, en mis informes de campo tenía que referirme a los McKenzie por sus nombres. No había que dejar lugar a dudas. Era demasiado complicado cambiar el chip en persona, así que no lo hacía. Además, el nombre del tío ya parecía un apellido, así que no alcanzaba a entender por qué se empeñaba en algo tan absurdo.

Hutchinson poseía lo que algunas personas habrían llamado una belleza juvenil —era alto, con una cara cincelada, la ya mencionada barbilla cuadrada, una frente ancha y ese tipo de cabello rubio que sólo una década de Clairol puede conseguir—. En cambio, me parecía que sus ojos azulados transmitían una frialdad que insinuaba secretos desagradables. Después de algunas de nuestras discusiones más enconadas, conjuraba en mi cabeza escenarios protagonizados por el sótano del hotel y trabajadoras involuntarias e indocumentadas. Sin embargo, no estaba siendo justa, ni siquiera con alguien con el culo tan prieto como el de Hutchinson. En términos generales, yo lo detestaba porque él sentía lo mismo por mí y él me odiaba porque doce años antes no había logrado ingresar en Harvard, mientras que el currículo falso que había elaborado con Pippa decía que yo sí. Habíamos pensado que cuanto más refinado fuese mi pedigrí, más posibilidades habría de que mi contratación satisficiera al hijo del dueño. Nos habíamos equivocado.

—No pago a Asa para que luego le hagas el trabajo —dijo con los dientes, como siempre, apretados.

—Entonces, ¿no quieres que lo cubra por una cuestión de principios? —Intenté que pareciera una pregunta sincera.

—Sí, por una cuestión de principios. Seguro que has oído hablar de ellos.

«Profesional —entoné en silencio mi esporádicamente funcional mantra—. Soy una profesional. En realidad no trabajo para este Ken venido a menos.» Sólo necesitaba que él creyera que sí.

—Vale, lo siento. —Esbocé una mueca, el gesto más parecido a una sonrisa que podía ofrecerle a Hutchinson. McKenzie. Hutchinson. Quizá debiera llamarlo Chuck y ver qué sucedía—. ¿Habrías preferido que me marchara?

Antes de que tuviera tiempo de responder, la puerta principal se abrió y dejó entrar una bocanada de aire húmedo y estival y un montón de neozelandeses borrachos.

—¡Buenas! —exclamaron los neozelandeses con tono alegre.

—¡Buenas! —respondimos Hutchinson y yo al unísono. Intercambiamos una mirada de sorpresa, avergonzados tanto por lo estúpidos que parecíamos al tratar de imitar a nuestros huéspedes de las antípodas como por el vínculo que, sin desearlo nosotros, se había establecido entre ambos al elegir la misma respuesta tonta.

—Bueno… —Salí corriendo de detrás del mostrador justo a tiempo de recoger lo que se le iba cayendo del bolso a una veinteañera ebria. Dos varones tambaleantes intentaban sujetarla con poco éxito: un tipo encorvado con la cara llena de manchas y una cruz de diamantes colgada de una oreja y un individuo grandote con unos rizos del siglo XIX. Justo detrás de ellos venía Asa con cara de vergüenza, más de la que era habitual. Se dirigió al mostrador en línea recta, evitando los ojos de Hutchinson, y se plantó delante del ordenador que yo acababa de abandonar, aparentemente tan listo para actuar como si llevara allí desde el principio.

—¿Han encontrado el restaurante de Acción de Gracias en el Bronx? —pregunté a la chica, conteniendo el aliento para no tener que inhalar el suyo.

—¡
Chi, chi
, hemos encontrado un hindú en Queens! —respondió ella con una voz tan pastosa como entusiasta.

Miré a Hutchinson de reojo y vi que mantenía sin el menor esfuerzo su mejor cara de anfitrión, preparado para atender a sus huéspedes por muy bobos o borrachines que fuesen. En este sentido hacía muy bien su trabajo. Sin embargo, sabía que ésa era sólo una máscara y que despreciaba a la gente a la que alojaba. Por eso le aborrecía.

—Zephyr —dijo con voz suave—, ya que estás aquí ¿tendrías la amabilidad de ayudar a nuestros invitados a instalarse? —Traducción: sube con estos cretinos que no pueden ni hablar y asegúrate de que no vomiten sobre mi mobiliario. Y en caso de que lo hagan, saca fotografías, escribe un informe detallado y no te olvides de meterles las correspondientes facturas por debajo de la puerta al amanecer.

Tendría que haber estado en el tren F diez minutos antes. Miré mi reloj. Hutchinson lo vio.

—Sé lo mucho que te preocupa tu trabajo, pero ya que has tenido la amabilidad de cubrir a Asa y todo lo demás, seguro que tus planes de esta noche pueden esperar.

En realidad me hacía mucha gracia su tono de velada amenaza, aquella actitud pomposa de pavo real castrado, dado que en realidad no podía despedirme, pero la verdad era que no quería pasarme dos horas asfixiándome en un subterráneo del Lower East Side mientras veía
La manzana peligrosa: interpretación de un hombre
y trataba de frustrar los torpes intentos de mi hermano por conseguir que le contara detalles confidenciales sobre casos de la CIE para luego ponerlos por escrito en su cuaderno. A pesar de que llevaba en el hotel desde las nueve de la mañana, prefería quedarme allí un rato más con la improbable, muy improbable esperanza de que sucediera algo —cualquier cosa— que me ofreciese la más pequeña pista sobre el caso que, de seguir así, iba a convertirse en la completa ruina de mi incipiente carrera.

Había revisado las imágenes de las cámaras de seguridad situadas sobre la caja fuerte de la oficina del propietario y en el bar del hotel, pero no había visto salir a nadie con sacos de billetes debajo del brazo. Había revisado hasta la saciedad los informes del banco en mis días «libres» y había tenido que reconocer ante un Ballard McKenzie cada vez más pálido que sí, a su balance le faltaban cien de los grandes pero, de momento, no podía ni adivinar adónde habían ido a parar. En tres semanas había tachado (a regañadientes) a Hutchinson de la lista de sospechosos: ésos eran todos mis progresos.

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